Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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Ray le devolvió la mirada, con un rostro tan vacío como una máscara de goma.

– ¿Te puedes imaginar lo que se siente, Ray? Ray negó con la cabeza.

– Es como si supieras todas las respuestas del examen en el momento de sentarte a la mesa, como si supieras que todo irá bien el resto de tu vida. Triunfarás, todo saldrá bien. Sabes que seguirás adelante, te sientes liberado porque has ganado. -Se dio la vuelta-. Es así como te sientes.

Ray golpeó el pilar de la cama para hacer que se volviera, y añadió: -Volverás a sentirte así.

Brendan se arrodilló y, empujando el rostro de Ray con el suyo propio, exclamó:

– No, no es verdad. ¿Lo entiendes, joder? Nunca jamás sentiré lo mismo.

Ray colocó los pies sobre la cama y se echó hacia atrás; Brendan se sintió avergonzado, aunque enfadado, porque así era como te hacía sentir la gente muda: te hacían sentir estúpidos por hablar. Todo lo que Ray decía, le salía de forma sucinta, tal y como quería. No sabía lo que era titubear en busca de una palabra o tartamudear, al intentar hablar más rápido que el cerebro.

Brendan deseaba sacarlo todo de golpe; deseaba que las palabras le salieran de la boca en una apasionada ráfaga de frases dolorosas, aunque poco sensatas, que expresaran con sinceridad lo que Katie había significado para él, cómo se había sentido al apretar su nariz contra su cuello en aquella misma cama, al entrelazar uno de sus dedos con el suyo, al sorberle helado de la barbilla, al ir junto a ella en el coche y observar cómo movía los ojos de un lado a otro cuando llegaban a un cruce, al oírla hablar, dormir, roncar…

Deseaba continuar durante horas. Deseaba que alguien le escuchara y que comprendiera que las palabras no sólo servían para comunicar ideas u opiniones. A veces, servían para expresar vidas enteras. Y aunque uno supiera, incluso antes de abrir la boca, que iba a fracasar, lo que importaba era el hecho de intentarlo. La intención era lo único que uno tenía.

Ray, sin embargo, era incapaz de entenderlo. Para Ray, las palabras eran tan sólo chasquidos de los dedos, gestos hábiles y movimientos de manos. Ray no malgastaba las palabras. La comunicación no era lo suyo. Decía exactamente lo que quería decir y ya había acabado. Descargar su dolor ante el rostro inexpresivo de su hermano sólo habría conseguido avergonzar a Brendan. No le habría ayudado en lo más mínimo.

Contempló a su asustado hermano pequeño, apoyado en la cama y mirándole fijamente con ojos saltones, y le tendió la mano.

– Lo siento -masculló-. Lo siento, Ray. ¿De acuerdo? No quería ofenderte.

Ray le estrechó la mano y se puso en pie.

– Así pues, ¿ va todo bien? -gesticuló Ray, con la mirada puesta en Brendan, como si estuviera dispuesto a saltar por la ventana en el siguiente arrebato.

– Todo va bien -respondió Brendan por medio de señas-. Supongo que sí.

20. CUANDO ELLA REGRESE A CASA

Los padres de Sean vivían en Wingate Estates, una urbanización vallada a unos cincuenta kilómetros al sur de la ciudad, formada por casas de estuco de dos dornitorios. Cada sección constaba de veinte casas, tenía su propia piscina y un centro recreativo en el que hacían baile los sábados por la noche. Un pequeño recorrido de golf de par tres se extendía alrededor de uno de los extremos del complejo como si fuera la otra mitad de una media luna; desde finales de primavera hasta principios de otoño, el aire zumbaba con el runrún de los motores de los carros.

El padre de Sean no jugaba al golf. Hacía mucho tiempo que había decidido que era un juego de ricos y aprender a jugar le parecía una forma de traicionar a sus raíces de clase obrera. Sin embargo, la madre de Sean había intentado jugar durante un tiempo, aunque lo había dejado porque creía que sus compañeras se reían en secreto de su estilo, de su ligero acento irlandés y de su ropa.

Por lo tanto, llevaban una vida tranquila y prácticamente sin amigos, aunque Sean sabía que su padre había hecho amistad con un irlandés retaco llamado Riley, que también había vivido en uno de los barrios periféricos de la ciudad antes de trasladarse a Wingate. Riley, que tampoco tenía ningún interés en el golf, a veces quedaba con el padre de Sean para tomarse unas cervezas en el Ground Round, al otro lado de la Ruta 28. La madre de Sean, que era una persona reflexiva y bondadosa por naturaleza, solía relacionarse con gente mayor con alguna dolencia. Les llevaba en coche a la farmacia a buscar sus medicamentos o al médico a recoger las recetas nuevas para guardarlas junto a las viejas. Su madre, que casi tenía setenta años, se sentía joven y viva cuando les acompañaba; además, si tenía en cuenta que la mayoría de la gente a la que ayudaba era viuda, pensaba que la buena salud de la que gozaban tanto ella como su marido era una bendición del cielo.

«Están solos -había dicho una vez a Sean en relación a sus amigos enfermos- y aunque el médico no se lo diga, es de eso de lo que se están muriendo.»

A menudo, cuando pasaba por delante de la caseta del vigilante y seguía carretera arriba, con bandas de frenado amarillas cada diez metros que le hacían vibrar el eje del coche, Sean casi alcanzaba a ver las calles fantasma, los barrios fantasma y las vidas fantasma que los residentes de Wingate habían dejado atrás, como si los pisos con agua fría y pequeñas habitaciones blancas y sombrías, las escaleras de incendios de hierro forjado y los ruidosos niños flotaran a través de ese paisaje de estuco de cáscara de huevo y jardines puntiagudos, cual niebla matinal más allá de los límites de su visión periférica. Le invadía un sentimiento irracional de culpa: la culpa del hijo que ha llevado a sus padres a una residencia. Irracional, porque Wingate Estates no era, en realidad, una urbanización para mayores de sesenta años (aunque, a decir verdad, Sean nunca había visto a un residente que fuera más joven), y sus padres se habían trasladado allí por voluntad propia, empaquetando todas sus eternas quejas sobre la ciudad, el ruido, los actos violentos y los atascos para mudarse allí; tal y como decía su padre: «Allí podían salir de noche sin tener que darse la vuelta continuamente para comprobar si les seguían».

Con todo, Sean sentía que les había fallado, como si ellos hubieran esperado que él hubiera luchado más para tenerlos cerca. Sean observaba el lugar y lo único que veía era muerte, o como mínimo un lugar en el que esperarla, pero no sólo odiaba el hecho de que sus padres estuvieran allí, esperando el momento en que otra gente tuviera que llevarlos a ellos al médico, sino que también detestaba imaginarse a él mismo allí o en lugar parecido. Aunque sabía que las probabilidades de no acabar en un sitio así eran ínfimas: aún más en aquel preciso momento en que no tenía ni mujer ni hijos. Tenía treinta y seis años, a más de medio camino de tener un piso en Wingate, y con toda probabilidad la segunda mitad de su vida pasaría mucho más rápido que la primera.

Su madre sopló las velas del pastel que habían colocado sobre una mesita que ocupaba un hueco entre la diminuta cocina y una sala de estar rnás espaciosa; lo comieron en silencio y sorbieron el té al ritmo de las agujas del reloj de pared que había sobre ellos y del zumbido del aire acondicionado.

Cuando hubieron acabado, su padre se puso en pie y dijo: -Voy a lavar los platos.

– No, ya lo haré yo.

– No, tú siéntate.

– No, deja que lo haga yo.

– Siéntate, hoy es tu cumpleaños.

Su madre se sentó de nuevo y esbozó una ligera sonrisa, mientras su padre apilaba los platos y doblaba la esquina para llevarlos a la cocina.

– jTen cuidado con las migas! -le advirtió la madre.

– Ya lo tengo.

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