Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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.Jimmy y Annabeth adoraban a sus hijas. Se esforzaban mucho para que fueran niñas felices, alegres y para que comprendieran lo mucho que las amaban. Pero había una frontera muy fina que separaba esa actitud de la tomadura de pelo; por lo tanto, Jimmy se aseguraba de que sus hijas supieran con exactitud dónde estaba aquella frontera.

Tal y como estaban haciendo en aquel momento dos pequeños gilipollas que pasaban en procesión junto al banco de Jimmy: dos chicos que se iban dando empujones y que se reían en voz alta, sin hacer caso de las monjas que les mandaban callar, y haciendo el payaso delante de la multitud; aunque parezca mentira, algunos adultos les sonreían. ¡Por amor de Dios! En la época de Jimmy, los padres habrían ido hacia ellos, y levantándoles del suelo por los pelos, les habrían dado un azote en el culo, para susurrarles al oído que aquello no había acabado ahí antes de volver a dejarlos en el suelo.

Jimmy, que había odiado a su viejo a más no poder, sabía que los métodos de antes eran injustos, de eso no había ninguna duda, joder, pero tenía que haber una solución intermedia que la mayoría de la gente pasaba por alto. Un terreno neutral en el que el niño supiera que los padres le amaban, pero que los jefes y las normas tenían razón de ser, que un no significaba realmente «no» y que el hecho de ser una monada no implicaba que tuvieras derecho a todo.

Estaba claro que aunque uno transmitiese todos esos valores y educase a un buen chaval, te seguiría dando muchos disgustos. Tal y como estaba haciendo Katie. No tan sólo no apareció por la tienda, sino que además parecía que tampoco iba a presentarse a la Primera Comunión de su hermanastra pequeña. ¿En qué demonios estaría pensando? Seguramente en nada, ése era el problema.

Al darse la vuelta para contemplar cómo Nadine avanzaba por el pasillo Jimmy se sintió tan orgulloso de ella que, por un momento, se olvidó de la ira (y sí, de la leve preocupación y de la pequeña aunque constante inquietud) que sentía por Katie; sin embargo, sabía que volvería de nuevo. La Primera Comunión era un acontecimiento muy especial en la vida de un niño católico, era un día para ir bien vestido, para dejarse adorar y adular, y para que le llevaran a Chuck E. Cheese después de la ceremonia, y Jimmy creía que debía festejar los acontecimientos importantes de la vida de sus hijos y hacer que fueran radiantes y memorables. Por eso estaba tan cabreado con Katie por no haberse presentado. Tenia diecinueve años, de acuerdo, y con toda probabilidad el mundo de sus hermanastras pequeñas no era nada en comparación con los modelitos, los chicos y poder colarse en bares en los que hacían la vista gorda con los menores de edad. Jimmy comprendía todo eso y no solía reñirle por ello, pero faltar a un evento tan importante, especialmente después de todo lo que Jimmy había hecho cuando Katie era más joven para celebrar los momentos importantes de la vida de su hija mayor, no tenía excusa.

Sintió que la indignación crecía de nuevo y supo que tan pronto como la viera tendrían otro de sus «debates», tal y como los calificaba Annabeth, y que en los dos últimos años se habían convertido en algo habitual.

Fuera lo que fuere, al diablo con ello.

Porque allí llegaba Nadine, y se acercaba al banco de Jimmy. Annabeth le había hecho prometer a la niña que no miraría a su padre cuando pasara delante de él, con el fin de no estropear la seriedad del sacramento con algún gesto atolondrado o infantil, pero Nadine le echó una mirada de todos modos, rápida y suficiente para que Jimmy supiera que se arriesgaba a hacer enfadar a su madre sólo para demostrarle el amor que sentía hacia él. No se vanaglorió delante de su abuelo, Theo, ni delante de los seis tíos que llenaban el banco que había detrás del de Jimmy, y éste la respetó por ello: se acercaba a la frontera, pero no la había cruzado. Le miró por el rabillo del ojo izquierdo y Jimmy, que le siguió la mirada por debajo del velo, le dedicó un saludo con tres dedos a la altura de la hebilla del cinturón y pronunció un «hola» amplio y silencioso.

Nadine soltó una sonrisa tan blanca que ni el velo, ni el vestido, ni los zapatos podían igualar; Jimmy sintió que le hacía estallar el corazón, los ojos y las rodillas. Las mujeres de su vida, Annabeth, Katie, Nadine y su hermana Sara, podían hacerle sentir así con cualquier pretexto; con tan sólo una sonrisa o una mirada podían conseguir que le temblaran las piernas y que se sintiera débil.

Nadine bajó los ojos y arrugó su pequeño rostro para ocultar la sonrisa, pero Annabeth consiguió verla de todos modos. Le dio un codazo a Jimmy entre las costillas y la cadera izquierda. Se volvió hacia ella, notando cómo enrojecía.

– ¿Qué? -preguntó.

Annabeth le lanzó una mirada que indicaba que tendría que vérselas con ella cuando volvieran a casa. Después miró hacia delante, con los labios apretados, pero una ligera sonrisa en las comisuras.

Jimmy sabía que tan pronto como dijera «¿algún problema?» con su voz de niño inocente característica, Annabeth empezaría a morirse de risa por mucho que le pesara, porque había algo en las iglesias que hacia que uno tuviera ganas de reírse, y ése siempre había sido uno de los grandes dones de Jimmy: tenía la habilidad de hacer reír a las señoras, pasara lo que pasare.

Sin embargo, después de aquello estuvo un rato sin mirar a Annabeth: simplemente siguió la misa y los ritos sacramentales a medida que cada uno de los niños iba recibiendo por primera vez la hostia en las manos ahuecadas. Había enrollado el folleto del programa que humedeció por el sudor de la palma de la mano, mientras lo usaba para darse suaves golpes en la pantorrilla. Observó cómo Nadine alzaba la hostia de la mano y se la llevaba a la lengua, y luego se santiguaba, con la cabeza baja; Annabeth se inclinó hacia él y le susurró al oído:

– ¡Nuestra niña! ¡Dios mío, Jimmy, nuestra niña!

Jimmy la rodeó con el brazo y la estrechó hacia él, deseando poder retener ciertos momentos de la vida como si fueran fotos instantáneas y seguir disfrutándolos, sin interrupción, hasta que uno estuviera preparado para abandonarlos, sin importar las horas o los días que uno hubiera pasado gozando de ellos. Volvió la cabeza y besó a Annabeth en la mejilla; ésta se le acercó un poco más y ambos, sin apartar los ojos de Nadine, contemplaron el ángel sublime que tenían por hija.

El tipo con la espada de samurái se hallaba de pie junto a la entrada del parque, de espaldas al Pen Channel; tenía un pie levantado del suelo y con el otro iba dando vueltas poco a poco, a la vez que sostenía la espada con un extraño ángulo por detrás de la coronilla. Sean, Whitey, Souza y Connolly se le fueron acercando despacio, mirándose entre ellos como diciendo «¿qué coño está haciendo?». El tipo continuó con sus lentos giros, sin prestar atención a los cuatro hombres que se le iban aproximando a medida que bordeaban el parque. Se pasó la espada por encima de la cabeza y empezó a blandirla a la altura del pecho. En ese momento debían de encontrarse a unos seis metros de distancia y el tipo, que había dado un giro de I80 grados, estaba de espaldas a ellos. Sean vio que Connolly se llevaba la mano a la cadera derecha, que desabrochaba la hebilla de la funda de su pistola y que dejaba la mano apoyada en la culata de su Glock.

Antes de que todo aquello se complicase más, o que alguien resultara herido, o que el tipo les hiciera el haraquiri, Sean se aclaró la voz y dijo:

– Disculpe, señor. ¿Señor?

El tipo inclinó ligeramente la cabeza, como si hubiera oído a Sean, pero siguió con sus giros deliberados, que cada vez eran más rápidos y más cercanos.

– Señor, debería dejar el arma en el suelo.

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