John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– ¿Y quién es usted?

– Soy periodista del Miami Journal -contestó Cowart lánguidamente.

– Ajá. ¿Y qué tenemos aquí?

– Dos muertos. Asesinados.

– ¿Y cómo lo sabe?

– Compruébelo usted mismo.

– No se muevan de aquí. -El agente pasó entre los dos.

– ¿Adónde cree que vamos a ir? -repuso el cartero en voz baja-. ¡Joder! Pero si he pasado por esto muchas más veces que él. ¡Eh, agente! -gritó al policía-. Parece salido de una puta película. No toque nada.

– Lo sé -replicó el joven agente.

Cowart y el cartero observaron cómo entraba en la casa.

– Creo que se va a llevar la impresión más espantosa de su corta carrera -comentó Cowart.

El cartero sonrió.

– Seguramente piensa que su trabajo es sólo cazar coches que rebasen el límite de velocidad de camino a cayo Vizcaíno.

En ese momento oyeron los juramentos del policía.

– ¡Puta mierda! ¡Joder! -La exclamación subió repentinamente de tono, como una gaviota sorprendida que surca el cielo.

Hubo una pausa y acto seguido el agente salió de la casa a trompicones. Cruzó el patio delantero, dejando atrás a Cowart y al cartero, y vomitó.

– Vaya -dijo en voz baja el cartero. Se ajustó la coleta y sonrió.

– El hedor es insoportable -dijo Cowart, viendo al policía boquear agitadamente.

Al cabo, el agente se enderezó pálido como la cera. Cowart le dio un pañuelo y el policía se enjugó la cara.

– Pero ¿quién demonios…?

– ¿Quién? Son los padres adoptivos de Blair Sullivan -respondió Cowart-. ¿Por qué? Eso ya es otra cuestión.

– No puede haberlo hecho Sullivan -dijo el cartero-. ¿No se supone que lo van a electrocutar?

– Así es.

– Dios. Pero ¿cómo ha llegado usted hasta aquí?

«Buena pregunta», pensó Cowart, y respondió:

– He venido en busca de noticias.

– Pues me parece que las ha encontrado -dijo el cartero.

Cowart permaneció de pie en un rincón mientras los analistas recogían pruebas en la escena del crimen; observó cómo trabajaban, consciente de que el tiempo se le escurría entre los dedos. Había telefoneado a la sección de noticias locales para informar al redactor jefe sobre lo ocurrido; y éste, por muy acostumbrado que estuviera a los absurdos propios del sur de Florida, se llevó una sorpresa.

– ¿Qué crees que hará el gobernador? -preguntó-. ¿Crees que mantendrá la ejecución?

– No lo sé. ¿Y tú?

– ¡Maldita sea!, ¿quién puede saberlo? ¿Cuándo volverás para preguntarle a ese loco hijoputa qué está pasando aquí?

– Volveré en cuanto pueda salir de aquí.

Pero se vio obligado a esperar.

La recogida de pruebas en el escenario de un crimen es una labor que requiere paciencia. Las nimiedades cobran importancia; incluso el menor detalle puede resultar crucial. Y se convierte en una tarea apasionante para los profesionales que se sirven de la ciencia para desentrañar el crimen.

Cowart se inquietaba con sólo pensar que Sullivan lo esperaba en su celda. No dejaba de mirar el reloj. Hasta bien entrada la tarde no se le acercaron dos detectives del condado de Monroe. El primero era un hombre maduro con un desaliñado traje marrón; su colega era una mujer mucho más joven, una rubia teñida que vestía chaqueta y pantalones holgados para su delgada figura. Cowart vio que bajo la chaqueta le asomaba una pistola enfundada. Ambos llevaban gafas de sol, pero la mujer se sacó las suyas al acercarse a Cowart, dejando al descubierto unos ojos grises que se clavaron en él antes de dar paso a las palabras.

– ¿Señor Cowart? Me llamo Andrea Shaeffer. Soy detective de homicidios y éste es mi colega, Michael Weiss. Estamos al frente de la investigación. Nos gustaría tomarle declaración. -Sacó un bolígrafo y una pequeña libreta.

Cowart asintió con la cabeza. También él sacó su libreta y la mujer le dijo sonriendo:

– La suya es más grande que la mía.

– ¿Qué puede decirme sobre la escena del crimen? -preguntó Cowart.

– ¿Me lo pregunta como periodista?

– Por supuesto.

– Oiga, ¿y qué le parece si primero responde a mis preguntas? Señor Cowart -dijo la detective-, esto es un asesinato. No estamos acostumbrados a que un periodista nos pregunte sobre un crimen antes de que lo hayamos descubierto. Normalmente es al contrario. Así que, ¿por qué no nos explica ahora mismo cómo y por qué descubrió usted esos cadáveres?

– Llevan muertos un par de días -dijo Cowart.

La detective asintió con la cabeza.

– Eso parece. Pero usted vino aquí precisamente esta mañana. ¿Cómo se explica eso?

– Blair Sullivan me dijo que viniera. Ayer, en su celda del corredor de la muerte.

Shaeffer tomó nota, pero hizo un gesto con la cabeza.

– No lo entiendo. ¿Él sabía…?

– No sé lo que él sabía. Simplemente insistió en que viniera aquí.

– ¿Y cómo se lo dijo?

– Me dijo que viniera a entrevistar a las personas que vivían en esta casa. Después supe de quiénes se trataba. Debía regresar a la prisión de inmediato. -Notó el sofoco del tiempo perdido.

– ¿Sabe quién mató a esas personas? -preguntó Shaeffer.

– No. -«No con certeza absoluta», pensó.

– ¿Y cree que Blair Sullivan sabe quién lo hizo?

– Es posible.

La detective suspiró.

– Señor Cowart, ¿se da cuenta de lo extraño que resulta todo esto? Nos ayudaría si fuera un poco más comunicativo.

Cowart sintió que los ojos de la mujer lo escrutaban, como si con la sola fuerza de su mirada pudiera poner a prueba su memoria en las respuestas. Se incomodó.

– Tengo que volver a Starke -dijo-. Tal vez entonces pueda ayudarles.

Shaeffer asintió.

– Creo que uno de nosotros debería ir con usted. O quizá los dos.

– Él no hablará con ustedes -dijo Cowart.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué?

– No le gustan los policías. -Pero Cowart sabía que aquello era sólo una excusa.

El día había alcanzado su cénit y, para cuando Cowart llegó a la prisión, avanzaba hacia la tarde. Lo habían retenido en la casa de Tarpon Drive hasta el anochecer, momento en que los detectives habían terminado su trabajo. Había regresado a la redacción del Journal a toda prisa, para convertir lo que era un sinfín de detalles en noticia de periódico, una apresurada recopilación teñida de sensacionalismo, con la impresión de que el tiempo se le echaba encima. Los detectives no habían podido coger el último vuelo; se habían alojado en un motel y por la mañana volaron rumbo al Norte, donde alquilaron un coche con el que le pisaron los talones a Cowart.

Delante de la prisión las cosas habían cambiado mucho. Había más de una docena de furgonetas de televisión en el aparcamiento, con sus respectivos distintivos estampados en los laterales: «En directo», «Noticias en acción» y similares. La mayoría disponía de equipos portátiles para emitir en directo vía satélite. Había cámaras hablando, compartiendo anécdotas o trabajando en su equipo como soldados que se preparan para la batalla. También merodeaban por allí numerosos periodistas y fotógrafos. Tal como estaba previsto, la carretera estaba atestada de manifestantes de ambos bandos, que silbaban, tocaban el claxon y se lanzaban gritos de imprecación.

Cowart aparcó e intentó ir discretamente hacia el acceso a la prisión, pero lo descubrieron casi de inmediato y no tardó en verse rodeado de cámaras. Por su parte, los dos detectives se abrían paso en la misma dirección y lograron rodear la multitud que se agrupaba en torno a Cowart.

El periodista alzó la mano.

– Ahora no. Por favor, ahora no.

– ¡Eh, Matt! -lo llamó un periodista de televisión al que conocía de Miami-. ¿Vas a ver a Blair Sullivan? ¿Va a explicarte qué diablos pasa aquí?

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