– Me alegro.
– ¿Y quiere que le diga otra cosa? Pues que volveremos a hablar. Cuando se acerque la hora.
– ¿Le han dado ya una fecha?
– No. No entiendo por qué tarda tanto el gobernador.
– ¿En verdad quiere morir, Sullivan?
– Tengo planes, Cowart. Grandes planes. La muerte es sólo una pequeña parte de ellos. Volveré a llamar.
Sullivan colgó y Cowart reprimió un escalofrío. Pensó que era como hablar con un cadáver.
El 1 de abril, Matthew Cowart recibió el Premio Pulitzer por su destacada cobertura de las noticias locales.
En los viejos tiempos en que los teletipos repiqueteaban en un incesante torrente de palabras, los periodistas se congregaban ritualmente el día de la entrega de los premios, esperando a que los teletipos trajeran los nombres de los ganadores. La Associated Press y la United Press International solían competir por ver cuál de las dos lograba transmitir con más rapidez los nombres de los ganadores. Los viejos teletipos estaban equipados con campanillas que sonaban cuando llegaba una gran noticia, de manera que se producía un repique casi religioso cuando se daban los nombres de los ganadores. Tenía un halo de romanticismo observar cómo aquel aparato anunciaba los nombres laureados mientras redactores y periodistas despotricaban o aplaudían. Luego todo esto fue desplazado por la transmisión instantánea a través de líneas informáticas. Ahora los nombres aparecían en las ubicuas pantallas que salpicaban la moderna sala de redacción. Sin embargo, los aplausos y los gruñidos eran los mismos.
Aquella tarde, Cowart había asistido a un congreso sobre gestión de recursos hidráulicos. Cuando entró en la redacción, toda la plantilla se levantó para aplaudirlo.
Un fotógrafo le sacó una instantánea mientras le entregaban un vaso con champán y lo empujaban hacia un ordenador para que él mismo leyera las palabras que había en pantalla. Eran las felicitaciones del director ejecutivo y el redactor jefe. Will Maftin dijo:
– Yo ya lo sabía.
Recibió una avalancha de llamadas de enhorabuena. También lo llamó Roy Black, así como Ferguson, con quien habló sólo un momento. Y Tanny Brown telefoneó para decirle enigmáticamente: «Bueno, me alegra que alguien se haya beneficiado de todo esto.» Su ex mujer también llamó, llorosa de dicha: «Sabía que lo lograrías», dijo. De fondo, Cowart oyó el llanto de un bebé. Su hija chillaba de contenta cuando se puso al teléfono, sin entender del todo lo que había ocurrido aunque entusiasmada de todos modos. Lo entrevistaron en tres canales de televisión local y recibió la llamada de un agente literario, que le propuso que escribiese un libro. El productor que había comprado los derechos de la biografía de Ferguson también llamó.
– ¿Señor Cowart? Soy Jeffrey Maynard. Trabajo para la productora Instacom. Estamos deseando rodar una película basada en todo el trabajo que usted ha hecho. -Su voz sonaba nerviosa y entrecortada, como si cada segundo que pasara estuviera lleno de oportunidades desaprovechadas y dinero perdido.
Cowart respondió lentamente:
– Lo siento, señor Maynard, pero…
– No me falle, señor Cowart. ¿Qué tal si cojo un vuelo a Miami y hablamos? O, mejor aún, venga usted. Nosotros le pagamos el billete, claro.
– No creo que pueda…
– Déjeme decirle una cosa, señor Cowart: hemos hablado con casi todos los jerifaltes, y estamos muy interesados en adquirir los derechos mundiales de su historia. Hablamos de una considerable suma de dinero, y tal vez de la oportunidad que estaba esperando para dejar el periodismo.
– Yo no quiero dejar el periodismo.
– Pensaba que todos los periodistas querían dedicarse a otra cosa.
– Pues ya ve que no es así.
– Vale, pero me gustaría que nos viésemos.
– Lo pensaré, señor Maynard.
– ¿Me llamará?
– Por supuesto.
Cowart colgó sin ninguna intención de llamarlo. Regresó al entusiasmo que invadía la redacción, para beber champán de un vaso de plástico y disfrutar de las felicitaciones que recibía; el peso de las palmaditas en la espalda y las exclamaciones de júbilo anestesiaban la confusión y los interrogantes.
Pero aquella misma noche, de regreso a casa, se sintió solo.
Entró en su apartamento y pensó en Vernon Hawkins, su amigo detective, que había vivido en soledad con sus recuerdos y su tos perruna. Intentó imaginarse a su amigo felicitándolo, y se dijo que Hawkins habría sido el primero en llamarlo, el primero en descorchar una botella de champán de las caras. Pero la imagen no acudía a su mente. Sólo lograba recordar al agonizante detective acostado en una cama del hospital, farfullando en medio de aquella neblina de oxígeno y medicamentos:
– ¿Cuál es el décimo mandamiento de la calle, Matty?
Él había contestado:
– Por Dios, Vernon, no lo sé. Descansa un poco.
– El décimo mandamiento es: las cosas nunca son lo que parecen.
– Vernon, ¿qué coño significa eso?
– Significa que estoy perdiendo la cabeza. Llama a la enfermera, no a la vieja, a la tía buena. Dile que necesito una inyección; no importa de qué mientras me frote el culo un par de minutos antes de ponérmela.
Cowart recordó haber llamado a la joven enfermera y haber visto que Hawkins reía como un atolondrado mientras le ponían la inyección, hasta caer en un profundo sueño.
«He ganado, Vernon. Al final lo conseguí», le dijo mentalmente. Echó un vistazo al ejemplar de la primera edición que llevaba bajo el brazo. La fotografía y la crónica quedaban por encima del pliegue: «Galardonado con el Pulitzer el periodista que escribió sobre el corredor de la muerte.»
Se pasó casi toda la noche contemplando el techo, mientras la euforia jugueteaba con la duda, hasta que el entusiasmo del premio disipó todas sus preocupaciones y se quedó dormido, drogado con su dosis de éxito.
Dos semanas más tarde, mientras Matthew Cowart seguía en la cresta de la euforia, le llegó una segunda noticia: el gobernador había firmado la orden de ejecución de Blair Sullivan. Sería en la silla eléctrica la medianoche del séptimo día a contar desde el siguiente a la notificación.
Se barajó la posibilidad de que Sullivan evitara la silla si presentaba un recurso de amparo; de hecho, el gobernador mismo lo reconoció al firmar la orden. Pero no hubo ninguna reacción por parte del preso.
Pasó un día. Luego dos, tres y cuatro. Justo cuando Cowart se sentaba a su mesa de trabajo la mañana del quinto día desde la rúbrica de la orden de ejecución, sonó el teléfono.
Era el sargento Rogers, desde prisión.
– ¿Cowart? ¿Es usted, amigo?
– Sí, sargento. Esperaba su llamada.
– Bueno, se acerca el día, ¿no? -Era una pregunta que no requería respuesta.
– ¿Cómo está Sullivan?
– Amigo, ¿alguna vez ha ido a las vitrinas de los reptiles en el zoo? ¿Ha contemplado las serpientes? No se mueven demasiado, sólo los ojos, que lo captan todo. Pues así está Sully. Se supone que debemos vigilarlo, pero es él el que nos observa como a la espera de algo. Ésta no es como las anteriores ejecuciones que he visto.
– ¿Qué suele ocurrir?
– En general, el lugar se convierte en un hervidero de abogados, sacerdotes y manifestantes. Todo el mundo está comunicado, acuden corriendo a diferentes jueces y tribunales, se encuentran con fulano y mengano y hablan sobre esto y lo otro. Luego está el factor tiempo. Y otra cosa: cuando el estado se dispone a ajusticiar a alguien, el condenado nunca pasa por el trance en completa soledad. La familia, las almas caritativas y otras personas le hablan sobre Dios y justicia y demás, hasta que al pobre le estallan los oídos. Eso es lo normal. Pero esto no es normal. A Sully nadie viene a verlo. Está solo. Yo aún espero que estalle, tan ensimismado se le ve.
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