John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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Una multitud de periodistas sudorosos esperaba a Ferguson a las puertas de la prisión. A ellos se sumaban grupos contrarios a la pena de muerte, algunos portando pancartas de agradecimiento por su puesta en libertad y cantaban: «No a la silla, sí a la vida.» Cuando Ferguson traspuso la puerta, prorrumpieron en vítores y aplausos. El recién liberado echó un vistazo al resplandeciente cielo y luego se detuvo, flanqueado por su desgarbado abogado y su abuela frágil y canosa. La anciana fulminó con la mirada a los periodistas y cámaras que se abalanzaban sobre ellos, aferrándose con los dos brazos al codo de su nieto. Encaramado en una escalerilla a fin de abarcar toda aquella multitud, Ferguson dio un breve discurso sobre que su caso dejaba claro qué aspectos del sistema fallaban y cuáles no. También dijo alegrarse de recuperar la libertad y que no guardaba rencor a nadie, lo cual nadie creyó, y que lo primero que haría sería darse un banquete con comida de verdad: pollo frito con verdura y, de postre, helado con doble ración de chocolate. Acabó diciendo:

– Quiero dar las gracias al Señor por mostrarme el camino, a mi abogado, al Miami Journal y al señor Cowart, porque él me escuchó cuando parecía que nadie quería hacerlo. De no haber sido por él, hoy no estaría aquí.

Cowart dudaba que los agradecimientos fueran a salir en las noticias de la noche o en los periódicos. En cualquier caso, sonrió.

Los periodistas empezaron a disparar preguntas bajo aquel calor abrasador.

– ¿Piensa regresar a Pachoula?

– Sí. Ese es mi verdadero hogar.

– ¿Qué planes tiene?

– Quiero acabar la universidad. Quizá me licencie en derecho o me especialice en criminología. Ahora tengo sólidos conocimientos sobre derecho penal.

Hubo risas.

– ¿Qué le ha parecido el juicio?

– ¿Qué puedo decir? Al parecer quieren volver a procesarme, pero no sé cómo van a lograrlo. Creo que me absolverán. Sólo quiero seguir con mi vida, desaparecer del punto de mira y recuperar el anonimato. No es que no los aprecie, señores, sino que…

Más risas. Los periodistas parecían engullir a aquel hombre menudo que a cada pregunta giraba la cabeza para mirar a quien la formulaba. Cowart se fijó en lo cómodo que Ferguson parecía en aquella improvisada rueda de prensa, desenvolviéndose con soltura y buen humor; era evidente que se divertía.

– ¿Por qué cree usted que quieren procesarlo otra vez?

– Para guardar las apariencias. Supongo que para no reconocer que iban a ejecutar a un hombre inocente; a un negro inocente. Hubieran preferido aferrarse a una mentira antes que afrontar la realidad.

– ¡Así se habla, hermano! -gritaron en el grupo de manifestantes-. ¡Bien dicho!

Otro periodista había explicado a Cowart que esas mismas personas se movilizaban siempre que había una ejecución: pasaban la noche a la luz de las velas y cantaban Venceremos y Ser é libre hasta el momento en que el alcaide salía para anunciar que la sentencia del tribunal se había cumplido. También solía acudir un grupo partidario de la silla eléctrica: tipos rudos ataviados con vaqueros, camiseta y botas tejanas, que ondeaban la bandera norteamericana, abucheaban, gritaban y se enzarzaban a empujones en ocasionales trifulcas con los contrarios a la pena de muerte. Pero ese día no se habían presentado.

Normalmente, la prensa ignoraba a ambos grupos en la medida de lo posible.

– ¿Y qué me dice de Blair Sullivan? -preguntó un periodista de la televisión, tendiendo bruscamente el micrófono hacia Ferguson.

– ¿Sullivan? Creo que es un individuo peligroso y retorcido.

– ¿Lo odia?

– No. El buen Señor me ha enseñado a poner la otra mejilla, aunque a veces es difícil.

– ¿Cree que confesará y le ahorrará a usted el juicio?

– No. Seguramente planea confesarse sólo ante el Señor.

– ¿Ha hablado con él sobre el asesinato?

– No, señor.

– ¿Qué opina de esos detectives?

Ferguson titubeó.

– Sin comentarios -sonrió-. Mi abogado me aconsejó que, si no podía decir algo bueno o imparcial, contestara «sin comentarios», así que ahí queda eso.

Se oyeron risas.

Ferguson ensanchó la sonrisa. Se produjo un instante de confusión cuando los cámaras se dispusieron para sacar una última toma y los técnicos de sonido forcejearon con micrófonos y grabadoras. Los fotógrafos de prensa brincaban y zigzagueaban en torno a Ferguson y sus cámaras zumbaban como insectos. Ferguson alzó la mano, haciendo la señal de la victoria. Luego fue conducido al asiento de atrás de un coche, desde cuya ventanilla cerrada saludó con la mano a los reporteros que le hacían las últimas fotografías. A continuación, el coche arrancó y se alejó por la carretera de acceso; los neumáticos levantaron pequeñas nubes de polvo sobre el pegajoso pavimento negro. Pasó volando junto a una acalorada fila de presos que marchaban a paso lento, con los brazos negros relucientes de sudor; se disponían a hacer la pausa de mediodía, y el sol se reflejaba en los picos y palas que cargaban al hombro. Aquellos hombres entonaban una canción de trabajo y Cowart, aunque no logró captar la letra, se sintió embargado por sus compases.

Al mes siguiente llevó a su hija a Disney World. Se alojaron en uno de los pisos superiores del Hotel Contemporary, con vistas al parque de atracciones. Becky se había convertido en toda una experta en aquel terreno y cada día planificaba el asalto a las atracciones con el entusiasmo de un general deseoso de enfrentarse a un enemigo alicaído. Cowart disfrutaba dejándola llevar las riendas. Si quería subirse a la Montaña del Espacio o al Caballo Loco del Señor Sapo cuatro o cinco veces seguidas, no había ningún problema. Cuando tenía hambre, él no le hacía comentarios adultos sobre nutrición, sino que le permitía tomar una vertiginosa variedad de perritos calientes, patatas fritas y algodones de azúcar.

Hacía demasiado calor como para guardar cola toda la tarde, así que pasaban horas en la piscina del hotel, buceando y chapoteando. Él la arrojaba una y otra vez al agua, dejaba que se le subiera a la espalda y que pasara buceando entre sus piernas. Luego, con el poco de fresco que corría tras la puesta de sol, se vestían y regresaban al parque para ver los fuegos de artificio y los espectáculos de luz.

Cada noche Cowart acababa llevándola en brazos, exhausta y profundamente dormida, al monorraíl del hotel y la subía a la habitación para acostarla en la cama y escuchar su respiración pausada y regular, aquel sonido infantil que disipaba cualquier preocupación y le transmitía una gran paz.

En todo el tiempo que pasaron allí sólo tuvo una pesadilla: una repentina visión en que Ferguson y Sullivan lo obligaban a subirse a una montaña rusa y le arrebataban a su hija.

Cowart despertó jadeando y oyó que Becky decía:

– ¿Papi?

– Estoy bien, cielo. No pasa nada.

La niña suspiró y volvió a quedarse dormida.

Él notó las sábanas empapadas de sudor.

La semana había transcurrido presidida por una impaciencia juvenil, inmersos padre e hija en una frenética actividad. Cuando llegó la hora de llevarla a casa, lo hizo sin prisas, parando primero en el Mundo Acuático para deslizarse por los toboganes y desviándose luego de la autopista para comprar unas hamburguesas. Se detuvo una vez más para tomar helado y una cuarta y última vez para entrar en una tienda de juguetes y comprar otro regalo. Para cuando llegaron al lujoso barrio residencial de Tampa donde vivían su ex esposa y su actual marido, iba casi al ralentí, sin ninguna gana de separarse de su hija, que rezumaba entusiasmo mientras le enseñaba sin parar las casas de sus amigas.

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