John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– ¿Apelará?

– Dice que no.

– ¿Usted qué cree?

– Es un hombre de palabra.

– ¿Y qué dicen los demás?

– Bueno, aquí todos coinciden en que se rendirá, tal vez en el último momento, y le pedirá a alguien que apele y se quedará a disfrutar de sus diez años de apelaciones. Las últimas apuestas son de diez contra cincuenta a que acabará yendo a la silla. Yo también aposté algún dinero a esa opción. En cualquier caso, eso es lo que cree el representante del gobernador. De todos modos, la hora se acerca. Lo cual está muy bien.

– Por Dios, sargento.

– Ya. Últimamente también oigo hablar mucho de él.

– ¿Cómo van los preparativos?

– Bueno, la silla funciona bien; la probamos esta misma mañana. Lo freirá en un santiamén, no lo dude. Por cierto, lo trasladarán a una celda incomunicada veinticuatro horas antes. Él pedirá el menú que quiera, como manda la tradición. No le rapamos la cabeza ni llevamos a cabo ningún otro preliminar hasta un par de horas antes. Mientras tanto, procuramos que todo sea lo más normal posible. Los otros tipos del corredor se inquietan mucho; no les gusta ver que un compañero se rinde, ¿sabe? Cuando Ferguson salió en libertad, a muchos les sirvió de inspiración, les dio esperanzas. Ahora Sully los tiene cabreados y nerviosos. No sé lo que pasará.

– Veo que esto le afecta bastante.

– Sin duda. No obstante, a mí sólo me corresponde una parte del trabajito.

– ¿Sully ha hablado con alguien?

– No. Por eso lo llamo.

– ¿Qué pasa?

– Quiere verlo. En persona. Tan pronto sea posible.

– ¿A mí?

– Exacto. Supongo que quiere compartir con usted esta pesadilla. Lo ha puesto en su lista de testigos.

– ¿Y eso qué es?

– ¿Usted qué cree? Los invitados del estado y de Blair Sullivan a la fiesta de despedida.

– ¿Quiere que presencie la ejecución?

– Exacto.

– Pero… no sé si…

– ¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? Señor Cowart, comprenderá que no queda mucho tiempo. Estamos teniendo una bonita charla por teléfono, pero creo que debería estar llamando al aeropuerto para coger un avión que lo traiga aquí esta misma tarde.

– Está bien, está bien. Iré. Por el amor de Dios…

– Fue usted quien empezó esta historia, señor Cowart. Supongo que el viejo Sully sólo quiere que ahora escriba el último capítulo. No me sorprende, ¿sabe?

Cowart se limitó a colgar el auricular. Luego se asomó al despacho de Will Martin y le explicó brevemente aquella insólita cita.

– Ve -dijo el veterano periodista-. Márchate ahora mismo. Será una gran noticia. Venga, mueve el culo.

Cowart habló brevemente con el director adjunto, antes de correr a su apartamento para coger su cepillo de dientes y una muda de ropa. Tomó el primer vuelo de la tarde.

Era entrada la tarde, gris y lluviosa, cuando llegó a la prisión, conduciendo un coche de alquiler a toda velocidad. El compás del limpiaparabrisas le había hecho pisar el acelerador. El sargento Rogers lo esperaba en las oficinas de administración. Se dieron la mano como viejos compañeros de equipo.

– Ha hecho una buena marca -dijo el sargento.

– He conducido pensando en lo que significa cada minuto, cada segundo de vida.

– Ya -asintió Rogers-. No hay nada como tener marcados el día y la hora de la muerte para dar importancia a los pequeños momentos.

– Es aterrador.

– Lo es. Como le dije, señor Cowart, el corredor de la muerte te da una perspectiva diferente de la vida.

– No he visto manifestantes ahí fuera.

– De momento no han aparecido. Hay que odiar de verdad la pena de muerte para querer empaparse bajo la lluvia por el viejo Sully. Espero que lleguen dentro de un par de días. Se supone que el tiempo mejorará esta noche.

– ¿Alguien más ha venido a verlo?

– Hay abogados blandiendo apelaciones ya redactadas… pero él sólo lo ha citado a usted. También han venido algunos detectives; esos dos de Pachoula estuvieron aquí ayer, pero no quiso hablar con ellos. También vinieron un par de agentes del FBI y unos tipos de Orlando y Gainesville. Pretendían aclarar un puñado de asesinatos aún sin resolver, pero Sully tampoco los recibió. Sólo quiere verle a usted. A lo mejor se lo cuenta todo; si lo hiciera, ayudaría a más de uno. Eso es lo que hizo el viejo Ted Bundy antes de sentarse en la silla. Aclaró un montón de misterios que atormentaban a algunas personas. No sé si le sirvió de mucho cuando se fue al otro barrio, pero ¿quién sabe?

– Vamos.

– De acuerdo.

Rogers examinó por encima la libreta y el maletín de Matthew Cowart antes de conducirlo por puertas y detectores de metales hasta las entrañas de la prisión.

Sullivan esperaba en su celda. El sargento colocó una silla fuera e indicó a Cowart que tomara asiento.

– Necesito intimidad -masculló Sullivan.

Estaba más pálido. Su pelo peinado hacia atrás brillaba a la luz de la única bombilla. Sullivan se movía nerviosamente en la celda de pared a pared, retorciéndose las manos y con los hombros encorvados.

– Necesito mi intimidad -repitió.

– Sully, sabe que no hay nadie en la celda de la izquierda ni en la de la derecha. Ya puede hablar -dijo Rogers con paciencia.

El condenado sonrió torcidamente.

– Hacen que parezca una tumba -dijo a Cowart cuando el sargento se alejaba-. Han hecho que todo esté quieto y silencioso, para que empiece a acostumbrarme a vivir en un ataúd.

Se acercó a los barrotes y los sacudió una vez.

– Como en un ataúd -dijo-. Encerrado para siempre.

Sullivan soltó una resonante carcajada que fue desintegrándose hasta quedar en un mero resuello.

– Parece haber prosperado, Cowart.

– Las cosas van bien. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Ya. A eso vamos. Pero antes dígame, ¿ha tenido noticias de nuestro Bobby Earl?

– Cuando gané el premio llamó para felicitarme. Pero lo que se dice hablar, no hablamos. Supongo que ha retomado sus estudios.

– ¿Seguro? La verdad, no me pareció un tipo demasiado aplicado. Pero tal vez la universidad tiene algún atractivo especial para el viejo Bobby Earl. Algún atractivo muy especial.

– ¿Qué insinúa?

– Nada, nada. Nada que usted no deba recordar de aquí a un tiempo. -Sacudió la cabeza y dejó que se le estremeciera el cuerpo-. ¿Hace un día frío, Cowart?

A Cowart el sudor le resbalaba por la espalda.

– No. Hace calor.

Sullivan sonrió.

– Nunca sé si hace frío o calor; si es de día o de noche. A veces pienso como si fuera un niño; supongo que es parte de la agonía. Uno retrocede en el tiempo por naturaleza.

Se puso en pie y fue hasta la pequeña pica que había en un rincón de la celda. Abrió el grifo y se inclinó para beber largos tragos.

– Y siempre tengo sed. La boca se me seca continuamente, como si alguien me estuviera absorbiendo todo el líquido. -Cowart no respondió-. Por supuesto, imagino que la primera descarga de dos mil quinientos voltios dará sed a todos los presentes.

El periodista sintió que se le secaba la garganta.

– ¿Va a apelar?

Sullivan torció el gesto.

– ¿Usted qué cree?

– Que no.

Sullivan lo miró fijamente.

– Cowart, debe saber que ahora me siento más vivo que nunca.

– ¿Para qué quería verme?

– Última voluntad y testamento. Última confesión. Las célebres últimas palabras. ¿Cómo suena eso?

– Como usted quiera.

Sullivan apretó el puño y golpeó la quietud de la celda.

– ¿Recuerda que le dije cuán lejos podía llegar? ¿Y lo insignificantes que eran estas paredes y estos barrotes? ¿Que no temo la muerte, que la recibiré con los brazos abiertos? Creo que en el infierno me espera un sitial privilegiado. Estoy convencido. Y usted va a ayudarme a ocuparlo.

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