Michael Connelly - Llamada Perdida

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Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al traste con su relación con Nicole. tras abandonar la vivienda que compartía con ella, Pierce se instala en un nuevo apartamento con vistas a la playa de Santa Mónica. Allí empieza a recibir extrañas llamadas telefónicas de hombres que buscan a una tal Lilly. Movido por la curiosidad, Pierce decide investigar quién es esa mujer y descubre su anuncio en L.A. Darlings, una web donde ofrecía sus servicios como chica de compañía. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo en Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una pesadilla.
En Llamada perdida, Connelly sustituye a Harry Bosch – el protagonista que le ha aportado fama mundial – por Henry Pierce, cuya curiosidad sirve de motor para abordar, desde el suspense, dos temas de gran actualidad: el sexo online y las nuevas tecnologías científicas.
«Connelly sabe jugar diabólicamente con los lectores. El resultado es esta novela que cuenta con un suspense al más puro estilo Hitchcock.» – Kirkus Reviews

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Pierce sabía que Renner lo había calado. Lo que había ocurrido tanto tiempo atrás siempre se había mantenido cerca de la superficie y había aflorado al presentarse el misterio de Lilly Quinlan. En su deseo de encontrar a Lilly, de intentar salvarla, estaba encontrando y salvando a su propia hermana perdida.

Pierce pensó que era sorprendente y horrible lo que las personas se hacían unas a otras, pero sobre todo lo que se hacían a ellas mismas. Pensó que tal vez ésta fuera la razón por la que se encerraba tantas horas en el laboratorio. Se encerraba del mundo, para no conocer cosas malas ni pensar en ellas. En el laboratorio todo era claro y simple. Cuantificable. La teoría científica se ponía a prueba y se aprobaba o desaprobaba. No había zonas grises. No había sombras.

De repente sintió la necesidad abrumadora de hablar con Nicole, de decirle que en los dos últimos días había aprendido algo que no sabía. Algo que era difícil de expresar con palabras, pero que era palpable en su pecho. Quería decirle que no iba a seguir obsesionado de ese modo con el trabajo.

Pierce marcó su número de teléfono. Su antiguo número. Amalfi Drive. Ella contestó al tercer timbrazo. Su voz sonó alerta, pero Pierce supo que no estaba dormida.

– Nicole, soy yo.

– Henry… ¿qué…?

– Ya sé que es tarde, pero…

– No… ya lo hemos hablado. Me dijiste que no ibas a hacer esto.

– Lo sé, pero quiero hablar contigo.

– ¿Has estado bebiendo?

– No, sólo quería decirte algo.

– Es medianoche. No puedes hacer esto.

– Sólo esta vez. Necesito decirte algo. Déjame que vaya y…

– No, Henry, no. Estaba profundamente dormida. Si quieres hablar, llámame mañana. Ahora adiós.

Nicole colgó. Pierce sintió que se ponía colorado de vergüenza. Acababa de hacer algo que antes de esa noche estaba seguro de que nunca haría, algo que ni siquiera podía imaginarse haciendo.

Dejó escapar un gemido de dolor y se levantó para acercarse a la ventana. Más allá del muelle, hacia el norte, podía distinguir el collar de luces que trazaba la autopista del Pacífico. Las montañas que se alzaban sobre la ruta eran formas oscuras difíciles de discernir bajo el cielo nocturno. Oía el océano mejor de lo que lo veía. El horizonte se perdía en la oscuridad.

Se sintió deprimido y cansado. Su mente vagaba de Nicole a sus pensamientos sobre Lucy y lo que parecía el destino de Lilly. Cuando miró a la noche se prometió que no olvidaría lo que le había dicho a Lucy. Cuando ella decidiera que quería salir y estuviera lista para dar el paso, él estaría allí, aunque fuera por una razón egoísta. Quién sabe, pensó, tal vez resultara ser lo mejor que había hecho en su vida.

Justo cuando miró hacia allí, las luces de la noria se apagaron. Lo tomó como una señal y volvió a entrar en el apartamento. En el sofá cogió el teléfono y marcó el número de su buzón de voz. Escuchó una vez más el mensaje de Lucy y se fue a acostar. Todavía no tenía sábanas ni mantas ni almohadas. Colocó el saco de dormir sobre el colchón nuevo y se metió dentro. Entonces se dio cuenta de que no había comido nada en todo el día. No recordaba que le hubiera ocurrido nunca, salvo cuando se pasaba el día entero en el laboratorio. Se durmió mientras componía mentalmente una lista de tareas para cuando se levantara por la mañana.

Pronto estuvo soñando con un pasillo oscuro con puertas abiertas a ambos lados. Mientras avanzaba por el pasillo iba mirando desde el umbral de cada puerta. Cada habitación que miraba parecía una habitación de hotel con una cama, un escritorio y una tele. Y todas las habitaciones estaban ocupadas. En su mayoría por gente que no reconocía y que no se fijaba en que él estaba mirando. Había parejas que discutían, follaban y gritaban. A través de un umbral reconoció a sus padres. Su madre y su padre, no su padrastro, aunque tenían una edad en la que ya estaban divorciados. Se estaban vistiendo para salir a un cóctel.

Pierce continuó por el pasillo y en otra habitación vio al detective Renner. Estaba solo y paseaba a lo largo de la cama. Las sábanas y las mantas estaban retiradas y se veía una gran mancha de sangre en el colchón.

Pierce siguió avanzando y en otra habitación estaba Lilly Quinlan, tan quieta como un maniquí. La habitación estaba oscura. Ella estaba desnuda y tenía la mirada fija en la televisión. Aunque Pierce no veía la pantalla desde el ángulo en el que se encontraba, el brillo azul que proyectaba en el rostro de Lilly la hacía parecer muerta. Dio un paso hacia el interior de la habitación para ver cómo estaba y ella lo miró. Lilly sonrió y él sonrió y se volvió para cerrar la puerta, pero descubrió que no había puerta en la habitación. Cuando se volvió hacia ella en busca de una explicación, la cama estaba vacía y sólo la televisión permanecía encendida.

17

Exactamente a mediodía del domingo el sonido del teléfono despertó a Pierce. Un hombre dijo:

– ¿Es demasiado temprano para hablar con Lilly?

– No, en realidad es demasiado tarde -dijo Pierce.

Colgó y miró el reloj. Pensó en el sueño que había tenido y empezó a interpretarlo, pero de pronto dejó escapar un gemido cuando se entrometió en sus pensamientos el primer recuerdo del resto de la noche: la llamada a Nicole. Salió del saco de dormir y bajó de la cama para darse una larga ducha mientras pensaba en si debía volver a llamarla para disculparse. Pero ni siquiera el agua caliente podía borrar la vergüenza que sentía. Decidió que lo mejor sería no volver a llamarla ni tratar de explicarse. Intentaría olvidarse de lo que había hecho.

Para cuando terminó de vestirse, su estómago ya le exigía comida a gritos. El problema era que no había nada en la cocina, no tenía dinero y su tarjeta del cajero automático estaba agotada hasta el lunes. Sabía que podía ir a un restaurante o una tienda de comestibles y utilizar una tarjeta de crédito, pero eso le llevaría demasiado tiempo. Había salido de la vergüenza de la llamada a Nicole y el bautismo de la ducha con el deseo de dejar atrás el episodio de Lilly Quinlan y permitir que la policía se hiciera cargo del asunto. Tenía que volver al trabajo. Y sabía que cualquier retraso en llegar a Amedeo podía minar su resolución.

A la una en punto estaba entrando en las oficinas. Hizo una señal con la cabeza al vigilante de seguridad, pero no se dirigió a él por su nombre. Era uno de los nuevos contratados de Clyde Vernon y siempre había tratado con frialdad a Pierce, que esta vez se sintió satisfecho de devolverle el favor.

Pierce tenía una taza de café llena de cambio en el escritorio. Antes de ponerse a trabajar, dejó la mochila en el escritorio, cogió la taza y bajó por la escalera hasta la segunda planta, donde había máquinas de snacks y refrescos en el comedor. Casi vació la taza para comprarse dos coca colas, dos bolsas de patatas fritas y un paquete de Oreo. Luego miró en la nevera de la sala para ver si alguien se había dejado algo comestible, pero no había nada que robar. Por regla general los conserjes vaciaban la nevera todos los viernes por la noche.

Cuando llegó a la cocina ya había dado buena cuenta de una bolsa de patatas. Pierce abrió la otra y también una de las latas de coca cola antes de llegar al despacho. Sacó la nueva tanda de solicitudes de patentes de la caja fuerte de debajo de su escritorio. Jacob Kaz era un excelente abogado de patentes, pero siempre necesitaba que los científicos volvieran a leerse las presentaciones y los resúmenes de los formularios legales. Pierce siempre tenía que dar el visto bueno final a las patentes.

Hasta la fecha, las patentes que Pierce y Amedeo Technologies habían solicitado y obtenido durante los últimos seis años giraban en torno a proteger legalmente diseños de arquitectura de complejos biológicos. La clave para el futuro de la nanotecnología estaba en crear nanoestructuras capaces de contenerlos y transportarlos. Hacía mucho tiempo que Pierce había decidido cimentar en este sector su posición en el campo de la informática molecular.

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