Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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– Annabeth -masculló Sean-. ¿Le han dicho alguna vez que es usted una mujer muy fuerte?

Se volvió hacia él, con los ojos cerrados y una sonrisa distraída. -Me lo dicen continuamente.

Aquella noche, Brendan Harris entró en su dormitorio y tuvo que enfrentarse con la maleta de debajo de la cama. La había llenado hasta los topes con pantalones cortos, camisas hawaianas, una cazadora y dos pantalones vaqueros, pero no había guardado ningún suéter ni pantalones de lana. Había puesto lo que contaba con llevar en Las Vegas; no había empaquetado ropa de abrigo porque Katie y él habían decidido no volver a comprar más prendas térmicas ni a tener el limpiaparabrisas cubierto de hielo. Al abrir la maleta, pues, lo que recibió fue una alegre colección de colores pastel y motivos florales, una explosión de verano.

Eso era lo que habían planeado ser: gente bronceada y libre, sin el peso de las botas, de los abrigos o de las expectativas de los demás. Habrían tomado refrescos con nombres tontos en vasos de daiquiri, habrían pasado las tardes en la piscina del hotel, oliendo a loción solar y a cloro. Habrían hecho el amor en una habitación refrescada por el aire acondicionado, aunque cálida por los rayos de sol que habrían entrado por las rendijas de las persianas; al llegar el frío de la noche, se habrían puesto sus mejores ropas y habrían paseado por la avenida principal. Imaginaba a los dos haciendo todo aquello, como si lo contemplara desde la distancia, como si observara desde lo alto de un edificio a los dos amantes pasear entre las luces de neón, y esas mismas luces borraran el alquitrán negro y lo revistieran de tenues tonos rojizos, amarillentos y azulados. Allí estaban ellos, Brendan y Katie, paseaban tranquilamente por la parte central del amplio bulevar, diminutos entre los edificios y el parloteo de los casinos que salía por las puertas.

«¿ A cuál quieres ir esta noche, cariño?» «Elige tú.»

«No, elige tú.»

«Venga, elige tú.»

«De acuerdo. ¿ Qué te parece éste?»

«Bien.»

«Pues vayamos a ése.» «Te quiero, Brendan.»

«Yo también te quiero, Katie.»

Y habrían subido por las escaleras enmoquetadas entre blancas columnas para adentrarse en el clamor del palacio estridente y humeante. Habrían hecho todo aquello como marido y mujer, empezando juntos una nueva vida (todavía unos niños, en realidad), y East Buckingham les habría parecido a miles de kilómetros de distancia, y aún más lejos a cada paso que daban.

Así es como habría sido.

Brendan se sentó en el suelo. Necesitaba sentarse un momento.

Sólo uno o dos segundos. Se sentó y juntó las suelas de sus zapatos, asiéndose los tobillos como si fuera un niño pequeño. Se balanceó un rato, dejando caer la barbilla sobre el pecho, con los ojos cerrados y por un instante, sintió que el dolor disminuía. Sintió cierta calma en la oscuridad y en el balanceo.

Luego, sin embargo, se le pasó, y el horror de saber que Katie había desaparecido de la tierra, su ausencia tan total, volvió a recorrerle las venas del cuerpo y se sintió morir.

Había una pistola en la casa. Era de su padre, y su madre la había guardado detrás de la tablilla desmontable del techo de la antecocina, en el mismo sitio donde siempre la tenía su padre. Si uno se sentaba en la encimera de la antecocina y metía la mano por debajo de la moldura curva de madera, acababa por tocar las tres tablillas y notaba el peso de la pistola. Lo único que tenía que hacer era empujar, meter la mano y coger la pistola con los dedos. Había estado allí desde que Brendan tenía uso de razón; uno de sus primeros recuerdos se remontaba a una noche en la que tropezó al salir del cuarto de baño y vio que su padre sacaba la mano de debajo de la moldura. Brendan, a los trece años, había llegado incluso a sacar la pistola para enseñarla a su amigo Jerry Diventa. Jerry la había observado con los ojos muy abiertos y había exclamado: «¡Vuelve a ponerla en su sitio!». Estaba cubierta de polvo y era bastante probable que nunca hubiera sido utilizada, pero Brendan sabía que sólo era cuestión de limpiarla.

Podría sacar la pistola esa misma noche y encaminarse al Café Society, donde Roman Fallow solía pasar muchas horas, o al garaje Atlantic, que era propiedad de Bobby Q'Donnell y el lugar en que, según Katie, éste dirigía la mayor parte de sus negocios desde la oficina trasera. Podría ir a uno de esos dos sitios, o mejor aún a ambos, apuntarles a la cara con la pistola de su padre y apretar el maldito gatillo, una y otra vez hasta que la recámara estuviera vacía, para que ni Roman ni Bobby pudieran matar a ninguna otra mujer.

Podría hacerlo, ¿o no? Es lo que hacían en las películas. Si a Bruce Willis le hubieran asesinado a la novia, seguro que no estaría sentado en el suelo, asiéndose los tobillos, y balanceándose como si fuera un deficiente mental. Seguro que estaría preparando la venganza, ¿no?

Brendan se imaginó el rostro carnoso de Bobby, suplicando: «¡No, por favor, Brendan! ¡No, por favor!».

Y Brendan le diría alguna frase fantástica, del tipo: «¡Mírame bien, cabrón, y púdrete en el infierno!».

En ese momento empezó a llorar, sin dejar de balancearse ni de asirse los tobillos, porque sabía que él no era Bruce Willis, y porque Bobby O'Donnell era una persona de carne y hueso, y no el personaje de una película; además, la pistola necesitaba un repaso, un repaso importante, y ni tan sólo sabía si tenía balas, porque ni siquiera estaba seguro de saber abrirla, y cuando la tuviera en la mano, lo más probable es que empezara a temblar. Estaba convencido de que las manos le temblarían del mismo modo que le temblaban cuando era un niño y sabía que no había escapatoria, o que estaba a punto de meterse en una pelea. La vida no era ninguna película, sino que era una vida de mierda. No pasaba lo mismo que en la pantalla, en que el bueno ganaba a las dos horas, y todo el mundo sabía que lo haría. Brendan no se conocía muy bien en ese sentido; tenía diecinueve años y nunca se había encontrado con una situación similar. Pero no estaba seguro de poder ir al negocio de un tipo (eso si las puertas no estaban cerradas con llave y no había un montón de tipos vigilando la puerta) y dispararle a la cara. No estaba seguro.

No obstante, la echaba de menos. La echaba tanto de menos… y el dolor que le provocaba no verla, y saber que no la volvería a ver nunca más, hacía que los dientes le dolieran de tal modo que pensó que tenía que hacer algo, aunque sólo fuera para dejar de sentirse de esa manera un segundo de su desgraciada nueva vida.

«De acuerdo -decidió-. Mañana limpiaré la pistola. La limpiaré y me aseguraré de que tiene balas. Sólo haré eso: limpiaré la pistola.»

Entonces Ray entró en el dormitorio, con los patines aún puestos y, usando su nuevo palo de hockey como un bastón, se balanceó sobre la cama con pies inseguros. Brendan se puso en pie de un salto y se secó las lágrimas de las mejillas.

Ray, con la mirada puesta en su hermano, se quitó los patines y le dijo con gestos: -¿Estás bien?

– No -respondió Brendan.

– ¿Puedo hacer algo por ti? -gesticuló Ray.

– No, no puedes hacer nada por mí -contestó Brendan-. Pero no te preocupes por ello.

– Mamá dice que estarás mucho mejor aquí.

– ¡ Qué! -exclamó Brendan.

Ray se lo repitió.

– ¿De verdad? -inquirió Brendan-. ¿Y por qué lo dice?

Ray, moviendo las manos con rapidez, contestó:

– Si te hubieras marchado, mamá se habría derrumbado.

– No, lo habría superado.

– Tal vez.

Brendan se volvió hacia su hermano, que estaba sentado sobre la cama y mirándole a los ojos.

– Ahora no me hagas cabrear, Ray. ¿De acuerdo? -se le acercó, sin dejar de pensar en la pistola-. Yo la amaba.

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