El tipo apoyó el pie en el suelo y se dio la vuelta para mirarles, con los ojos abiertos de asombro al contemplar cada una de ellas (una, dos, tres, cuatro pistolas), y alargó el brazo con el que sostenía la espada, o para señalarles o para entregársela; Sean no lo acababa de tener claro.
– ¿Está sordo, joder? ¡Al suelo! -le ordenó Connolly.
– ¡Sssh! -exclamó Sean, y se detuvo.
Debían de estar a unos tres metros del tipo; empezó a pensar en los rastros de sangre que habían encontrado por el camino unos cincuenta metros atrás, sabiendo todos ellos lo que esos rastros implicaban, para encontrarse con un Bruce Lee que blandía una espada del tamaño de una avioneta. Dejando aparte que Bruce Lee era asiático, mientras que no había ninguna duda de que aquel tipo era blanco; parecía joven, debía de tener unos veinticinco años, y tenía el pelo negro y rizado, iba afeitado y llevaba una camiseta blanca por dentro de unos pantalones vaqueros color gris.
Se había quedado congelado y Sean estaba casi seguro de que les seguía apuntando con la espada paralizado por el miedo; era probable que el cerebro se le habría quedado agarrotado y que fuera incapaz de darle instrucciones al cuerpo.
– Señor -dijo Sean, con un tono de voz severo para conseguir que el tipo le mirara a los ojos-. Hágame un favor, ¿de acuerdo? Deje la espada en el suelo. Solo tiene que abrir la mano y dejarla caer.
– ¿Quién coño son?
– Somos agentes de la policía -Whitey Powers le enseñó la placa-. ¿Lo ve? confíe en mí, señor, y suelte esa espada.
– Sí, sí, claro -contestó el tipo y nada más soltarla golpeó el césped con un ruido sordo.
Sean se percató de que Connolly empezaba a moverse a su izquierda, dispuesto a precipitarse hacia el tipo, y extendiendo la mano y sin apartar la mirada de él, le preguntó:
– ¿Cómo te llamas?
– ¿Eh? Kent.
– ¿Qué tal, Kent? Soy Devine, policía estatal. Desearía que dieras dos pasos atrás y te alejaras del arma.
– ¿Del arma?
– De la espada, Kent. Haz dos pasos atrás. ¿Cómo te apellidas?
– Brewer -respondió, y se echó hacia atrás, con las palmas de la mano hacia arriba y extendidas como si estuviera convencido de que en cualquier momento iban a sacar las cuatro Glocks a la vez y le iban a disparar.
Sean sonrió, le hizo un gesto de asentimiento a Whitey, y preguntó:
– ¡Eh, Kent! ¿Qué es lo que estabas haciendo? A mí me pareció alguna clase de ballet -se encogió de hombros-. Sí, claro, con una espada, pero…
Kent vio que Whitey se agachaba junto a la espada y que la cogía con suavidad por la empuñadura con un pañuelo.
– Kendo.
– ¿Y eso qué es, Kent?
– Kendo -repitió Kent-. Es un arte marcial. Voy a clases los martes y los jueves y practico por las mañanas. Sólo estaba practicando. Eso es todo.
Connolly soltó un suspiro.
Souza miró a Connolly y le dijo:
– ¿Te quieres quedar conmigo?
Whitey extendió la espada para que Sean viera el filo. Estaba engrasado, resplandeciente y tan limpio que podría haber salido de fábrica.
– ¡Mira! -Whitey deslizó el filo por encima de la palma de su mano-. He tenido cucharas más afiladas.
– Nunca la he hecho afilar -declaró Kent.
Sean, que volvió a sentir en el cráneo el pájaro estridente, le preguntó:
– ¿Kent, cuánto tiempo llevas aquí?
Kent observó el aparcamiento que había a unos cien metros detrás de ellos y respondió:
– Unos quince minutos, como mucho. ¿De qué va todo esto?
Por el tono de voz se notaba que iba recuperando la confianza y que estaba un poco indignado-. Practicar kendo en un parque público no es ilegal, ¿verdad, agente?
– No. Sin embargo, estamos haciendo todo lo posible para que lo sea -contestó Whitey-. Y haz el favor de llamarme «sargento», Kent.
– ¿Puede justificar dónde se encontraba ayer por la noche y esta madrugada? -le preguntó Sean.
Kent parecía nervioso de nuevo, como si se esforzara por comprender, y contenía la respiración. Cerró los ojos un momento, expulsó aire y contestó:
– Sí, sí, ayer por la noche estaba… estaba en una fiesta con unos amigos. Regresé a casa con mi novia y nos fuimos a dormir a eso de las tres de la madrugada. Esta mañana he tomado café con ella y después he venido aquí.
Sean se pellizcó la nariz, asintió con la cabeza y añadió:
– Vamos a confiscarte la espada, Kent, y no estaría de más que fueras al cuartelillo con uno de los agentes y respondieras a unas preguntas.
– ¿ Al cuartelillo?
– A la comisaría de policía -aclaró Sean-. Lo que pasa es que nosotros la llamamos de otra manera.
– ¿Por qué?
– Kent, ¿estás de acuerdo en ir allí con uno de los agentes?
– Sí, sí, claro.
Sean miró a Whitey y éste hizo una mueca. Sabían que Kent estaba demasiado asustado para decir algo que no fuera la verdad, y sabían que los forenses no encontrarían nada sospechoso en la espada, pero tenían que examinar todas las posibilidades y redactar un informe de seguimiento hasta que el papeleo sobre sus escritorios se asemejara a un desfile de carrozas.
– Voy a obtener el cinturón negro -declaró Kent.
Se dieron la vuelta, le miraron y dijeron:
– ¿Qué?
– El sábado -añadió Kent, con la cara brillante por las gotas de sudor. He tardado tres años en conseguirlo; ésa es la razón por la que he venido aquí esta mañana: para asegurarme de que estaba en plena forma.
– ¡Aja! ·-exclamó Sean.
– ¡Eh, Kent! – dijo Whitey, y Kent le sonrió- No lo digo por nada, pero ¿a quien coño le importa?
Cuando llegó el momento en que Nadine y los demás niños empezaron a salir en tropel por la puerta trasera de la iglesia, Jimmy estaba más preocupado que cabreado con Katie. Aunque le gustara salir por la noche e ir con chicos que él no conocía, Katie no era el tipo de persona que tuviera por costumbre dejar plantadas a sus hermanastras. Ellas la adoraban y ella, a su vez, las idolatraba: las llevaba al cine, a patinar y a comer helados. Últimamente las había estado animando a que fueran al desfile del domingo siguiente y se comportaba como si el Día de Buckingham fuera una fiesta estatal como San Patricio y las navidades. El miércoles por la noche había regresado temprano a casa y se las había llevado al piso de arriba para que eligieran lo que se iban a poner; hicieron una especie de ensayo; ella se sentó en la cama y las chicas entraban y salían de la habitación como si fueran modelos en una pasarela; además, le hacían preguntas sobre el pelo, los ojos y la forma de andar. Por supuesto, la habitación que compartían las dos chicas se convirtió en un ciclón de ropa descartada, pero a Jimmy no le importaba, ya que Katie estaba ayudando a las chicas a celebrar un acontecimiento; en cierta manera estaba usando los trucos que él mismo le había enseñado para conseguir que la cosa más insignificante se convirtiera en algo importante y único.
Entonces, ¿por qué no había asistido a la Primera Comunión de Nadine?
Tal vez se hubiera liado con alguien dotado de dimensiones legendarias. O quizá hubiera conocido de verdad a un tipo con pinta de estrella de cine y con actitud condescendiente. O a lo mejor tan sólo se le había olvidado.
Jimmy se levantó del banco de la iglesia y echó a andar por el pasillo con Annabeth y Sara; Annabeth le apretaba la mano y adivinaba qué había detrás de aquella mandíbula tensa y de la mirada distante.
– Estoy segura de que se encuentra bien. Es probable que tenga resaca, pero no hay duda de que está bien.
Jimmy sonrió, asintió con la cabeza y le devolvió el apretón de manos. Annabeth, con su habilidad de ver a través de él, con sus oportunos apretones de manos y con su tierno pragmatismo era la base, sencilla y simple, en que se apoya ha.Jimmy. Él la consideraba esposa, madre, la mejor amiga, hermana, amante y consejera. Jimmy tenía la certeza de que sin ella habría acabado volviendo a Deer Island, o mucho peor, a alguna cárcel de máxima seguridad como las de Nolfolk o Cedar Junction, cumpliendo duras condenas mientras se le pudrían los dientes.
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