Michael Connelly - Llamada Perdida

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Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al traste con su relación con Nicole. tras abandonar la vivienda que compartía con ella, Pierce se instala en un nuevo apartamento con vistas a la playa de Santa Mónica. Allí empieza a recibir extrañas llamadas telefónicas de hombres que buscan a una tal Lilly. Movido por la curiosidad, Pierce decide investigar quién es esa mujer y descubre su anuncio en L.A. Darlings, una web donde ofrecía sus servicios como chica de compañía. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo en Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una pesadilla.
En Llamada perdida, Connelly sustituye a Harry Bosch – el protagonista que le ha aportado fama mundial – por Henry Pierce, cuya curiosidad sirve de motor para abordar, desde el suspense, dos temas de gran actualidad: el sexo online y las nuevas tecnologías científicas.
«Connelly sabe jugar diabólicamente con los lectores. El resultado es esta novela que cuenta con un suspense al más puro estilo Hitchcock.» – Kirkus Reviews

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Pierce se fijó en que había algo grabado en el cenicero. Se inclinó ligeramente para leerlo.

robado de nat's day of the locust bar hollywood, CA

Pierce había oído hablar del lugar. Era un antro tan cutre que era fino. Lo frecuentaban los noctámbulos de Hollywood con ropa de cuero negro. También estaba cerca de las oficinas de Entrepeneurial Concepts Unlimited. ¿Era una pista? No tenía ni idea.

– Ahora voy a echar ese vistazo -le dijo a Wainwright.

– Sí, hágalo y dese prisa.

Mientras escuchaba el sonido discordante de cristales y botellas que hacía Wainwright al llenar la caja, Pierce entró en la sala de estar y se agachó delante de las cajas que el casero ya había preparado. Una contenía vajilla y otros utensilios de cocina. Las otras dos contenían objetos del loft. Cosas del dormitorio. Había una cesta con preservativos surtidos y varios pares de zapatos de tacón alto. Había correas de cuero y fustas, una máscara completa con cremalleras en la boca y los ojos. En su página de L. A. Darlings, Lilly no anunciaba servicios sadomasoquistas. Pierce se preguntó si eso significaba que había otro sitio Web, algo más oscuro y con todo un nuevo conjunto de elementos a considerar en su desaparición.

La última caja estaba llena de sujetadores y ropa interior transparente y neglig é s y minifaldas en colgadores. Era ropa similar a la que Pierce había visto en uno de los armarios de la casa de Altair. Por un momento se preguntó qué planeaba hacer Wainwright con las cajas. ¿Venderlo todo en una singular venta de garaje? ¿O simplemente iba a guardarlo mientras realquilaba el apartamento y la casa?

Satisfecho con su inventario de las cajas, Pierce decidió revisar el loft. Al levantarse, sus ojos se clavaron en la puerta y reparó en el cerrojo. Era un cerrojo de doble llave. Era preciso utilizar la llave tanto para entrar como para salir. Entonces entendió la amenaza de Wainwright de dejarlo encerrado tanto si había terminado con su registro como si no. Si no tenías llave podías quedarte encerrado dentro. Pierce se preguntó qué sentido tenía. ¿Encerraba Lilly a los clientes en su apartamento con ella? Quizá era una forma de asegurarse el pago de los servicios ofrecidos. Tal vez no significaba nada en absoluto.

Pasó a la escalera y empezó a subir al loft. En el rellano de arriba había una ventanita desde la que se veía el tejado de la casa de enfrente y, más allá, el extremo de la playa y el Pacífico. Pierce miró al callejón y vio su coche. Su mirada vagó hasta la avenida, donde vislumbró a Robín debajo de una farola justo cuando la joven subía a un taxi verde y amarillo, cerraba la puerta y se alejaba.

Pierce se volvió de la ventana hacia el loft. El piso superior no tenía más de veinte metros cuadrados, incluido el espacio para un pequeño cuarto de baño con ducha. El aire olía a una desagradable mezcla de incienso y algo más que a Pierce le costaba situar. Era como el aire viciado de una nevera que se ha apagado. Estaba allí, pero quedaba enmascarado por el incienso que se aferraba a la habitación como un fantasma.

En el suelo había una cama grande sin cabezal que ocupaba casi todo el espacio disponible, dejando sitio tan sólo para una mesita de noche pequeña y una luz de lectura. En la mesa había un quemador de incienso: una escultura del Kama Sutra de un hombre gordo copulando desde atrás con una mujer delgada. La larga ceniza de una barrita de incienso consumida lamía el cuenco de la escultura y manchaba la mesa. A Pierce le sorprendió que Wainwright no se hubiera llevado la pieza, porque al parecer se estaba llevando todo lo demás.

La colcha era azul claro y la alfombra beige. Pierce se acercó a un armarito y abrió la puerta corredera. Estaba vacío, porque su contenido se hallaba en una de las cajas de abajo.

Pierce miró la cama. Parecía haber sido hecha con cuidado, la colcha estaba firmemente metida por debajo del colchón. Sin embargo, no había almohadas, y eso le extrañó. Pensó que tal vez fuera una de las reglas del negocio de las chicas de compañía. Robin había dicho que la regla número uno era decir no al sexo sin protección. Tal vez la dos era que no hubiera almohadas: resultaba demasiado fácil que te asfixiaran con una.

Se agachó en la moqueta y miró debajo del somier. No había nada más que polvo.

Pero entonces vio una mancha oscura en la moqueta beige. Curioso, se irguió y empujó la cama contra la pared para dejar al descubierto el lugar. Una de las ruedas estaba rota y le costó mover la cama, que avanzó medio rodando medio saltando por la moqueta.

Fuera lo que fuese lo que había salpicado o goteado en la moqueta estaba seco. Era de un color marronoso y Pierce no quiso tocarlo, porque pensó que podía ser sangre. En ese momento entendió cuál era la fuente del olor que se ocultaba tras el incienso. Se levantó y volvió a colocar la cama en su sitio.

– ¿Qué diablos está haciendo ahí arriba? -gritó Wainwright.

Pierce no contestó. Estaba enfrascado en su objetivo inmediato. Cogió una esquina de la colcha y tiró de ella para dejar al descubierto el colchón. No había cubre colchones, ni sábana, ni mantas.

Empezó a retirar la colcha. Quería ver el colchón. Era fácil llevarse sábanas y mantas de un apartamento y deshacerse de ellas. También podían tirarse las almohadas, pero un colchón de tamaño king-size era otra cuestión.

Al tirar de la colcha se cuestionó el instinto que estaba siguiendo ciegamente. No entendía por qué sabía lo que aparentemente sabía. Pero cuando la colcha resbaló, Pierce sintió que se le hacía un nudo en el estómago. El centro del colchón era negro. Algo se había solidificado y secado allí, algo que era del color de la muerte. Sólo podía ser sangre.

– Dios mío -exclamó Wainwright.

Había subido la escalera para ver cuál era el origen de tanto ruido y estaba de pie detrás de Pierce.

– ¿Es eso lo que creo que es?

Pierce no respondió. No sabía qué decir. El día anterior le habían conectado un nuevo teléfono. Poco más de veinticuatro horas más tarde, había conducido a un macabro descubrimiento.

– Se equivoca de número -murmuró.

– ¿Qué? -preguntó Wainwright-. ¿Qué está diciendo?

– No importa. ¿Hay teléfono aquí?

– No, no que yo sepa.

– ¿Tiene teléfono móvil?

– En el coche.

– Vaya a buscarlo.

14

Pierce levantó la mirada cuando entró el detective Renner. Trató de contener su ira, consciente de que con cuanta más calma manejara la situación, antes podría irse a casa. De todos modos, más de dos horas en una sala de dos metros y medio por dos metros y medio con nada más que una página de deportes de hacía cinco días para leer le estaba agotando la paciencia. Ya le habían tomado declaración en dos ocasiones. La primera vez, los agentes de patrulla que habían respondido a la llamada de Wainwright y la segunda, Renner y su compañero cuando éstos habían llegado al apartamento. Uno de los agentes de patrulla lo había conducido entonces a la comisaría de la División del Pacífico y lo había encerrado en la sala de interrogatorios.

Renner llevaba una carpeta en la mano. Se sentó frente a Pierce, al otro lado de la mesa, y la abrió. Pierce vio algún tipo de formulario policial con texto escrito a mano en todas las casillas. Renner miró el formulario durante un periodo desmesurado y luego se aclaró la garganta. Parecía un poli que había estado en infinidad de escenas de crímenes. De cincuenta y constitución todavía firme, a Pierce le recordó a Clyde Vernon por su aspecto taciturno.

– ¿Tiene usted treinta y cuatro años?

– Sí.

– Vive en el dos mil ochocientos de Ocean Way, apartamento doce cero uno.

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