John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– Vaya, si es el señor Cowart, el mundialmente famoso periodista. ¿Cómo le va?

– Bien, señor Sullivan.

– Estupendo, estupendo ¿Qué le parece? ¿Nuestro Bobby Earl va a volar como un pajarillo en libertad? ¿Cree que ese dios de la buena suerte lo va a salvar de las garras del gato? ¿Cree que ahora la maquinaria de la justicia se va a poner de su parte? -Soltó una ronca carcajada.

– No lo sé. Su abogado ha pedido que se reabra el juicio en el tribunal que lo condenó…

– ¿Cree que eso funcionará?

– Ya veremos.

Sullivan carraspeó.

– Exacto, ya veremos.

Hubo un breve silencio. Al cabo Cowart preguntó:

– Y bien, ¿para qué me llama?

– Un momento -respondió Sullivan-. Estoy intentando encender un jodido cigarrillo. No es fácil… Tengo que dejar el auricular. -Sonó un golpe metálico y a continuación volvió a oírse su voz-. Ya está. ¿Me preguntaba usted…?

– Por el motivo de su llamada.

– Sólo quería que me contara cómo le sienta la fama.

– ¿A qué se refiere?

– Bueno, Cowart, hablan del caso por todas partes. Seguro que ha captado la atención de todo el mundo. Con sólo meter la mano en una sucia alcantarilla. Fácil, ¿no?

– Ya.

– Una manera muy sencilla de hacerse famoso, ¿eh?

– No se trataba de eso.

Sullivan soltó otra risotada.

– Supongo que no. Pero usted quedó bien respondiendo a todas esas preguntas en Nightline . Parecía muy seguro de sí mismo.

– Usted no quiso hablar con ellos.

– No. Me pareció mejor que hablasen usted y Bobby Earl. Por lo, visto, esos polis de Pachoula no querían hablar demasiado. Si no creen a Bobby Earl y tampoco a usted, menos me creerían a mí. -Rió por lo bajo-. ¡Pero usted es terco como una mula! Se empeña en mostrar lo que otros no quieren ver, ¿eh?

Cowart no respondió.

– ¿No es eso una pregunta, Cowart? ¿No le he hecho una pregunta? -susurró fríamente el condenado.

– Algunas personas no quieren ver nada.

– Bueno, deberíamos ayudarlos a quitarse la venda de los ojos, ¿no, señor periodista famoso? Conducirlos hacia el camino de la luz, ¿no cree?

– ¿De qué manera? -Cowart se inclinó sobre la mesa. Notaba que el sudor le corría por las axilas.

– Supongamos que ahora yo le dijera algo más. Algo muy interesante.

Cowart agarró un lápiz y un bloc para tomar notas.

– ¿Por ejemplo?

– Estoy pensando… No me presione.

– De acuerdo. Tómese su tiempo. -«Ha picado», pensó.

– ¿No le gustaría saber por qué esa niña subió al coche? Siente curiosidad, ¿verdad, Cowart?

– Cuéntemelo.

– No tan rápido. Estoy pensando. Ahora tiene que medir sus palabras. No querrá que haya malentendidos, ¿verdad? Dígame, Cowart, ¿sabía que el día que murió la niña hacía sol? Hacía un calor seco y al mismo tiempo soplaba una brisa refrescante. El cielo era una enorme bóveda azul y se abrían flores en todas partes. Un precioso día para morir. E imagínese lo fresco y cómodo que se debía de estar en aquel pantano, con toda aquella sombra. ¿Cree que el hombre que mató a la pequeña Joanie, bonito nombre, se tumbó allí después para disfrutar unos minutos de aquel magnífico día… y dejar que el frescor de la sombra lo calmase?

– ¿Hacía fresco?

Sullivan soltó una repentina carcajada.

– ¿Y cómo voy a saberlo, Cowart? ¡Pero bueno! -Resolló-. Piense en todas las cosas que a esos dos polis les gustaría saber. Dónde están las ropas y las manchas de sangre, por qué no había huellas dactilares ni pelos ni muestras de tierra… esa clase de cosas.

– ¿Porqué?

– Bueno -respondió Sullivan alegremente-. Sospecho que el asesino de la pequeña Joanie era lo bastante listo para llevar consigo ropa de repuesto. Así podría quitarse la que llevaba, la manchada de sangre y tierra, y deshacerse de ella en algún rincón. Posiblemente tuvo el tino de llevar también un par de sacos de basura en el coche, en los que luego pudo haber metido la ropa ensangrentada.

A Cowart se le revolvió el estómago. Recordó que, según un detective de Miami, habían encontrado ropa de repuesto y un rollo de sacos de basura en el maletero del coche de Sullivan la noche en que fue detenido. Cerró los ojos un instante y preguntó:

– ¿Dónde hubiese dejado el asesino la ropa?

– Pues en algún sitio como el contenedor del Ejército de Salvación. ¿Sabe?, hay uno en el centro comercial justo a las afueras de Pensacola. Pero eso sólo lo haría si no estuviera demasiado lleno, ya me entiende. Y si realmente quisiera ser prudente, tal vez la arrojaría a un viejo contenedor como los que hay en las áreas de descanso de la interestatal, o como el de la lonja de Willow Creek. Es enorme. Se lo llevan cada semana y toda esa mierda va directa al vertedero. Nadie mira nunca lo que se tira; queda enterrado bajo toneladas de basura, sí señor. Nunca más encontrarían esa ropa.

– ¿Eso es lo que ocurrió?

Sullivan no respondió, sino que prosiguió:

– Apuesto a que esos polis, y usted también, y quizás hasta los dolidos padres de esa criatura, tienen especial interés en saber por qué la pequeña subió al coche, ¿eh? Por algo habrá sido, ¿no? ¿Por qué pasan estas cosas, eh?

– Dígamelo usted.

Silbó al otro lado del teléfono.

– Porque Dios lo quiere, Cowart.

Hubo un silencio.

– O tal vez el demonio. Piense en ello, Cowart. A lo mejor Dios tenía un mal día y dejó que su ex mano derecha hiciera de las suyas, ¿eh?

Cowart no contestó. Oyó aquellos susurros que recorrían la línea telefónica para aterrizar pesadamente en su oído.

– Bueno, Cowart, apuesto a que quienquiera que haya convencido a esa niña para que subiese en su coche, le dijo algo como: «Oye, bonita, ¿podrías ayudarme? Me he perdido y necesito encontrar el camino.» ¿Y no es ése el dogma del mismísimo Señor? Puedo ver a ese hombre en el coche con toda claridad. Claro que estaba perdido, Cowart; perdido en muchos sentidos. Pero ¿verdad que aquel día se encontró a sí mismo? -Respiró con brusquedad antes de seguir-. ¿Y qué le dijo cuando ya había llamado su atención? Pues tal vez le dijo: «Puedo acercarte en coche hasta tu casa, ¿quieres, bonita?» Con toda la calma y naturalidad del mundo. -Volvió a titubear-. Con calma y naturalidad, sí señor. Igual que en una pesadilla. Precisamente de lo que esa buena gente del colegio enseña a los niños a desconfiar y mantenerse alejados. -Hizo una pausa y añadió alegremente-: Sólo que ella no lo hizo, ¿verdad?

– ¿Eso es lo que usted le dijo? -preguntó Cowart, vacilante.

– ¿Acaso he dicho que fuese yo? No, sólo he dicho que posiblemente alguien se lo dijo. Alguien que aquel día sintiera maldad e instintos asesinos y tuviera la suerte de fijarse en aquella niña. -Volvió a soltar una carcajada. Después estornudó.

– ¿Por qué lo hizo? -preguntó Cowart de repente.

– ¿He dicho que lo hiciera yo? -respondió Sullivan con una risita nerviosa.

– No, pero me está fastidiando con…

– Pues perdóneme por pasármelo bien.

– ¿Por qué no se limita a decirme la verdad? ¿Por qué no da la cara y dice la verdad?

– ¿Y arruinar así la diversión? Cowart, en el corredor de la muerte nos gusta procurarnos diversión.

– ¿Dejando que electrocuten a un hombre inocente…?

– ¿Eso es lo que estoy haciendo? ¿No tenemos una omnisciente y sabia justicia penal para ocuparse de esas cosas? ¿Para tener la seguridad de que no se electrocuta a ningún inocente?

– Ya sabe a qué me refiero.

– Sí, lo sé -respondió de repente en voz baja y tono amenazador-. Y me importa una mierda.

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