Michael Connelly - Llamada Perdida

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Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al traste con su relación con Nicole. tras abandonar la vivienda que compartía con ella, Pierce se instala en un nuevo apartamento con vistas a la playa de Santa Mónica. Allí empieza a recibir extrañas llamadas telefónicas de hombres que buscan a una tal Lilly. Movido por la curiosidad, Pierce decide investigar quién es esa mujer y descubre su anuncio en L.A. Darlings, una web donde ofrecía sus servicios como chica de compañía. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo en Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una pesadilla.
En Llamada perdida, Connelly sustituye a Harry Bosch – el protagonista que le ha aportado fama mundial – por Henry Pierce, cuya curiosidad sirve de motor para abordar, desde el suspense, dos temas de gran actualidad: el sexo online y las nuevas tecnologías científicas.
«Connelly sabe jugar diabólicamente con los lectores. El resultado es esta novela que cuenta con un suspense al más puro estilo Hitchcock.» – Kirkus Reviews

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En el laboratorio, Pierce y los otros miembros de su equipo diseñaban y construían una amplia variedad de interruptores que se enlazaban delicadamente en cadena para crear puertas lógicas, el umbral básico de la computación. La mayoría de las patentes de Pierce y Amedeo pertenecían a este ámbito o al área complementaria de la RAM molecular. Un número reducido de otras patentes se centraban en el desarrollo de puentes moleculares, el entramado de robustos tubos de carbono que algún día conectarían los cientos de miles de nanointerruptores que juntos formarían un ordenador tan pequeño como una moneda de diez centavos y tan poderosa como un camión Mack digital.

Antes de iniciar su revisión del nuevo conjunto de patentes, Pierce se reclinó en la silla y miró a la pared que tenía detrás del monitor, donde había una caricatura suya levantando un microscopio, con la cola de caballo levantada y los ojos tan abiertos como si acabara de hacer un descubrimiento fantástico. El pie decía: «¡Henry escucha a Quién!»

Se lo había regalado Nicole. Le había pedido a un caricaturista del muelle que lo dibujara después de que Pierce le contara la historia de su recuerdo infantil preferido: su padre leyendo y explicando cuentos a su hermana y a él. Antes de que sus padres se separaran. Antes de que su madre se trasladara a Portland y fundara una nueva familia. Antes de que las cosas empezaran a torcerse para Isabelle.

Su libro favorito de entonces era uno del doctor Seuss ¡ Horton escucha a Qui é n! Era la historia de un elefante que descubre la existencia de todo un mundo en una mota de polvo. Un nanomundo mucho antes de que nadie pensara en los nanomundos. Pierce todavía se sabía de memoria muchas de las frases del libro. Y pensaba en ellas con frecuencia mientras trabajaba.

En el cuento, Horton es marginado por una sociedad selvática que no cree en su descubrimiento. Sobre todo lo persiguen los monos -conocidos como la banda de Wickersham-, pero en última instancia Horton salva de los monos el minúsculo mundo de la mota de polvo y demuestra su existencia al resto de la sociedad.

Pierce abrió las Oreo y se comió dos galletas enteras, con la esperanza de que la dosis de azúcar le ayudara a centrarse.

Empezó a revisar las solicitudes con nerviosismo y expectativa. Esa tanda de patentes pondría a Amedeo en una nueva situación y a la ciencia en un nivel superior. Pierce sabía que sacudiría el mundo de la nanotecnología. Y sonrió al pensar en la reacción que tendrían sus competidores cuando sus agentes de espionaje industrial les copiaran las páginas no propietarias de los formularios o cuando leyeran la fórmula de Proteus en las revistas científicas.

El paquete de solicitudes pretendía proteger una fórmula de conversión de energía celular, según se decía en los términos profanos utilizados en el resumen de la primera solicitud del paquete. Amedeo estaba buscando protección de patente para un «sistema de suministro energético» que proporcionaría energía a los robots biológicos que un día patrullarían los torrentes sanguíneos de los seres humanos y destruirían los patógenos que amenazaban a sus huéspedes.

Llamaron a la fórmula Proteus en un guiño a la película Viaje alucinante. En la película de 1966 se coloca un equipo médico en un submarino llamado Proteus, que luego se miniaturiza con un rayo y se inyecta en un cuerpo humano para buscar y destruir un coágulo inoperable en el cerebro.

La película era ciencia ficción y probablemente los rayos miniaturizadores siempre formarían parte del ámbito de la imaginación. Sin embargo, la idea de atacar patógenos en el organismo con robots celulares o biológicos, algo no muy distante del Proteus en la imaginación, estaba en el horizonte de la investigación científica.

Desde los albores de la nanotecnología, las aplicaciones médicas potenciales siempre habían sido la cara más atractiva de la ciencia. La posibilidad de curar el cáncer, el sida o cualquier otra enfermedad era más fascinante que un salto cuántico en la potencia de los ordenadores. La posibilidad de crear dispositivos que patrullaran en el organismo para encontrar, identificar y eliminar patógenos a través de una reacción química era el Santo Grial de la ciencia.

No obstante, el cuello de botella -aquello que mantenía este lado de la ciencia en la teoría mientras que un sinfín de investigadores trabajaba en el desarrollo de RAM y circuitos integrados moleculares- era la cuestión del abastecimiento de energía: cómo mover estos submarinos moleculares a través de la sangre mediante una fuente de energía que fuera natural y compatible con el sistema inmunitario humano.

Pierce había descubierto junto con Larraby, su investigador experto en inmunología, una fórmula rudimentaria aunque de gran fiabilidad. Utilizando las propias células del huésped -en este caso, las de Pierce eran cultivadas y clonadas para investigación en una incubadora- los dos investigadores desarrollaron una combinación de proteínas que envolverían a la célula y obtendrían de ella un estímulo eléctrico. Este hecho significaba que la energía para conducir el nanodispositivo podía surgir de dentro y por tanto ser compatible con el sistema inmunitario humano.

La fórmula Proteus era simple y en esa simplicidad radicaba su belleza y valor. Pierce imaginaba que toda la posterior nanoinvestigación en ese campo estaría basada en ese único descubrimiento. La experimentación y otros descubrimientos e invenciones que llevarían a un uso práctico -que antes se veían en un horizonte de dos o más décadas- podrían situarse mucho más próximas a la realidad.

El descubrimiento, que Pierce había hecho sólo tres meses antes, cuando estaba en lo peor de sus dificultades con Nicole, había sido el momento más excitante de su vida.

– Nuestros edificios os parecerán sumamente pequeños -susurró Pierce mientras terminaba de revisar las patentes-, pero para nosotros, que no somos grandes, son maravillosamente amplios.

Las palabras del doctor Seuss.

Pierce estaba satisfecho con el paquete. Kaz, como de costumbre, había hecho un trabajo excelente mezclando jerga científica y legal en las primeras páginas de presentación de cada patente. No obstante, la sustancia de cada formulario lo constituía la información científica y la fórmula. Estas páginas las habían escrito Pierce y Larraby y ambos investigadores las habían revisado repetidamente.

El paquete de solicitudes estaba listo para seguir su curso, a juicio de Pierce. Estaba entusiasmado. Sabía que botar ese paquete de solicitudes al nanomundo traería consigo una riada de publicidad y el consecuente aumento en el interés de los inversores. El plan consistía en mostrar el descubrimiento en primer lugar a Maurice Goddard y cerrar su inversión, y después presentar las solicitudes. Si todo iba bien, Goddard comprendería que contaba con una corta ventaja -una pequeña ventana de oportunidad- y llevaría a cabo un ataque preventivo, firmando un contrato que lo convertiría en el principal inversor de la empresa.

Pierce y Charlie Condon lo habían coreografiado cuidadosamente. Le mostrarían el descubrimiento a Goddard. Le permitirían comprobarlo por sí mismo en el microscopio de efecto túnel. Entonces el inversor neoyorquino dispondría de veinticuatro horas para tomar una decisión. Pierce quería un mínimo de 18 millones de dólares para un periodo de tres años, lo suficiente para seguir adelante más deprisa y con más fuerza que ningún competidor. Y a cambio ofrecía un diez por ciento de la compañía.

Pierce escribió una nota de felicitación a Jacob Kaz en un Post-it amarillo y lo pegó en la cubierta del paquete de solicitudes de Proteus. Luego volvió a guardar todo en la caja fuerte. Por la mañana, un furgón de seguridad lo llevaría a la oficina de Kaz en Century City. Sin faxes ni mensajes de correo electrónico. Pierce incluso podría llevarlo él mismo.

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