Cuando eran niños, el mundo exterior no los consideraba como individuos aislados. Simplemente eran los Savage, una nidada, una manada, una colección de miembros, axilas, rodillas y pelos enmarañados que daban la impresión de moverse en una nube de polvo como el diablo de Tasmania. Cada vez que uno veía que la nube se le acercaba, se lucía a un lado, con la esperanza de que encontraran a otra persona a la que joder antes de que te alcanzaran, o que el remolino sencillamente pasara de largo en otra dirección, perdidos en la obsesión de sus propias psicosis obscenas.
De hecho, hasta que Brendan no había empezado a salir con Katie en secreto, ni siquiera estaba seguro de cuántos hermanos eran, y eso que se había criado en las marismas. Sin embargo, Katie se lo explicó: Nick era el mayor, y hacía seis años que se había marchado del barrio para cumplir una condena de un mínimo de diez años en Walpole; a continuación iba Val, que según Katie, era el más cariñoso; después venían Chuck, Kevin, Al (al que solían confundir con Val), Gerard, que acababa de salir de Walpole y, en último lugar, Scott, el benjamín de la familia y el favorito de su madre cuando ésta vivía; además, era el único que tenía estudios universitarios y que no vivía con sus hermanos en los pisos primero y tercero de aquel edificio que tomaron tras amenazar a los antiguos inquilinos, que se marcharon a otro estado.
– Ya se que tienen muy mala fama- le había dicho Katie a Brendan pero son unos chicos muy majos, Bueno, excepto Scott, que es bastante mas reservado.
Scott. El «normal»,
Brendan miró su reloj de nuevo y después el despertador que tenía junto a la cama. Se quedó contemplando el teléfono.
Observó la cama en la que tan sólo hacía una noche que se había quedado dormido con los ojos puestos en la nuca de Katie, contando los hermosos mechones de pelo rubio, rodeándole la cadera con el brazo, mientras que la palma de la mano descansaba en su cálido abdomen, el olor de su pelo, el perfume y unas gotas de sudor en las ventanas de la nariz.
Miró otra vez el teléfono.
«¡Llama, maldita sea! ¡Llama!»
Un par de niños encontraron el coche. Avisaron a la policía y al niño que se puso al aparato parecía faltarle la respiración, como si fuera a perder el conocimiento a medida que las palabras le salían de la boca:
– Hay un coche con sangre y, eh, la puerta está abierta y, eh…
Le interrumpió la operadora.
– ¿Dónde se encuentra el coche?
– En las marismas -respondió el chico-. Cerca del Pen Park. Mi amigo y yo lo encontramos.
– ¿En qué calle?
– En la calle Sydney -soltó el chaval por teléfono-. Está lleno de sangre y la puerta está abierta.
– ¿Cómo te llamas, hijo?
– Quiere saber el nombre de la víctima -le dijo el niño a su amigo-. Además, me ha llamado «hijo».
– ¡Hijo! -exclamó la operadora-. Lo que te he preguntado es tu nombre.
– ¡Tío, larguémonos de aquí! -gritó-. ¡Buena suerte!
El chico colgó el teléfono y la operadora vio por la pantalla del ordenador que la llamada se había realizado desde una cabina que estaba en la esquina de las calles Kilmer y Nauset, en los edificios de East Bucky, a unos ochocientos metros de distancia de la entrada por la calle Sydney del Penitentiary Park. Pasó la información al Departamento de Comunicados, que envió una unidad a la calle Sydney.
Uno de los policías llamo de nuevo y pidió mas unidades, «algún especialista para examinar el lugar del crimen y… ah, si, quizá querréis enviar a uno o dos agentes del Departamento de Homicidios o alguien parecido; es sólo una idea».
– ¿Han encontrado algún cadáver, unidad treinta y tres? Cambio,
– Negativo.
– Treinta y tres, si no han encontrado ningún cuerpo, ¿por qué solicita que mandemos a alguien del Departamento de Homicidios? Cambio.
– Por el aspecto del coche, creo que no tardaremos mucho en encontrar uno por aquí cerca.
Sean empezó su primer día de trabajo aparcando el coche en Crescent y rodeando los caballetes azules que había en el cruce de la calle Sydney. Los caballetes llevaban la marca del Departamento de Policía de Boston, ya que habían sido los primeros en llegar al lugar del crimen, pero según lo que había oído por la emisora de la policía mientras se dirigía hacia allí, supuso que el caso debía de pertenecer al Departamento de Homicidios del Estado; es decir, al suyo.
Según tenía entendido, habían encontrado el coche en la calle Sydney que estaba bajo jurisdicción municipal, pero el rastro de sangre llevaba al Penitentiary Park, que al formar parte del territorio nacional estaba bajo jurisdicción estatal. Sean bajó la calle Crescent bordeando el parque y lo primero que vio fue una furgoneta aparcada a media manzana de allí; pertenecía a la unidad de especialistas de supervisión de la escena del crimen.
A medida que se acercaba, vio a su sargento, Whitey Powers, a unos metros de distancia de un coche que tenía la puerta del conductor entreabierta Souza y Connolly, que tan sólo hacía una semana que habían sido ascendidos al Departamento de Homicidios, examinaban los hierbajos que había alrededor de la entrada del parque con una taza de café en la mano. La furgoneta de especialistas, junto con dos coches patrulla, estaba aparcada en el arcén de grava; el equipo de Inspección examinaba el coche y lanzaba miradas asesinas a Souza y Connolly por pisotear posibles pruebas y por lanzar al sueIo la tapa de las tazas de poliestireno.
– ¿Cómo va eso proscrito? -Whitey Powers alzó las cejas con un gesto de sorpresa- ¿Ya te han avisado?
– Si- respondió Sean. Sin embargo, no tengo compañero, sargento. Adolph esta de baja.
Whitey Powers asintió con la cabeza y añadió:
– Tú te pillas la mano y ese alemán inútil se coge una baja sin avisar -rodeó a Sean con el brazo-. Mientras estés a prueba, vendrás conmigo, chico.
Así era cómo iban a ir las cosas: Whitey se encargaría de vigilar a Sean hasta que los jefazos del departamento decidieran si satisfacía o no los requisitos.
– ¡Y eso que parecía un fin de semana tranquilo! -exclamó Whitey, mientras hacía que Sean se volviera hacia el coche con la puerta entreabierta-o Ayer por la noche, Sean, el condado entero estaba más tranquilo que un gato muerto. Apuñalaron a una persona en Parker Hill, a otra en Bromley Heath, y a un universitario le golpearon con una botella de cerveza en Allston. Sin embargo, no hubo ninguna víctima mortal y los federales se ocuparon de todo. ¿Sabes qué hizo la víctima de Parker Hill? Entró por sus propios medios en la sala de urgencias del Hospital General de Massachusetts, con un gran cuchillo de carnicero en la clavícula, y le preguntó a la enfermera de recepción dónde estaba la máquina de Coca-Cola en aquel cuchitril.
– ¿Se lo dijo? -preguntó Sean.
Whitey sonrió. Era uno de los hombres más inteligentes del Departamento Estatal de Homicidios y siempre lo había sido; así pues, sonreía mucho. Sin embargo, debió de haber recibido la llamada mientras no estaba de servicio, ya que llevaba pantalones de chándal, la camiseta de hockey de su hijo, una gorra de béisbol puesta del revés, sandalias de color azul tornasolado sin calcetines, y la placa de oro le colgaba de una cinta de nailon por encima del jersey.
– ¡Me gusta tu camiseta! -exclamó Sean.
Whitey le dedicó otra de sus sonrisas relajadas mientras un pájaro del parque volaba formando un arco por encima de ellos; soltó un graznido tan estridente que le golpeó a Sean en la columna vertebral.
– ¡Ya ves! Hace tan sólo media hora estaba en el sofá de mi casa.
– ¿Viendo los dibujos animados?
– No, lucha libre. -Withey señaló los hierbajos y el parque que se extendía más allá-. Supongo que la encontraremos en alguno de esos lugares. Sin embargo, aún no habíamos empezado a buscarla, cuando Friel nos dijo que no podemos contarlo a los de Personas Desaparecidas hasta que encontremos el cuerpo.
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