John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– ¡Hola! ¿Hay alguien?

Una vez más, nada.

No sabía qué hacer.

Caminó de vuelta a la calle y se volvió para echar otro vistazo a la casa. «¿Qué coño estoy haciendo aquí? -se preguntó-. ¿De qué va todo esto?»

Oyó detenerse un coche y vio que un cartero se apeaba de un jeep blanco. El hombre metió correspondencia primero en un buzón, y después en otro. Luego se dirigió calle abajo hacia el número 13.

– Hola, ¿cómo está? -le dijo Cowart.

Era un hombre maduro, llevaba pantalones cortos grises y la camisa azul pálido del servicio postal. Lucía una larga coleta bien recogida y un mostacho que le daba expresión compungida; unas gafas de sol ocultaban sus ojos.

– Tirando. -Se puso a hurgar en la saca de correo.

– ¿Quién vive aquí? -preguntó Cowart.

– ¿Quién quiere saberlo?

– Soy del Miami Journal . Me llamo Cowart.

– Leo su periódico -respondió el cartero-. Más que nada la sección de deportes.

– ¿Puede ayudarme? Busco a las personas que viven en esta casa. Pero nadie da señales de vida.

– ¿No le responden? Pues yo nunca los he visto ir a ninguna parte.

– ¿A quiénes?

– El señor y la señora Calhoun. Los viejos Dot y Fred. Solían sentarse a leer la Biblia y esperar a que llegara el día del juicio final o a que llegara el catálogo de Sears. Los de Sears son gente seria.

– ¿Llevan mucho tiempo aquí?

– Seis o siete años, tal vez más. Ése es el tiempo que llevo yo aquí.

Cowart estaba confuso, pero se le ocurrió otra pregunta:

– ¿Reciben correo de Starke? ¿De la prisión estatal?

El cartero dejó caer la saca en el suelo, suspirando:

– Claro. Quizás una vez al mes.

– ¿Sabe usted quién es Blair Sullivan?

– Por supuesto. Lo van a electrocutar. Lo leí el otro día en su periódico. ¿Tiene esto algo que ver con él?

– Tal vez. No lo sé -contestó Cowart, y echó otro vistazo a la casa mientras el cartero sacaba un fajo de sobres y abría el buzón.

– ¡Oh, oh! -dijo.

– ¿Qué?

– No han recogido el correo. -El hombre contempló la casa con gesto dubitativo-. Mala señal. Si los ancianos no recogen el correo, es que algo va mal. ¿Sabe?, cuando era más joven solía hacer el reparto en Miami Beach, y siempre sabía lo que me iba a encontrar cuando no recogían el correo.

– ¿Cuántos días hará?

– Parece que un par de días. Esto no me gusta -dijo el cartero.

Cowart se encaminó de nuevo a la casa y espió por una ventana. Todo lo que vio fueron muebles baratos colocados en una salita; de la pared colgaba un retrato de Jesús con un aura alrededor de la cabeza.

– ¿Ve algo? -preguntó el cartero, que lo había seguido y miraba por otra ventana haciéndose visera con las manos.

– Aquí sólo hay una habitación vacía.

Ambos retrocedieron y Cowart gritó:

– ¡Señor y señora Calhoun! ¡Hola!

Siguió sin haber respuesta. Se dirigió a la puerta principal y movió el pomo: no estaba echada la llave. Echó una mirada al cartero y éste asintió. Entró.

Enseguida notó el olor.

El cartero gimió y tocó el hombro de Cowart.

– Sé lo que es esto -dijo-. Lo olí por primera vez en Vietnam y jamás lo olvidaré. -Hizo una pausa y luego añadió-: Escuche.

A Cowart se le hizo un nudo en la garganta con el hedor y le entraron ganas de vomitar, como si estuviera rodeado de humo. A continuación oyó un zumbido en la parte de atrás de la casa.

El cartero retrocedió.

– Voy a llamar a la policía.

– Yo voy a echar un vistazo -dijo Cowart.

– No lo haga. No hay necesidad.

Cowart sacudió la cabeza y avanzó: el hedor y el zumbido parecían envolverlo, atraerlo hacia el interior. Consciente de que el cartero había salido, miró por encima del hombro para ver cómo el hombre se dirigía a la casa del vecino. Cowart se internó en la casa. Lo iba rastreando todo con los ojos, tomando nota de los detalles, recogiendo escenas que luego pudieran ser descritas, fijándose en los muebles raídos y los objetos religiosos, con la sensación de encontrarse en el fin del mundo. El calor iba aumentando de manera inexorable, sumándose al hedor que impregnaba su ropa, le anegaba las fosas nasales, se introducía por sus poros y lo ponía al borde de la náusea. Entró en la cocina.

Allí estaba la pareja de ancianos.

Estaban atados a sendas sillas, a cada lado de una mesa con tablero de linóleo. Ella estaba desnuda; él, vestido. Se hallaban sentados el uno frente al otro como si fueran a comer.

Los habían degollado.

Había sangre oscura encharcada alrededor de las sillas. Las moscas cubrían la cara de ambos, bajo marañas de pelo cano. Las cabezas les colgaban hacia atrás, de manera que los inertes ojos miraban fijamente al techo.

Alguien había dejado una Biblia abierta en el centro de la mesa.

Cowart se ahogaba, al borde del desmayo y luchando con su estómago revuelto.

El pegajoso bochorno de la estancia y el zumbido de las moscas parecían ir a más. Dio un paso más y se inclinó para leer en la página abierta. Una mancha de sangre marcaba el siguiente pasaje: «Hay quien muere con gloria y cuyas oraciones son escuchadas. Y hay quien muere sin gloria, como si nunca hubiera existido, como si jamás hubiera nacido; y sus hijos seguirán su camino.»

Cowart reculó, escrutando la cocina con los ojos desorbitados.

Habían forzado la puerta, sólo asegurada por una cadena, que daba al patio trasero. La cadenita colgaba inútilmente de la vieja madera astillada. Sus ojos se posaron de nuevo sobre la pareja de ancianos. La mujer tenía los fláccidos pechos salpicados de sangre reseca. Cowart retrocedió un paso y luego otro, para acabar dando media vuelta y precipitarse hacia la puerta de la calle. Respiró hondo, con las manos apoyadas en las rodillas, y vio que el cartero regresaba del otro lado de la calle. Sintió un mareo creciente y se sentó torpemente en la entrada.

A medida que se acercaba presuroso, el cartero gritó:

– ¿Están ahí dentro?

Cowart asintió con la cabeza.

– ¡Dios! -dijo el hombre-. ¿Es grave?

Cowart asintió por segunda vez.

– La policía está de camino.

– Alguien los ha asesinado -dijo Cowart en voz baja.

– ¿Asesinado? ¡Pero qué dice!

Cowart volvió a asentir.

– ¡Dios! -repitió el cartero-. ¿Por qué?

Cowart sólo meneó la cabeza. Pero en su fuero interno los pensamientos se le acumulaban. «Sé por qué -pensó-. Sé quiénes son y por qué murieron.» Eran las personas a las que Sullivan siempre había querido matar. Y al final lo había conseguido. Se había colado entre los barrotes, había dejado atrás las verjas y las vallas, los muros de la prisión y la alambrada, tal como había prometido.

Sólo que Matthew Cowart no sabía cómo.

10

UN ACUERDO CAMINO AL INFIERNO

Cowart no pudo regresar a la prisión hasta la mañana del séptimo día. La investigación del asesinato lo había atrapado en el tiempo.

Él y el cartero habían esperado en silencio, sentados en los peldaños de la entrada, a que llegara el coche patrulla.

– Esto es increíble -había dicho el cartero-. ¡Maldita sea!, quería aprovechar la marea de la tarde para pescar algún pargo para cenar. -Sacudió la cabeza.

Al cabo de un rato, oyeron que un coche patrulla se acercaba por Tarpon Drive; cuando levantaron la mirada vieron que lo ocupaba un único agente. Aparcó enfrente y se apeó despacio.

– ¿Quién de los dos ha llamado? -preguntó. Era un hombre joven, con músculos de culturista y gafas de espejo.

– Yo -respondió el cartero-. Pero él es quien entró y los encontró.

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