Dos motoristas habían protagonizado un tiroteo hacía dos días a raíz de un topetazo: se dispararon sin vacilar en plena hora punta, ambos armados con parecidas pistolas de 9 mm, de las caras. Ninguno de ellos había resultado herido, pero una bala perdida impactó en el pulmón de un adolescente que pasaba por allí y ahora se debatía entre la vida y la muerte en un hospital. Esto era lo habitual en Miami, a consecuencia del calor, de culturas enfrentadas y de una población que parecía considerar las armas parte esencial de su atuendo. Recordaba haber escrito un artículo casi idéntico unos seis años atrás, y haberlo repetido otra docena de veces, con tanta frecuencia que lo que en su día había sido primera plana se había convertido en seis párrafos de una página interior.
Pensó en su hija. «¿Para qué necesita saberlo? ¿Por qué necesitaría saber nada acerca del mal y los abominables impulsos de algunos hombres?»
No encontró respuesta para aquella pregunta.
Por la entrada de la sala serpenteaban gruesos cables de televisión negros. Varios cámaras se ocupaban de la puesta a punto en el pasillo, para obtener sus tomas de la única cámara que podría acceder a la vista. Una mezcla de periodistas de prensa y televisión daban vueltas en el pasillo; el personal de televisión iba vestido de manera ligeramente más elegante, mejor peinado y en apariencia más aseado que sus rivales de la prensa escrita, cuyo aspecto algo desaliñado les concedía cierta superioridad moral.
– ¡Menudo gentío! -dijo el fotógrafo que caminaba detrás de Cowart, jugueteando con la lente de su Leica-. Nadie quiere perderse la fiesta.
Hacía unas diez semanas que se habían publicado los artículos. La presentación de documentos y otras estratagemas habían aplazado la vista en dos ocasiones. Fuera del juzgado del condado de Escambia, el implacable sol de Florida abrasaba la tierra; pero en el interior de aquel moderno edificio hacía fresco. Las voces reverberaban con facilidad, de manera que la mayoría de la gente hablaba en susurros aunque no fuese necesario. Junto a las anchas puertas de la sala, un pequeño rótulo con letras doradas ponía: JUEZ HARLEY TRENCH. TRIBUNAL FEDERAL de Apelaciones.
– ¿Este es el que le dijo al muchacho que debía morir como una alimaña? -preguntó el fotógrafo.
– Exacto.
– No creo que le haga gracia ver todo este circo. -Señaló con su Leica la multitud de cámaras y periodistas.
– Te equivocas. Es año de elecciones, así que le encantará la publicidad.
– Pero sólo si hace lo correcto.
– Lo que el pueblo espera que haga.
– Que dudo sea lo mismo.
Cowart asintió.
– Ya. Pero nunca se sabe. Apuesto a que ahora está a puerta cerrada en su despacho, llamando por teléfono a los políticos de cada localidad hasta la frontera con Alabama, para saber qué hacer.
El fotógrafo rió.
– Y es muy posible que ellos estén llamando a los representantes de cada distrito para saber qué contestarle. ¿Tú qué crees, Matty? ¿Lo pondrá en libertad o no?
– Ni idea.
Cowart echó un vistazo al pasillo y vio a un grupo de jóvenes alrededor de un anciano bajito con traje.
– Sácales una foto -pidió-. Son del colectivo contra la pena de muerte, están aquí para armar un poco de escándalo.
– ¿Y dónde está el Klan?
– Seguramente por ahí. Ya no están tan organizados. Puede que lleguen tarde, o a lo mejor han acudido al sitio equivocado.
– O tal vez erraron el día. Es posible que hayan estado aquí ayer y luego se fueran hartos y confundidos.
Los dos hombres rieron.
– Esto va a ser un zoológico -dijo Cowart.
– Sí. Y ahí están los leones, esperando la carnada.
Hizo un gesto y Cowart vio que Tanny Brown y Bruce Wilcox se arrimaban a una pared, procurando no cruzarse en el camino de los cámaras. Vaciló y a continuación dijo:
– Bueno, veamos qué pasa en la leonera. -Y caminó con decisión hacia los detectives.
Wilcox se dio la vuelta, pero Tanny Brown se apartó de la pared y lo saludó con la cabeza.
– Bueno, señor Cowart. Ha armado un buen alboroto.
– Cosas que pasan, teniente.
– ¿Satisfecho?
– Sólo cumplo con mi obligación. Igual que usted y Wilcox.
Brown miró al fotógrafo.
– ¡Eh, usted! La próxima vez intente sacarme del lado bueno. Me hace parecer diez años más joven y a mis hijas eso les encanta. Creen que me estoy volviendo demasiado viejo para esto. Además, tampoco hay que ensañarse, ¿no? -Sonrió y se giró ligeramente, posando para el fotógrafo-. ¿Lo ve? Mucho mejor que esa foto que me robó con el entrecejo fruncido.
– Lo siento.
El policía sonrió.
– ¿Cómo es que no me devolvió las llamadas? -preguntó Cowart.
– No tenemos nada de qué hablar.
Cowart negó con la cabeza.
– ¿Y qué pasa con Sullivan?
– Él no lo hizo -contestó Brown.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– No lo estoy, al menos de momento. Pero lo intuyo. Eso es todo.
– Pues se equivoca -dijo Cowart en voz baja-. Móvil, oportunidad, una consabida predilección. Usted conoce a ese hombre. ¿Acaso no logra imaginárselo cometiendo el crimen? ¿Y qué me dice del cuchillo que encontramos?
El teniente volvió a encogerse de hombros.
– Claro que lo imagino haciéndolo. Pero eso no significa una mierda.
– ¿De nuevo su intuición, teniente?
Brown soltó una carcajada antes de replicar.
– No voy a seguir hablándole sobre las cuestiones fundamentales del caso. -Adoptó la estudiada entonación de quien ha testificado cientos de veces ante docenas de jueces-. Ya veremos qué pasa ahí dentro. -Señaló a la sala del tribunal-. Después ya hablaremos.
Wilcox, que miraba fijamente a su superior, interrumpió:
– Pero ¡qué dices! No puedo creerme que aún quieras hablar con este mamonazo después de la que ha montado. Nos ha hecho quedar como…
El teniente alzó la mano.
– No me lo digas. Estoy harto de oírlo. -Se volvió hacia Cowart-. Cuando el espectáculo haya terminado, póngase en contacto conmigo. Volveremos a hablar. Por cierto, sólo una cosa más…
– ¿Qué cosa?
– ¿Recuerda lo último que le dije?
– Por supuesto. Me dijo que me fuera al infierno.
Brown sonrió.
– Bueno -repuso en voz baja-, pues lo mantengo. -Hizo una pausa y luego añadió-: Ha picado como un pardillo, señor Cowart.
Wilcox soltó una risotada y dio una palmadita en la robusta espalda de su jefe. Su puño y su índice perfilaron una pistola, con la que apuntó a Cowart para luego dispararla lentamente.
– ¡Pum! -dijo.
Acto seguido, ambos detectives se dirigieron a la sala y dejaron a Cowart y al fotógrafo plantados en el pasillo.
Robert Earl Ferguson entró en la sala flanqueado por un par de guardias de uniforme gris; vestía un traje azul oscuro de raya diplomática y llevaba un bloc de notas. Cowart oyó que otro periodista murmuraba: «Parece a punto de ingresar en la escuela de derecho», y luego vio que Ferguson estrechaba la mano a Roy Black y su joven ayudante, lanzaba una desafiante mirada a Brown y Wilcox, lo saludaba a él con la cabeza y, finalmente, se daba la vuelta y esperaba la llegada del juez.
Al momento, toda la sala se puso en pie.
El honorable Harley Trench era un hombre rechoncho de pelo cano, con coronilla de monje. Concitó toda la atención mientras organizaba rápidamente los documentos que tenía en el estrado. Luego echó un vistazo a los abogados, al tiempo que sacaba unas gafas de montura metálica y se las ajustaba, lo que le confirió el aspecto de un cuervo gordo en lo alto de un cable.
– Está bien. ¿Quieren seguir adelante con esto? -dijo con rapidez, haciendo señas a Roy Black.
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