Se volvió de nuevo hacia el hijo de Bruce, que aún era demasiado nuevo en el oficio para que las largas pausas le pusieran nervioso. -Me gustaría que pusiera: «Marcus, Katherine Juanita, amada hija de James y Marita, difunta, hijastra de Annabeth, hermana de Sara y Nadine…».
Sean se sentó en el porche trasero con Annabeth Marcus, mientras ésta tomaba sorbitos de un vaso de vino blanco y fumaba cigarrillos que apagaba a la mitad, con la cara iluminada por una bombilla pelada que había encima de ellos. Era un rostro con fuerza: seguramente nunca había sido bonita, pero era sorprendente. Sean supuso que estaba acostumbrada a que la observaran, pero con toda probabilidad no le debía de importar que la gente se tomara la molestia de hacerlo. A Sean le recordaba a la madre de Jimmy, aunque sin su aire de resignación y de derrota, y le recordaba a su propia madre por aquella serenidad tan completa y natural; en ese sentido, de hecho, también le recordaba a Jimmy. Le parecía evidente que Annabeth Marcus debía de ser una mujer divertida, aunque nunca frívola.
– Bien -dijo a Sean mientras éste le encendía un cigarrillo-, ¿qué piensa hacer cuando haya acabado de consolarme?
– Yo no…
Sean hizo un gesto con la mano para indicar que no le suponía ningún esfuerzo.
– Se lo agradezco. ¿Qué va a hacer?
– Vaya ir a ver a mi madre.
– ¿ De verdad?
Asintió con la cabeza y añadió:
– Hoyes su cumpleaños. Lo celebraré con ella y con el viejo.
– jAjá! -exclamó-. ¿Cuánto tiempo hace que está divorciado?
– ¿Se nota?
– Lo lleva escrito en la frente.
– De hecho, separado. Debe de hacer poco más de un año.
– ¿ Ella vive aquí?
– Ya no. Viaja.
– Ha dicho viaja con amargura.
– ¿ Sí? -se encogió de hombros.
Levantó una mano y confesó:
– No me gusta nada hacerle esto: intentar quitarme a Katie de la cabeza a su costa. Así pues, no tiene por qué responder a ninguna de mis preguntas. Sólo soy un poco curiosa y usted es un tipo interesante.
– No, no lo soy -esbozó una sonrisa-. De hecho, soy muy aburrido, señora Marcus. Si no fuera por mi trabajo, no sería nadie.
– Annabeth -espetó-. Llámeme Annabeth, haga el favor.
– Sí, claro.
– Me cuesta mucho creer que sea tan aburrido, agente Devine. Sin embargo, ¿sabe lo que me choca de usted?
– ¿El qué?
Cambió de posición, se le quedó mirando y respondió:
– Pues que no me parece el tipo de persona que acusara a nadie por multas inexistentes.
– ¿Por qué?
– Porque es infantil-contestó-. y usted no me parece infantil en absoluto.
Sean se encogió de hombros. Él creía que todo el mundo era infantil en un momento u otro de la vida. Era a lo que uno solía recurrir cuando la mierda se amontonaba.
En más de un año, nunca había hablado de Lauren con nadie: ni con sus padres ni con sus contados amigos dispersos, ni siquiera con el psicólogo de la policía con el que el comandante le había hecho mantener una pequeña conversación, cuando la comisaría entera ya se había enterado de que Lauren se había marchado de casa. No obstante, allí estaba Annabeth, una extraña que había sufrido una pérdida, haciéndole preguntas sobre su propia pérdida, con la necesidad de entenderlo, de compartirlo, o algo parecido; con la necesidad de saber, se imaginó Sean, que no era la única.
– Mi mujer es empresaria teatral -explicó Sean con tranquilidad-. y tiene que ir de gira, ¿sabe? El año pasado, se encargó de la gira estatal de Lord of the Dance. Suele ocuparse de cosas asÍ. Creo que ahora está haciendo Annie Get your Gun. A decir verdad, no estoy muy seguro. Lo que sea que repongan este año. Éramos una pareja muy rara. Quiero decir, por el trabajo; ¿puede haber dos tipos de empleo más dispares?
– Sin embargo, la amaba -repuso Annabeth. Él hizo un gesto de asentimiento y dijo:
– Toda vía la amo -tomó aire, se recostó en la silla, y lo expulsó-.
El tipo al que le mandé las multas…
Se le secó la boca, movió la cabeza de un lado a otro, y sintió un deseo repentino de abandonar el porche y la casa.
– ¿Era un rival? -preguntó Annabeth con un tono de voz suave. Sean cogió un cigarrillo del paquete, lo encendió, hizo un gesto de asentimiento y repuso:
– Lo ha definido muy bien. Sí, digamos que era un rival. Además, mi mujer y yo estábamos pasando una mala época. Ninguno de los dos pasaba mucho tiempo en casa, y el rival ése aprovechó la oportunidad.
– Y usted se lo tomó mal-dijo Annabeth.
Fue una afirmación, no una pregunta.
Sean puso los ojos en blanco y le preguntó: -¿Conoce a alguien que se lo tome bien?
Annabeth le miró con dureza, como si deseara sugerirle que el sarcasmo no iba con él, o que a ella no le gustaba demasiado.
– No obstante, todavía la quiere.
– ¡Claro! Además, creo que ella aún me ama -apagó el cigarrillo-. Me llama continuamente. Me llama por teléfono, pero no me dice nada.
– Espere, ¿ me está… _
– Ya lo sé.
– … intentando decir que le llama pero que no habla?
– Eso es. Debe de hacer unos ocho meses que dura.
Annabeth se rió y exclamó:
– ¡No se ofenda, pero hacía tiempo que no me contaban algo tan extraño!
– No se lo pienso discutir. -Vio cómo una mosca se acercaba y se apartaba de la bombilla pelada-. Supongo que un día de éstos me dirá algo. Es la única esperanza que me queda.
Oyó cómo su propia risa forzada se desvanecía en la oscuridad y el eco le hizo sentirse violento. Así pues, permanecieron en silencio durante un rato, fumando, escuchando el zumbido de la mosca al precipitarse contra la luz.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Annabeth-. En todo este rato que hemos estado hablando, no ha pronunciado su nombre ni una sola vez.
– Lauren -contestó él-. Se llama Lauren.
Su nombre, cual hilo suelto de telaraña, flotó en el aire por un instante.
– ¿La amaba desde que eran niños?
– Desde el primer año de la universidad -respondió-. Sí, supongo que por aquel entonces éramos niños.
Recordó una tormenta de noviembre, cuando se besaron por primera vez en un portal, sintiendo la carne de gallina de su piel, ambos temblando.
– Tal vez ése sea el problema -repuso Annabeth.
– ¿ Que ya no seamos niños? Sean la miró.
– Como mínimo, uno de los dos -apuntó. Sean no le preguntó a cuál de los dos se refería.
– Jimmy me ha dicho que usted le contó que Katie planeaba fugarse con Brendan Harris.
Sean asintió con la cabeza.
– Bien, de eso se trata, ¿no es verdad? Sean se dio la vuelta en la silla y preguntó:
– ¿De qué?
Expulsó el humo en dirección a la cuerda vacía de tender y respondió:
– De esos sueños tontos que tenemos cuando somos jóvenes. ¿Cómo iban a ganarse la vida Katie y Brendan Harris en Las Vegas? ¿Cuánto tiempo habría durado ese pequeño edén? Es posible que incluso hubieran conseguido una caravana mejor para vivir, que fueran en busca del segundo hijo, pero tarde o temprano se habrían dado cuenta: la vida no consiste en ser siempre feliz, en doradas puestas de sol y tonterías parecidas. La vida es trabajo. La persona que amamos rara vez se merece todo el amor que le damos, porque nadie vale tanto en realidad, y quizá tampoco merezca tener que cargar con ello. Uno acaba por sufrir una decepción. Se desilusiona, deja de confiar y tiene que aguantar muchos días malos. Pierde más de lo que gana, y acaba por odiar a la persona que ama en la misma medida que la ama. Sin embargo, uno se arremanga y se pone a trabajar, en todos los aspectos, porque eso forma parte del proceso de hacerse mayor.
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