John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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Los focos de la cámara se mezclaron con la intensa luz del sol. Cowart intentó protegerse los ojos.

– Todavía no lo sé, Tom. Déjame averiguarlo.

– ¿Hay algún sospechoso? -insistió el periodista.

– No lo sé.

– ¿Sullivan se saldrá con la suya?

– De verdad que no lo sé.

– ¿Qué te ha dicho?

– Nada. De momento, nada.

– ¿Cuando hable con él nos lo contará? -gritó otra voz.

– Claro -mintió, y se inventó una excusa para salir del paso. Le costó abrirse camino entre la multitud para llegar hasta la puerta principal, donde el sargento Rogers lo esperaba.

– ¡Eh, Matty! -lo llamó el periodista de televisión-. ¿Te has enterado de lo del gobernador?

– ¿De qué, Tom? No sé nada.

– Acaba de ofrecer una rueda de prensa para decir que no suspenderá la sentencia, salvo que Sullivan presente una apelación.

Cowart asintió con la cabeza y llegó a la entrada de la prisión, al amparo del ancho brazo del sargento Rogers. Los dos detectives habían entrado antes y ya se hallaban lejos de los focos rastreadores de las cámaras.

Cuando Cowart entraba, Rogers le susurró una canción de Kenney Rogers al oído.

– «Tienes que saber cuándo aguantar, cuándo doblar y cuándo retirarte…»

– Gracias -le espetó Cowart con sarcasmo.

– Las cosas se están poniendo interesantes -dijo el sargento.

– Puede que para usted -replicó Cowart entre dientes-. Para mí se pone cada vez más difícil.

Rogers rió y se volvió hacía los dos detectives.

– Ustedes deben de ser Weiss y Shaeffer. -Se dieron la mano-. Pueden esperar en esa sala de ahí.

– ¿Esperar? -repitió Weiss con acritud-. Hemos venido a ver a Sullivan. Ahora.

– Él no quiere verlos.

– Pero, sargento -repuso Andrea Shaeffer-, investigamos un caso de asesinato.

– Lo sé -respondió Rogers.

– Mire, ¡maldita sea!, queremos ver a Sullivan, ya -se impacientó Weiss.

– Aquí no trabajamos así, detective. Ese hombre tiene una orden del gobernador… -Echó un vistazo a un reloj de pared, meneando la cabeza-. Le quedan nueve horas y cuarenta y dos minutos de vida. Y, ¡joder!, si él no quiere ver a alguien, no lo voy a obligar. ¿Me explico?

– Pero…

– No hay peros que valgan.

– Pero con Cowart sí va a hablar, ¿no? -preguntó Shaeffer.

– Así es. Perdone, señorita, pero yo no pretendo entender lo que le pasa por la cabeza al señor Sullivan. Y si tiene alguna queja o cree que va a cambiar de parecer, vaya a hablar con el gobernador. A lo mejor le concede más tiempo. Nosotros tenemos que trabajar con lo que tenemos, que es el señor Cowart, su libreta y su grabadora. Nada más.

La mujer asintió y se volvió hacia su colega.

– Llama al despacho del gobernador. A ver qué dicen de todo esto. -Se giró hacia Cowart-: Señor Cowart, ya sé que tiene que hacer su trabajo, pero ¿le preguntará si quiere hablar con nosotros?

– Puedo probar -respondió Cowart.

– Probablemente se haga usted una idea de lo que yo le preguntaría. Intente grabarlo. -Abrió un maletín y le dio unos casetes-. Me quedaré aquí plantada hasta que usted vuelva.

El periodista asintió.

La detective miró al sargento y preguntó, sonriendo:

– ¿Siempre es usted así de raro?

Rogers le devolvió la sonrisa.

– No siempre, señora. -Volvió a mirar el reloj-. Podríamos hablar largo y tendido, pero el tiempo va pasando.

Cowart hizo señas hacia el vestíbulo y siguió al sargento hacia el interior de la prisión. Los dos hombres atravesaron un corredor a paso ligero. El sargento iba sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué ocurre?

– Es que no me gusta tanto desorden -contestó Rogers-. Las cosas deberían estar atadas y bien atadas antes de una ejecución. No me gustan los cabos sueltos, no señor.

– Le entiendo. ¿Adónde vamos?

El sargento lo conducía a un ala diferente de las que ya conocía.

– Sully está incomunicado en una celda contigua a la de la silla. Y muy cerca de una sala con teléfonos y todo lo demás, así que si hay prórroga lo sabremos al momento.

– ¿Cómo está?

– Compruébelo usted mismo. -Señaló una celda apartada.

Había una silla delante de los barrotes. Cowart se acercó solo y vio que Sullivan estaba tumbado en una litera de acero, viendo la televisión. Le habían afeitado la cabeza, de suerte que parecía una máscara de la muerte. Lo rodeaban pequeñas cajas de cartón rebosantes de ropa, libros y documentos: las posesiones de su antigua celda. El preso se volvió repentinamente en la cama, hizo un gesto en dirección a la silla y dejó los pies colgando de la litera, estirándose como si estuviera cansado. En la mano sostenía una Biblia.

– Vaya, vaya, Cowart. Por lo que veo, ha hecho tiempo para unirse a mi fiesta.

Encendió un cigarrillo y tosió.

– Señor Sullivan, hay dos detectives del condado de Monroe que quieren verlo.

– Que los jodan.

– Quieren interrogarlo sobre las muertes de su madre y su padre adoptivos.

– Conque es eso, ¿eh? Pues que los jodan.

– Quieren que yo le pida que acceda a hablar con ellos.

Sullivan soltó una carcajada.

– Vaya, vaya. Pues que los jodan de nuevo. -Se levantó bruscamente y miró alrededor; luego se acercó a los barrotes y se aferró a ellos, dejando la cara aprisionada-. ¡Eh! -gritó-. ¿Qué coño de hora es? Necesito saberlo, ¿qué hora es? ¡Eh! ¡Vosotros! ¡Eh!

– Hay tiempo -dijo Cowart despacio.

Sullivan retrocedió, desviando la mirada hacia Cowart.

– Claro. -Se estremeció, cerró los ojos y respiró hondo-. ¿Sabe una cosa, Cowart? Uno llega a notar cómo los músculos del pecho se van contrayendo más y más a cada minuto que pasa.

– Podría pedir un abogado.

– Al cuerno con los abogados. Uno tiene que jugar la mano que le ha tocado.

– ¿Entonces no va a…?

– No, por supuesto que no. Puede que esté un poco asustado y nervioso, pero qué diablos, conozco la muerte. Sí señor, es algo que conozco muy bien.

Sullivan se paseó por la celda, para acabar sentándose en el borde de la litera, inclinado hacia delante. De pronto pareció relajarse: sonrió para sí y se frotó las manos con impaciencia.

– Hábleme de su entrevista -pidió-. Quiero saberlo todo. -Señaló el televisor-. Ni la puta televisión ni los putos periódicos traen datos fiables. Sólo un montón de basura. Quiero que me lo explique usted.

Cowart se quedó frío.

– ¿Detalles?

– Eso es. No se deje nada en el tintero. ¿Por qué no usa todas esas malditas palabras que tanto domina y me pinta un verdadero retrato?

Cowart respiró hondo. «Estoy más loco que él», pensó, pero empezó:

– Estaban en la cocina. Los habían atado…

– Bien. Bien. Atados. ¿De pies y manos o cómo?

– No. Con los brazos a la espalda, así… -Le hizo una demostración.

Sullivan asintió con la cabeza.

– Bien. Siga.

– Degollados.

Sullivan asintió.

– Había sangre por todas partes. Su madre estaba desnuda. Tenían la cabeza hacia atrás, así…

– Siga. ¿La habían violado?

– No sabría decirle. Había muchas moscas.

– Eso me gusta. Zumbando alrededor… ¿Hacían mucho ruido?

– Así es. -Cowart oía sus propias palabras como ajenas. Pensó que alguna parte de su ser cuya existencia desconocía se había apoderado de él.

– ¿Cree que sufrieron mucho? -preguntó Sullivan.

– ¿Cómo voy a saberlo?

– Vamos, Cowart. ¿Le pareció que tuvieron tiempo de contemplar su propia muerte?

– Creo que sí. Estaban atados a las sillas. Seguramente se miraron el uno al otro hasta el momento final. Supongo que uno tuvo que ver cómo moría el otro, a no ser que hubiera más de un asesino.

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