Dennis Lehane - Rio Mistico
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La gaviota, que respiraba con dificultad, le decía: «Me duele el cuello», y Sean se despertó antes de poder responderle: «Te duele porque esta roto».
Al despertar, el sueño empezó a escurrírsele entero desde la parte trasera del cerebro, y las hilas y la pelusa se le quedaban enganchadas en la cara inferior de los párpados y en la parte superior de la lengua. Siguió con los ojos cerrados mientras sonaba el despertador, con la esperanza de que no fuese más que otro sueño y de que podría seguir durmiendo, como si el ruido sólo sonara en su mente.
Al cabo de un rato, abrió los ojos, con el tacto del sólido cuerpo de la mujer desconocida y el olor a mar de la carne de Lauren todavía fijado a su tejido cerebral; se percató de que no era un sueño, ni una película, ni una canción excesivamente triste.
Eran esas sábanas, aquella habitación y la cama. Era la lata vacía de cerveza en la repisa de la ventana, y aquel sol en los ojos y el despertador que sonaba en la mesita de noche. Era el grifo que goteaba y que siempre se olvidaba de arreglar. Era su vida, toda suya.
Apagó el despertador, pero no salió de la cama enseguida. Todavía no deseaba levantar la cabeza de la almohada porque no quería saber si iba a tener resaca. Si en realidad tenía resaca, el primer día de trabajo le parecería el doble de largo; como además era el primer día de trabajo después de una suspensión de empleo, tendría que tragarse toda la mierda y todos los chistes que contaran a su costa, y eso ya sería suficiente para que el día le pareciera interminable.
Siguió allí tumbado y oyó los pitidos procedentes de la calle, los pitidos de la televisión de los cocainómanos de la puerta de al lado, que la ponían a todo volumen y se tragaban desde Letterman hasta Barrio S ésamo, el pitido del ventilador del techo, del microondas, de los detectores de humo y el zumbido del frigorífico. Pitaban los ordenadores en el trabajo, pitaban los teléfonos móviles y los ordenadores portátiles; de la cocina y de la sala de estar llegaban pitidos y sonaba un constante bip-bip-bip que venía de la calle de abajo, y de la comisaría, más al sur, y de los inquilinos de Faneuil Heights y East Bucky.
Todo pitaba, en esos días. Todo era rápido, fluido y diseñado para estar en movimiento. Toda la humanidad iba de un lado a otro, al ritmo del mundo y creciendo con él.
¿Cuándo empezó a suceder todo esto, joder?
En realidad, era lo único que deseaba saber. ¿Cuándo había empezado a acelerarse el ritmo ya dejarle con los ojos clavados en la espalda de los demás?
Cerró los ojos.
Cuando Lauren se marchó.
Fue entonces.
Brendan Harris miró el teléfono y deseó que sonara. Miró el reloj. Dos horas de retraso. En verdad no era una sorpresa, ya que el tiempo y Katie nunca habían tenido una relación muy buena, pero aquel día precisamente… Brendan sólo deseaba irse, ¿Dónde estaba, si no estaba en el trabajo? El plan había consistido en que ella lo llamaría desde la tienda, que iría a la Primera Comunión de su hermanastra y que luego se encontraría con él. Sin embargo, ni había ido a trabajar ni le había llamado.
Él no podía llamarla. Ésa había sido siempre una de las peores pegas de su relación desde la primera noche en que se enrollaron. Katie solía estar en uno de estos tres sitios: en casa de Bobby O'Donnell, al principio de su relación con Brendan; en el piso de la avenida Buckingham en el que se había criado junto con su padre, su madrastra y sus dos hermanastras; o en el piso de arriba, en el que vivía un montón de sus tíos locos, dos de los cuales, Nick y Val, eran famosos por sus psicosis y por la más absoluta falta de control sobre sus impulsos. Después estaba su padre, Jimmy Marcus, que odiaba profundamente a Brendan, a pesar de que ni éste ni Katie se podían imaginar por que. Sin embargo, Katie se lo había dejado muy claro, ya que a lo largo de todos aquellos años su padre le había repetido con frecuencia: «Mantente alejada de los Harris; si alguna vez traes uno a casa, te repudiare».
Según Katie, su padre solía ser un tipo bastante racional, pero una noche, con lágrimas que le llegaban hasta el pecho, dijo a Brendan:
– Cuando hablamos de ti, se vuelve como loco. Loco de verdad. Una noche había bebido, ¿vale?, quiero decir que estaba borracho, y empezó a contarme cosas de mi madre, de lo mucho que me quería y todo eso, y luego dijo: «Esos malditos Harris, Katie, son escoria».
Escoria. El sonido de la palabra se le quedó grabado a Brendan en el pecho como si se tratara de flema.
– «Mantente alejada de ellos. Es la única cosa que te pido en esta vida Katie. Por favor.»
– Entonces, ¿cómo ha podido suceder? -preguntó Brendan-. Que hayas acabado saliendo conmigo, quiero decir.
Se dio la vuelta entre sus brazos, le dedicó una triste sonrisa y le dijo.
– ¿Aun no lo sabes?
A decir verdad, Brendan no tenía ni la más remota idea. Katie lo era todo para él. Una diosa. Brendan era sólo, pues eso, Brendan.
– No, no lo sé.
– Eres amable.
– ¿De verdad?
Asintió con la cabeza y añadió:
– Veo cómo te comportas con Ray, con tu madre, con la gente normal y corriente de la calle, y eres muy amable, Brendan.
– Mucha gente es amable.
Negó con la cabeza y replicó:
– Hay mucha gente simpática, pero no es lo mismo.
Y Brendan, reflexionando sobre lo que Katie le acababa de decir, tuvo que admitir que a lo largo de toda su vida nunca había conocido a nadie a quien no le cayera bien, ni del modo que se haría en un concurso de popularidad, sino simplemente por frases del tipo «El chico ese de los Harris es muy majo». Nunca había tenido enemigos, no se había peleado desde la escuela primaria y era incapaz de recordar la última vez que alguien le había dirigido una palabra desagradable. Tal vez fuera debido a que era amable. Y a lo mejor, tal y como había dicho Katie, eso era una cualidad excepcional. O tal vez solo era la clase de persona que no hace enfadar a la gente.
Bien, a excepción del padre de Katie. Era todo un misterio. Y no tenía sentido negar lo que era: odio.
Tan sólo hacía media hora que Brendan lo había sentido en la tienda de barrio del señor Marcus: ese odio silencioso y comedido que emanaba de Jimmy como si fuera una infección vírica. Se encogía ante él, tartamudeaba por culpa de aquel odio. Había sido incapaz de mirar a Raya los ojos durante todo el camino de vuelta por cómo le había hecho sentir aquel odio: sucio, con el pelo lleno de piojos y los dientes cubiertos de mugre. Y el hecho de que no tuviera ningún sentido, pues Brendan nunca le había hecho nada al señor Marcus, ¡qué demonios!, si apenas le conocía, no facilitaba las cosas. Cada vez que Brendan miraba a Jimmy Marcus veía a un hombre que no dejaría de cachondearse de él aunque estuviera en llamas.
Brendan no podía llamar a Katie a ninguna de las dos líneas y arriesgarse a que la persona que contestara al teléfono le pillara o solicitara una identificación de llamada, y que el señor Marcus empezara a preguntarse qué hacía Brendan Harris, el odiado, llamando a su Katie. Había estado a punto de llamarla un millón de veces, pero el mero hecho de imaginarse que el señor Marcus o Bobby O'Donnell o alguno de los psicópatas hermanos Savage pudiera contestar era suficiente para hacerle colgar el teléfono de nuevo con manos sudorosas.
Brendan no sabía a quién le tenía más miedo. El señor Marcus era un tipo normal y corriente, el propietario de la tienda a la que Brendan había ido a comprar casi toda su vida, pero había alguna cosa en él 1además del evidente odio que sentía hacia Brendan, que inquietaba a la gente, una habilidad para algo, Brendan no sabía qué era exactamente, que hacía que la gente a su alrededor bajara la voz y evitara mirarle a los ojos. Bobby O'Donnell era uno de esos tíos de los que nadie sabía muy bien cómo se ganaba la vida, pero en cualquier caso, la gente cruzaba la calle para no tener que encontrarse con él. Y por lo que se refería a los hermanos Savage, estaban a años luz de la mayoría de la gente en cuanto a lo que se entendía por comportamiento normal y aceptable. Los hermanos Savage, que eran los cabronazos más locos, descabellados e incorregibles y lunáticos que hubo jamás en las marismas; tenían una mirada muy penetrante y un temperamento tan explosivo que podría llenarse una libreta del tamaño del Antiguo Testamento con todas las cosas que les enfurecían. Su padre, un estúpido y morboso por si solo, se había encargado, junto con su delgada y bendita esposa, de traer a todos los hermanos a este mundo con sólo once meses de diferencia, como si hubieran instalado una cadena de montaje nocturna de bombas de relojería. Antes de que echaran abajo el edificio, cuando Brendan aún era un niño, los hermanos se habían criado amontonados, roñosos y coléricos en un dormitorio del tamaño de una radio japonesa, junto a las vías elevadas que solía haber sobre las marismas y que les tapaban todo el sol. El suelo del piso estaba bastante inclinado hacia el este y los trenes pasaban sin cesar por delante de la ventana de los hermanos todos los malditos días del año; aquella mierda de edificio de tres plantas temblaba tanto que muy a menudo los hermanos se caían de la cama y se despertaban por la mañana amontonados unos sobre otros. Empezaban el día de tan mal humor que parecían ratas de alcantarilla y tenían que darse de puñetazos para poder salir del montón y empezar el día.
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