John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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Delante de la casa de su ex mujer había una rotonda circular. Un anciano negro empujaba un cortacésped sobre la hierba verde. Su vieja camioneta, de un rojo descolorido tirando a marrón óxido, estaba aparcada en la calle, y Cowart leyó «Servicios de Jardinería Ned» pintado a mano en el lateral. El anciano se detuvo para enjugarse la frente y saludar con la mano a Becky, que le devolvió el saludo con jovialidad. El anciano volvió a encorvarse, concentrado en la tarea de cortar la hierba uniformemente. Tenía la camisa empapada en sudor.

Cowart echó un vistazo a la puerta principal: madera noble de doble grosor. La casa era un chalet que se elevaba sobre una pequeña colina. A la entrada había una hilera de plantas, podadas con la meticulosidad de quien aplica maquillaje a un rostro, y más allá una piscina vallada. Becky se apeó, echó a correr dando saltitos y entró en la casa como una exhalación.

Él se quedó en pie esperando, hasta que Sandy apareció.

Le quedaba poco de embarazo y se movía lentamente entre el calor y el malestar. Rodeaba a su hija con el brazo.

– Veo que todo ha salido estupendamente.

– Hemos hecho de todo.

– Me alegro. ¿Estás cansado?

– Un poco.

– ¿Y lo demás? ¿Cómo va todo?

– Bien.

– ¿Sabes? Aún me preocupas.

– Gracias, pero estoy bien. No tienes que preocuparte.

– Me gustaría hablar contigo. ¿Quieres pasar? ¿Tomar un café? ¿Algo frío? -Sonrió-. Me gustaría saberlo todo. Hay mucho que hablar.

– Becky puede ponerte al corriente.

– No me refiero a eso -dijo Sandy.

Cowart negó con la cabeza.

– Tengo que volver. Es tarde.

– Tom estará de regreso en media hora. Tiene ganas de verte. Cree que has hecho un buen trabajo con esos artículos.

Cowart siguió negando con la cabeza.

– Dale las gracias de mi parte. Pero todavía me queda un buen trecho, en serio. Cuando llegue a Miami será casi medianoche.

– Espero… -empezó Sandy, pero se interrumpió y dijo-: Vale. Ya hablaremos.

Cowart asintió.

– Dame un abrazo, cielo. -Se arrodilló y dio un fuerte abrazo a su hija. Por un momento sintió una corriente de energía, de infinita alegría. Luego ella se apartó.

– Adiós, papi -dijo. Su voz hizo un pequeño quiebro.

Cowart le pellizcó la mejilla y dijo:

– No le digas a tu madre lo que has comido estos días… -Bajó la voz para decirle un secreto al oído-. Y no le digas nada de los regalos; podría ponerse celosa.

Becky sonrió y asintió con la cabeza.

Antes de ponerse al volante, Cowart se volvió y se despidió de las dos con fingida alegría. Pensó; «El perfecto padre divorciado. Te sabes todos los movimientos al dedillo.»

La rabia que sentía hacia sí mismo tardó horas en disiparse.

En el periódico, Will Martin intentaba en vano interesarlo en algunas cruzadas editoriales, pero Cowart se pasaba el día soñando despierto, anticipando el inminente juicio de Ferguson, que le parecía que no iba a llegar nunca. Cuando el implacable verano de Florida empezó a dar paso al otoño sin que se produjeran cambios en la temperatura, decidió regresar a Pachoula y escribir un artículo sobre la reacción de la ciudadanía ante la puesta en libertad de Ferguson.

Desde la habitación del motel telefoneó a Tanny Brown.

– ¿Teniente? Soy Matthew Cowart. Sólo quería ahorrarle trabajo a sus confidentes. Estaré un par de días en la ciudad.

– ¿Se puede saber para qué?

– Sólo para poner al día el caso Ferguson. ¿Todavía piensa interponer una acción judicial?

El detective rió.

– Eso lo decidirá el fiscal del estado, no yo.

– Ya, pero él toma la decisión basándose en la información que usted le facilita. ¿Ha descubierto algo nuevo?

– ¿Espera que se lo diga?

– Mi trabajo consiste en preguntar.

– Bueno, en vista de que Roy Black se lo dirá… no, nada nuevo.

– ¿Y qué hay de Ferguson? ¿Qué ha hecho todo este tiempo?

– ¿Por qué no se lo pregunta a él?

– Pienso hacerlo.

– Bueno, pues vaya a su casa y luego vuelva a llamarme.

Cowart colgó con la impresión de que el detective se burlaba de él. Pasó en coche entre los pinos y las sombras del camino de tierra que conducía a casa de la abuela de Ferguson, para detenerse entre las gallinas y sobre la tierra reseca. Nada daba señales de actividad, así que subió los peldaños y llamó a la puerta. Al cabo de un rato, oyó un arrastrar de pies y la puerta se abrió unos centímetros.

– ¿Señora Ferguson? Soy Matthew Cowart, del Journal.

La puerta se abrió un poco más.

– ¿Qué quiere ahora?

– ¿Dónde está Bobby Earl? Quiero hablar con él.

– Volvió al Norte.

– ¿Qué?

– Volvió a aquella facultad de Nueva Jersey.

– ¿Cuándo se fue?

– La semana pasada. Aquí ya no le quedaba nada, periodista blanco. Y usted lo sabe tan bien como yo.

– ¿Y qué pasa con el juicio?

– No le preocupa demasiado.

– ¿Tiene un número para telefonearle?

– Dijo que escribiría en cuanto se instalase, pero todavía no lo ha hecho.

– ¿Ocurrió algo en Pachoula antes de que él se marchara?

– No que yo sepa. ¿Tiene más preguntas, señor periodista?

– No.

Cowart bajó del porche y se quedó contemplando la casa un momento.

Aquella misma tarde llamó a Roy Black.

– ¿Dónde está Ferguson? -inquirió.

– En Nueva Jersey. Tengo su dirección y su número de teléfono.

– Pero ¿cómo pudo salir del estado? ¿Qué pasa con el juicio, con su fianza?

– El juez le dio autorización. Le aconsejé que siguiera adelante con su vida, y él decidió ir al Norte para finalizar sus estudios. ¿Qué tiene eso de raro? El estado tiene que aportar material nuevo sobre la investigación, y de momento no nos han enviado nada. No sé qué van a hacer, pero no creo que mucho.

– ¿Cree que tirarán la toalla?

– Tal vez. Pregúnteselo a los detectives.

– Lo haré.

– Señor Cowart, a los fiscales no les entusiasma la idea de presentarse a un juicio donde los humillarán por ineptos. Los funcionarios electos procuran evitar el escarnio público, ¿sabe? Les resultará más rentable dejar pasar el tiempo, hasta que la gente olvide. Entonces retirarán la acusación, culpando del fracaso al juez por haber desechado esa confesión. Éste dirá que fue culpa del estado. Y al final todo recaerá, principalmente, sobre esos dos polis. Así de sencillo. Fin de la historia. Pero eso no le sorprende, ¿no? Usted ya conoce los entresijos del sistema judicial, ¿no?

– ¿Del corredor de la muerte a borrón y cuenta nueva?

– Exacto. Cosas que pasan. No con demasiada frecuencia, pero pasan.

– ¿Y Ferguson quiere rehacer su vida después de un paréntesis de tres años?

– Ha vuelto a acertar. Todo vuelve a la normalidad, con una salvedad.

– ¿Cuál?

– La niña sigue muerta.

Cowart llamó a Brown.

– Ferguson ha regresado a Nueva Jersey. ¿Lo sabía usted?

– No era ningún secreto. El periódico local publicó un artículo sobre su marcha. Decía que quería reemprender los estudios; declaró al periódico que, dadas las circunstancias, nunca encontraría un trabajo en Pachoula. Eso no lo sé. Tampoco sé si lo intentó siquiera. En cualquier caso, se fue. Yo diría que quería marcharse por miedo a que alguien le hiciera algo.

– ¿Como quién?

– No lo sé. Algunas personas se llevaron un disgusto cuando Ferguson quedó en libertad. Claro que otros no. Esto es un pueblo, ¿sabe? La gente se dividió, la mayoría estaban confundidos.

– ¿Quién se llevó un disgusto?

Brown hizo una pausa antes de contestar:

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