Irving Wallace - Fan Club
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Si se atreviera a contárselo a alguien, creerían que estaba loco.
Aquel escritor chiflado, Adam Malone, el sedicente experto en Sharon Fields, con su descabellado plan de llevársela y raptarla en la seguridad de que a ella no le importaría les había sacado a todos de quicio.
Ahora tuvo una incontrolable visión de la joven Gale Livingston sentada frente a él con las piernas levantados y separadas y sus suaves muslos, atormentándole con aquella franja de las bragas.
Su imaginación borró a Gale y la sustituyó por Sharon Fields, la actriz del cuerpo más hermoso y provocador de la tierra, sentada frente a él con las piernas levantadas y separadas y dejando al descubierto lo que había entre ellas.
La noche anterior, aquel tipo raro de Malone con sus fantasías había puesto por unos momentos a Sharon Fields al alcance de su vida.
Santo cielo, la de locos que andaban sueltos por la ciudad.
Pero la imagen de Sharon Fields siguió grabada en sus pensamientos.
– ¿Sería posible que alguna mujer resultara tan hermosa en persona como en la pantalla? Se preguntó cómo sería Fields en persona. ¿Sería posible que resultara tan fabulosa como en las películas o las fotografías para las que posaba? Lo dudaba. Jamás sucedía tal cosa.
Y, sin embargo, no sería tan famosa y venerada si no poseyera algo auténtico.
– ¿A qué hora empieza el estreno? -les preguntó a los niños.
Tim se miró el reloj de astronauta.
– Dentro de diez minutos -repuso.
Yost se puso en pie.
– Que os divirtáis pero que os vayáis después a la cama en seguida.
Se dirigió a la cocina.
Elinor estaba ordenando los platos de espaldas a él.
Yost se le acercó y la besó en la mejilla.
– Cariño, acabo de acordarme.
Tengo que salir una o dos horas.
No tardaré mucho.
– Pero si acabas de llegar.
¿A dónde vas ahora?
– Al despacho. Tengo que ir por unos papeles que he olvidado.
Tengo que prepararle un programa especial a un posible cliente de mañana. Podría ser un buen pellizco.
Elinor se irritó levemente.
– ¿Por qué no puedes ser como los demás hombres? Los hombres saben hacer otras cosas aparte de trabajar. ¿Es que no podemos disponer de un poco de tiempo para nosotros?
– Es un medio de ganarse la vida -repuso él-. Si pudiera lograr que me aceptaran algunos de estos programas, es posible que pudiéramos descansar un poco más.
No lo hago sólo por mí, ¿sabes?
– Lo sé, lo sé. Todo lo haces sólo por nosotros. Bueno, procura no estar fuera toda la noche.
– Voy al despacho y vuelvo en seguida -le prometió él.
Se dirigió al armario para descolgar la chaqueta.
– Si el tráfico de la autopista no fuera muy denso, podría llegar a Hollywood en cosa de veinte minutos.
Estaba seguro de que no llegaría demasiado tarde para poder verla en persona.
Aquel mismo martes, a las seis y media de la tarde, Leo Brunner todavía seguía trabajando el fondo del despacho particular de Frankie Ruffalo, situado encima del conocido "key club" de Ruffalo, El Traje de Cumpleaños del Sunset Strip de Hollywood Oeste.
El Traje de Cumpleaños, que ofrecía a sus socios almuerzos, cenas, cócteles y la diversión constante que procedía de una pequeña orquesta y varias danzarinas desnudas de cintura para arriba o de cintura para abajo, era una de las más lucidas cuentas de Leo Brunner y la preferida de éste sin ningún género de dudas.
Varios días antes de que tuviera lugar su visita mensual destinada a revisar las cuentas del libro mayor de Ruffalo, Brunner ya se solazaba pensando en aquella aburrida tarea.
Para ser un perito mercantil titulado, las operaciones de Leo Brunner eran más bien modestas y sus clientes eran de los de ingresos poco elevados.
En una oficina de dos estancias y una sola secretaria, en el tercer piso de un triste y sombrío edificio comercial de la zona menos elegante de la Avenida Occidental, Brunner llevaba a cabo la mayoría de su trabajo.
En su propio despacho, flanqueado por una máquina de escribir y una calculadora (tan importante para él como uno de sus miembros), Brunnner se encargaba de escribir: preparar y enviar por correo los resúmenes de los informes, las solicitudes de confirmación a los clientes o acreedores de sus clientes y las sugerencias o recomendaciones acerca de la mejora de los procedimientos de contaduría y archivo.
Lo que más le gustaba de su trabajo era salir de su despacho para visitar el despacho de un cliente y examinar los libros de éste en su propio terreno.
Pero ninguna de estas visitas te resultaba tan satisfactoria como la visita mensual que realizaba al atrevido club particular de Frankie Ruffalo.
Varias veces, cuando abandonaba el club y bajaba por la escalera que conducía a la salida posterior, Brunner se había detenido entre bastidores para presenciar brevemente la actuación de las chicas de Ruffalo.
A veces sólo bailaba una muchacha.
Otras veces había toda una hilera.
Las muchachas siempre eran jóvenes, bonitas y extremadamente bien formadas.
Aparecían desnudas de cintura para arriba y empezaban a girar y oscilar al ritmo de la música y, hacia la mitad de su actuación, se quitaban los pantaloncillos o faldas cortas y dejaban al descubierto las nalgas y la parte frontal.
Brunner jamás había tenido ocasión de observarlos de cerca tal como podían hacer los clientes -danzaban desde el escenario a lo largo de una pasarela elevada que se proyectaba directamente hacia el centro del local-, pero incluso desde lejos el espectáculo se le antojaba muy estimulante.
Esta noche, inclinado sobre el segundo escritorio de detrás del despacho particular más lujosamente amueblado de Ruffalo comprobando las cuentas del libro mayor, Leo Brunner que estaba más distraído que de costumbre y que le resultaba muy difícil concentrarse.
A través de la puerta cerrada del despacho le llegaba la música de abajo y el apagado murmullo de las conversaciones y las risas y la diversión y los aplausos.
Le estaba costando Dios y ayuda concentrarse en aquellos debes y haberes cuyos números no hacían más que confundirse y danzar ante sus ojos.
Esta noche, realizar el trabajo le había costado el doble de tiempo, pero, si se concentraba bien, lograría estar listo en veinte minutos.
Sin embargo, le costaba manejar los libros con su habitual eficiencia y, al final, se reclinó contra el respaldo del chirriante sillón giratorio y se preguntó por qué, se preguntó qué debía ocurrirle.
Se alisó los cuatro pelos canosos que le cubrían parcialmente la calva, se quitó las gafas metálicas para descansar un poco la vista y se concentró involuntariamente en sí mismo para examinar sus pensamientos.
Pensaba que aquella lentitud tal vez se debiera a la edad. Tenía cincuenta y dos años, llevaba treinta casado con la misma mujer y no tenía hijos.
Pero no podía ser cosa de la edad o de la falta de forma. Porque Brunner se dedicaba a un trabajo sedentario y siempre había vigilado su peso.
Medía metro setenta y tres y pesaba setenta y cinco kilos, lo cual estaba muy bien.
Llevaba muchos años practicando tres ejercicios matinales para mantenerse en forma.
Comía con regularidad saludables alimentos orgánicos y yogourt.
Dudaba que aquella lentitud se debiera a la edad o a la baja forma.
Había leído que muchos hombres de cincuenta y dos años eran unos grandes amantes muy codiciados por mujeres más jóvenes.
Reflexionando acerca de aquella situación, se le ocurrió una idea y comprendió inmediatamente lo que le estaba sucediendo. La causa de su falta de concentración había sido un sentimiento que acababa de descubrir.
Bueno, en realidad, dos sentimientos, uno de resentimiento y otro de autocompasión. Brunner era un hombre suave, un hombre tímido, un hombre tranquilo exento de envidia y celos. Jamás se había considerado una persona que pudiera mostrarse resentida contra alguien o algo.
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