John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– Quinta Enmienda de la Constitución.

– Sí, señor.

– ¿Cuántas veces lo repitió?

– No lo sé. Al menos una docena.

– ¿Y lo decía con un tono normal?

Brown cambió de postura, mostrándose incómodo por primera vez. Cowart lo observó y vio que se debatía en su fuero interno.

– No, señor. No hablaba con tono normal.

– Entonces díganos cómo, teniente.

El detective frunció el entrecejo.

– Canturreaba. Primero en una especie de tono cantarín, como un niño; después, cuando nos íbamos, a grito pelado.

– ¿Canturreaba?

– Así es -respondió Brown-. Y se reía.

– Gracias, teniente.

Brown bajó del estrado con los puños apretados y toda la sala vio que estaba furioso. No obstante, la imagen que quedó flotando en la tensa atmósfera de la sala fue la del asesino en su celda, entonando su negativa a cooperar como un ruiseñor enjaulado.

El ayudante del forense hizo una breve declaración que corroboró los detalles del cuchillo ya mencionados por Brown. Luego le llegó el turno a Ferguson. A Cowart le llamó la atención la confianza con que el reo cruzó la sala, tomó asiento y se encorvó ligeramente, como al acecho. Ferguson hablaba en voz baja, y respondía firme pero a la vez quedamente, como intentando pasar inadvertido en el estrado. Se expresaba de manera correcta y pausada.

«Bien ensayado», pensó Cowart.

Recordó la descripción de Ferguson en el juicio condenatorio, moviendo los ojos nerviosamente como en busca de un lugar donde ocultarse de los hechos relatados por los testigos. Esta vez era distinto. Garrapateó una nota en su libreta para no olvidar señalar esa diferencia.

Prestó atención a la pericia con que Black conducía a Ferguson por el crucial capítulo de la confesión forzada. Ferguson relató la paliza que había recibido y la amenaza con pistola. Luego pasó a describir su encierro en la celda del corredor de la muerte y la posterior llegada de Blair Sullivan a la contigua.

– ¿Y qué le dijo el señor Sullivan?

– Protesto, señoría. Infundada. -La voz del fiscal era firme y petulante-. Sólo puede referir lo que él mismo dijo o hizo.

– Se acepta.

– Muy bien -respondió Black con soltura-. ¿Mantuvo usted una conversación con el señor Sullivan?

– Sí.

– ¿Y cuál fue el resultado?

– Me enfurecí e intenté golpearlo. Luego nos trasladaron a diferentes secciones de la prisión.

– ¿Qué acción emprendió con motivo de aquella conversación?

– Escribí al señor Cowart, del Miami Journal.

– ¿Y qué fue lo último que le dijo?

– Le dije que Blair Sullivan había matado a Joanie Shriver.

– ¡Protesto!

– ¿Qué alega? -El juez alzó la mano-. Prosiga, abogado. Para eso estamos aquí. -Hizo a la defensa un gesto afirmativo con la cabeza.

Por un instante, Black se quedó con la boca entreabierta, como tanteando las corrientes de viento de la sala; de hecho, casi como si pudiera intuir u oler cómo le iban a ir las cosas.

– No tengo más preguntas por el momento.

El joven fiscal hizo uso de su turno, claramente contrariado.

– ¿Qué pruebas tiene usted para demostrar que esta historia es cierta?

– Ninguna. Sólo sé que el señor Cowart habló con el señor Sullivan y que luego fue y descubrió el cuchillo.

– ¿Espera usted que este tribunal crea que un hombre confesó la autoría de un crimen en una celda de prisión?

– Ha ocurrido en otras ocasiones.

– No me vale esa respuesta.

– A mí sí.

El fiscal lo fulminó con la mirada.

– Así pues, cuando usted confesó haber matado a Joanie Shriver, ¿también decía la verdad?

– No.

– Pero usted estaba bajo juramento, ¿no es así?

– Sí.

– Y sabía que le esperaba la pena de muerte si se probaba que usted había cometido ese crimen, ¿verdad?

– Sí.

– Y entonces, con la intención de salvar el pellejo, mintió. Contradictorio, ¿no cree?

La pregunta quedó flotando en el aire y Ferguson echó una mirada rápida a Black, que le respondió con una leve sonrisa de complicidad y asintiendo casi imperceptiblemente con la cabeza.

«Sabían que esto iba a ocurrir», pensó Cowart.

Ferguson respiró hondo.

– Y ahora estaría dispuesto a mentir para salvar la vida, ¿verdad, señor Ferguson? -volvió a preguntar el fiscal son firmeza.

– Sí -contestó Ferguson-, lo haría.

– Gracias -dijo Boylan, recogiendo una pila de documentos.

– Pero ahora no estoy mintiendo -añadió Ferguson cuando el fiscal se volvía hacia su asiento, obligándolo a detenerse con torpeza.

– ¿Ahora no está mintiendo?

– No, señor.

– ¿Aun cuando su vida depende de ello?

– Mi vida depende de la verdad, señor Boylan.

Pareció que el fiscal iba a abalanzarse sobre Ferguson, pero se contuvo en el último momento.

– En efecto -dijo con sarcasmo-. No hay más preguntas.

Mientras Ferguson volvía a la mesa de la defensa hubo un silencio.

– ¿Algo más, señor Black? -inquirió el juez.

– Sí, señor. Un último testigo. La defensa llama al estrado al señor Norman Sims.

Un hombre más bien menudo de pelo color arena, con gafas y un traje poco favorecedor, cruzó la sala y tomó asiento en el banquillo de los testigos.

– Señor Sims -preguntó Black-, ¿puede identificarse ante el tribunal, por favor?

– Me llamo Norman Sims. Soy ayudante de superintendencia en la prisión estatal de Starke.

– ¿Y cuáles son sus funciones?

El hombre titubeó.

– ¿Quiere que diga todo lo que hago allí?

Black negó con la cabeza.

– Perdone, señor Sims. Reformularé la pregunta: ¿su trabajo incluye revisar y censurar el correo que entra y sale del corredor de la muerte?

– No me gusta esa palabra…

– ¿Censurar?

– Sí. Yo me ocupo de inspeccionar el correo, señor. De vez en cuando tenemos razones para interceptar algo. Suele ser contrabando. Dejo que todo el mundo escriba lo que quiera.

– Pero en el caso del señor Blair Sullivan…

– Ése es un caso especial, señor.

– ¿Por qué?

– Escribe cartas obscenas a los familiares de sus víctimas.

– ¿Y qué hace usted con esas cartas?

– Bueno, intento ponerme en contacto con las personas a las que van dirigidas las cartas. Si lo logro, los pongo al corriente y les pregunto si quieren leerlas. Procuro hacerles saber lo que contienen. La mayoría no quiere ni verlas.

– Muy bien. Digno de admiración, incluso. ¿Sabe el señor Sullivan que usted le intercepta el correo?

– Lo desconozco. Es posible. Parece estar al tanto de todo lo que sucede en prisión.

– Dígame, ¿ha interceptado alguna carta en las últimas tres semanas?

– Sí, señor.

– ¿Y a quién iba dirigida esa carta?

– A un tal señor George Shriver de aquí, de Pachoula.

Black le enseñó una hoja con el brazo en alto.

– ¿Es ésta la carta?

El superintendente la observó atentamente.

– Sí, señor. En el margen superior lleva mis iniciales, y un sello. También puse una nota que hace referencia a la conversación que mantuve con los Shriver. Cuando les dije a grandes rasgos qué ponía la carta, no quisieron saber nada de ella, señor.

Black entregó la carta al secretario del tribunal, que la marcó como prueba, y luego se la devolvió. Se interrumpió cuando empezaba a formular una pregunta. Entonces volvió la espalda al juez y al testigo y se acercó a la balaustrada de la sala, donde los Shriver estaban sentados. Cowart lo oyó susurrar: «Voy a hacerle leer la carta en voz alta. Puede ser un golpe duro. Lo siento. Si desean irse, les guardaremos el sitio para cuando vuelvan.»

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