Michael Connelly - Llamada Perdida

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Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al traste con su relación con Nicole. tras abandonar la vivienda que compartía con ella, Pierce se instala en un nuevo apartamento con vistas a la playa de Santa Mónica. Allí empieza a recibir extrañas llamadas telefónicas de hombres que buscan a una tal Lilly. Movido por la curiosidad, Pierce decide investigar quién es esa mujer y descubre su anuncio en L.A. Darlings, una web donde ofrecía sus servicios como chica de compañía. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo en Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una pesadilla.
En Llamada perdida, Connelly sustituye a Harry Bosch – el protagonista que le ha aportado fama mundial – por Henry Pierce, cuya curiosidad sirve de motor para abordar, desde el suspense, dos temas de gran actualidad: el sexo online y las nuevas tecnologías científicas.
«Connelly sabe jugar diabólicamente con los lectores. El resultado es esta novela que cuenta con un suspense al más puro estilo Hitchcock.» – Kirkus Reviews

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– Todo el mundo quiere cambiar de vida. ¿Te crees que nos gusta esto?

Pierce se sintió avergonzado por la forma en que la estaba presionando. La forma en que la estaba usando no era muy distinta a la del resto de los clientes.

– Lo siento -dijo.

– No, no lo sientes. Eres como los demás. Quieres algo y estás desesperado por conseguirlo. Sólo que para mí es mucho más fácil darte lo otro que darte lo que tú me pides.

Pierce se mantuvo en silencio.

– Gira a la izquierda aquí y sigue hasta el final. Sólo hay una plaza de aparcamiento para su apartamento. Solía dejarla libre para su cliente.

Pierce siguió la indicación de Robin y se vio en un callejón con pequeñas construcciones a ambos lados. Parecían edificios de cuatro o seis apartamentos con pasillos de un metro entre uno y otro. No había espacio sin edificar. Era la clase de barrio donde un perro ladrando podía poner de los nervios a todo el mundo.

Cuando llegó al último edificio, Robin dijo:

– Alguien lo ha alquilado. -Señaló a un coche estacionado debajo de una escalera que conducía a la puerta del apartamento-. Es allí.

– ¿Ése es su coche?

– No, ella tiene un Lexus.

Bien. Recordó lo que había dicho Wainwright. El coche estacionado era un monovolumen Volvo. Pierce retrocedió y encajó su BMW entre dos filas de cubos de basura. Estaba prohibido aparcar ahí, pero los coches todavía podían pasar por el callejón y no pensaba quedarse mucho rato.

– Vas a tener que salir por este lado.

– Genial. Gracias.

Pierce sostuvo la puerta abierta mientras Robín trepaba por encima de los asientos. En cuanto estuvo fuera del coche empezó a caminar hacia Speedway.

– Espera -dijo Pierce.

– No, he terminado. Vuelvo a la avenida y cogeré un taxi.

Pierce podría haber discutido con ella, pero lo dejó estar.

– Oye, gracias por tu ayuda. Si la encuentro te lo haré saber.

– ¿A quién? ¿A Lilly o a tu hermana?

Eso le dio que pensar por un momento. A veces la lucidez llegaba de quien menos uno la esperaba.

– ¿Necesitas algo? -gritó Pierce tras ella.

Robin se detuvo de repente, se volvió y caminó a paso rápido hasta él, con la ira destellando de nuevo en sus ojos.

– Oye, no finjas que te preocupas por mí, ¿de acuerdo? Esta mierda tuya es más asquerosa que los tíos que quieren correrse en mi cara. Al menos ellos son honestos.

Robin se volvió y se alejó por el callejón. Pierce la observó unos segundos para ver si ella lo miraba por encima del hombro. Pero no lo hizo, se limitó a continuar caminando, al tiempo que sacaba del bolso un teléfono móvil para pedir un taxi.

Pierce rodeó el Volvo y se fijó en que en la parte de atrás había dos cajas de cartón y otros objetos voluminosos tapados por mantas. Subió las escaleras que conducían al apartamento de Lilly. Al llegar allí vio que la puerta estaba entornada. Se inclinó por encima de la barandilla y miró al callejón, pero Robin estaba casi en Speedway, demasiado lejos para llamarla.

Se volvió de nuevo y pegó la cabeza a la jamba, pero no oyó nada. Empujó la puerta con un dedo y se quedó en el porche cuando ésta giró hacia adentro. A medida que se abría fue viendo una sala de estar con pocos muebles y una escalera que subía por la pared del fondo hasta un loft. Debajo del loft había una pequeña cocina con una ventanilla de servir que comunicaba con la sala. A través de la ventanilla Pierce vio el torso de un hombre, que estaba poniendo botellas de licor en una caja situada sobre la barra.

Pierce se asomó y miró al interior del apartamento sin llegar a entrar en él. Vio tres cajas de cartón en el suelo de la sala, pero no parecía haber nadie más en el apartamento salvo el hombre de la cocina. Daba la sensación de que éste estaba vaciando la casa y llevándose las cosas en cajas.

Pierce golpeó la puerta y llamó:

– ¿Lilly?

El hombre de la cocina se sobresaltó y casi se le cayó la botella de ginebra que sostenía. Entonces puso cuidadosamente la botella en la barra.

– Ya no está aquí-gritó desde la cocina-. Se ha mudado.

Pero se quedó en la cocina, inmóvil. Pierce pensó que el hombre actuaba de manera extraña, como si no quisiera que le vieran la cara.

– ¿Entonces quién es usted?

– Soy el casero y estoy ocupado. Tendrá que volver.

Pierce empezó a entenderlo. Entró en el apartamento y avanzó hacia la cocina. Cuando llegó al umbral vio a un individuo con una melena gris recogida en una cola de caballo. El hombre llevaba una camiseta blanca sucia y pantalones cortos blancos más sucios todavía. Estaba muy moreno.

– ¿Por qué he de volver si se ha mudado?

La pregunta sorprendió al hombre.

– Lo que quiero decir es que no puede entrar aquí. Ella se ha ido y yo estoy trabajando.

– ¿Cuál es su nombre?

– Mi nombre no importa. Haga el favor de marcharse.

– Usted es Wainwright, ¿no?

El hombre miró a Pierce con una expresión que era una respuesta afirmativa.

– ¿Quién es usted?

– Soy Pierce. He hablado con usted hoy. Yo fui el que le dijo que ella se había ido.

– Ah. Bueno, tiene razón, hace mucho que se ha ido.

– El dinero que le pagaba era por los dos sitios. Los cuatro mil. Eso no me lo dijo.

– No lo preguntó.

– ¿Es el dueño de este edificio, señor Wainwright?

– No voy a responder a sus preguntas, gracias.

– ¿O es de Billy Wentz y usted sólo lo administra para él?

De nuevo, el reconocimiento destelló en los ojos un instante antes de desaparecer.

– Muy bien, ahora márchese. Fuera de aquí.

Pierce negó con la cabeza.

– Todavía no voy a irme. Si quiere llamar a la policía, adelante. Veremos qué opinan de que se lleve sus cosas, aunque me ha dicho que ha pagado el mes. Tal vez también miremos debajo de las mantas en la parte de atrás del coche. Apuesto a que encontraríamos una televisión de plasma que estaba colgada en la pared de la casa que ella alquilaba en Altair. Probablemente ha estado antes allí, ¿no?

– Ella abandonó la casa -dijo Wainwright con irritación-. Debería haber visto la cocina.

– Estoy seguro de que estaba horrible. Tan horrible, supongo, que decidió vaciar la casa y quizá cobrar dos veces el alquiler, ¿eh? Los alquileres en Venice escasean. ¿Ya tiene otro inquilino preparado? A ver si lo adivino, ¿otra chica de L. A. Darlings?

– Mire, no trate de darme lecciones en mi trabajo.

– Ni lo sueño.

– ¿Qué quiere?

– Echar un vistazo. Mirar las cosas que se lleva.

– Entonces dese prisa, porque en cuanto termine me voy. Y cerraré la puerta con llave, tanto si está usted fuera como si no.

Pierce dio un paso hacia él, entrando en la cocina y posando la mirada en la caja que había sobre la barra. Estaba llena de botellas de licor y cristalería vieja, nada importante. Levantó una de las botellas marrones y vio que era whisky escocés de dieciséis años. Del bueno. Volvió a dejar la botella en la caja.

– Eh, despacio -protestó Wainwright.

– ¿Entonces, Billy sabe que está vaciando el apartamento?

– No conozco a ningún Billy.

– Así que tenía la casa de Altair y ésta. ¿De qué otras propiedades se ocupa?

Wainwright cruzó los brazos y se recostó en la barra.

No estaba colaborando y Pierce de repente sintió el impulso de coger una de las botellas de la caja y rompérsela en la cabeza.

– ¿Y las Marina Executive Towers? ¿Son suyas?

Wainwright buscó en uno de los bolsillos delanteros del pantalón y sacó un paquete de Camel. Extrajo un cigarrillo y volvió a guardarse el paquete. Se volvió hacia uno de los quemadores de gas de la cocina y encendió el cigarrillo en la llama, luego metió la mano en la caja y rebuscó entre la cristalería hasta que encontró lo que estaba buscando. Sacó la mano con un cenicero de cristal que puso encima de la barra y dejó el cigarrillo en él.

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