Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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Celeste ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta allí. Había entregado el vestido a uno de los hijos de Bruce Reed; éste vestía de negro de pies a cabeza, pero tenía las mejillas tan bien afeitadas y unos ojos tan joviales que más bien parecía que estuviera a punto de irse al baile de final de curso. Se había marchado de la funeraria y lo siguiente que recordaba es que se había detenido en la parte trasera de la planta siderúrgica Isaak, que llevaba mucho tiempo cerrada. Había atravesado las naves vacías de unos edificios de dimensiones gigantescas y se había estacionado en un extremo del aparcamiento; había rozado los barrotes putrefactos con el parachoques del coche y había seguido con la mirada el lento fluir del canal, a medida que éste avanzaba hacia las esclusas del puerto.

Desde que oyera hablar a los dos policías del coche de Dave, de su coche, del mismo coche en el que estaba sentada en ese momento, se había sentido ebria. Pero no ebria de un modo divertido: suelta, relajada y con un suave zumbido. No, se sentía como si hubiera estado bebiendo vino barato toda la noche, para luego ir a casa y caer redonda; como si después se hubiera despertado, todavía con la cabeza espesa y la lengua seca, agotada por el veneno, torpe, dura de mollera e incapaz de concentrarse.

«Estás asustada», le había dicho el policía, y le había acertado en pleno corazón, de modo que lo único que había sido capaz de hacer era negarlo con rotundidad. «No, no lo estoy. Sí, sí que lo estás. No, no lo estoy. Sí que lo estás. Sé que lo estás. No, no, no.»

Estaba asustada. En realidad, estaba aterrorizada. Tenía tanto miedo que se sentía desfallecer.

Se decía a sí misma que hablaría con él. Después de todo, seguía siendo Dave: un buen padre, un hombre que nunca le había levantado la mano o mostrado predisposición alguna a la violencia en todos los años que hacía que le conocía. Nunca había llegado a dar una patada a la puerta ni a golpear una pared. Estaba convencida de que aún podría hablar con él.

Le diría: «Dave, ¿de quién era la sangre que lavé de tu ropa? ¿Qué sucedió en realidad el sábado por la noche?».

«Puedes contármelo. Soy tu mujer. Puedes explicármelo todo.» Eso es lo que haría. Hablaría con él. No tenía ningún motivo para tenerle miedo. Era Dave. Se amaban y todo se arreglaría de un modo u otro. Estaba segura.

Con todo, seguía allí, en el extremo más alejado del canal, al amparo de una planta siderúrgica abandonada que hacía poco había sido comprada por un inversor, con la supuesta intención de convertirlo en un aparcamiento si seguían adelante con los planes de construir un estadio al otro lado del río. Se quedó mirando el parque en el que Katie Marcus había sido asesinada. Esperaba que alguien le dijera cómo ponerse en marcha otra vez.

Jimmy se sentó con el hijo de Bruce Reed, Ambrose, en la oficina de su padre, para repasar los detalles, y deseó poder hablar con Bruce en persona en vez de con aquel chico que parecía recién salido de la universidad. Era más fácil imaginárselo jugando al Frisbee que levantando un féretro, y Jimmy era incapaz de imaginarse sus manos lisas y suaves en la sala de embalsamamiento, tocando a los muertos.

Había dicho a Ambrose la fecha de nacimiento y el número de la Seguridad Social de Katie, y el chico lo había apuntado con un bolígrafo de oro en un formulario que tenía encima de una carpeta; después, con una voz aterciopelada que era una versión más juvenil de la de su padre, le había dicho:

– Bien, bien. Veamos, señor Marcus, ¿ desea una ceremonia católica? ¿Con velatorio y misa?

– Sí.

– Entonces, creo que el velatorio debería ser el miércoles.

Jimmy asintió con la cabeza y añadió:

– Ya hemos reservado la iglesia para las nueve de la mañana del Jueves.

– Las nueve de la mañana -repitió el chico, a medida que lo anotaba-o ¿A qué hora quiere que se celebre el velatorio?

– Queremos dos -contestó Jimmy-. Uno de tres a cinco, y otro de siete a nueve.

– De siete a nueve -iba apuntando el chico-o Bien, veo que ha traído las fotografías.

Jimmy contempló la pila de fotografías enmarcadas que tenía en el regazo: Katie en la fiesta de su graduación, Katie y sus hermanas en la playa. Katie y él en la inauguración de la tienda cuando Katie tenía ocho años, Katie con Eve y Diane; Katie, Annabeth, Jimmy, Nadine y Sara en el parque temático Six Flags. Katie el día que cumplió dieciséis años.

Colocó la pila de fotografías en una silla que había junto a él; sintió un ligero resquemor en la garganta que desapareció tan pronto como tragó saliva.

– ¿Se ha encargado de las flores? -preguntó Ambrose Reed.

– Esta misma tarde he hecho un pedido en la floristerÍa Knopfler's -respondió.

– ¿ Y la esquela?

Jimmy, mirando al chico a los ojos por primera vez, exclamó: -¡La esquela!

– Sí -contestó el chico mientras miraba la carpeta-. Con lo que quiere que aparezca en el periódico. Podemos ocuparnos nosotros mismos si nos informa un poco de lo que quiere que ponga. Si prefieren donativos en vez de flores, cosas de ese estilo.

Jimmy apartó la mirada de los reconfortantes ojos del chico y se quedó mirando al suelo. Debajo de ellos, en algún lugar del sótano de aquel blanco edificio victoriano, Katie yacía en la sala de embalsamamiento. Estaría desnuda mientras que Bruce Reed, y el chico aquél y sus dos hermanos se disponían a trabajar; a lavarla, retocarla y mantenerla en buen estado. Sus manos serenas y bien cuidadas le recorrerían el cuerpo. Le levantarían algunas partes. Le cogerían la barbilla con el dedo pulgar y el índice y se la girarían. Le pasarían peines por el pelo.

Pensaba en su hija, desnuda y desprotegida, con la carne pálida, a la espera de que aquellos extraños la tocaran por última vez; sin lugar a dudas, con cuidado, pero un cuidado insensible, aséptico. Después, una vez en el féretro, le pondrían cojines de raso tras la cabeza, y la llevarían sobre ruedas hasta la sala del velatorio, con un rostro helado de muñeca y su vestido favorito de color azul. La gente la miraría de cerca, rezaría por ella, hablaría de ella y lamentaría su pérdida; y luego, finalmente, sería enterrada. La meterían en un agujero que habría sido cavado por hombres que tampoco la conocían, y Jirnmy oiría el ruido sordo y distante de la tierra al caer, como si él mismo estuviera dentro del ataúd con ella.

Yacería en la oscuridad dos metros bajo tierra, hasta que se convirtiera en hierba y en aire que ella nunca podría ver ni sentir ni oler ni tocar. Permanecería allí miles de años, incapaz de oír las pisadas de la gente que iba a visitar su lápida, incapaz de oír ningún sonido procedente del mundo que había abandonado a causa de esos metros de tierra que les separaban.

«Voy a matarle, Katie. Haré todo lo posible por encontrarle antes que la policía y le mataré. Le meteré en un agujero mucho peor del que te van a meter a ti. No dejaré nada para embalsamar, nada para lamentar. Voy a hacerle desaparecer como si nunca hubiera existido, como si su nombre y todo lo que fue, o lo que piensa que es en este preciso momento, fuera tan sólo un sueño que cruzó la mente de alguien por un instante y fue olvidado antes de que se despertara.

»Encontraré al hombre que te ha puesto en esa mesa de ahí abajo, y le borraré de la faz de la tierra. Y la gente que le ama, si es que hay alguien, sufrirá mucho más que nosotros, Katie, porque nunca sabrán a ciencia cierta lo que le ha sucedido.

»Y no te preocupes por si seré capaz de hacerlo, nena. Papá puede hacerlo. Nunca lo supiste, pero papá ya ha matado antes. Papá siempre ha hecho lo que tenía que hacer, y puede volver a hacerlo.»

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