Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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– El teniente ya se encuentra en camino y ya se lo hemos comunicado a la fiscalía. ¿ Corto?

– Afirmativo. Cambio.

Sean observó la huella del tacón en la tierra y se percató de que había algunas rayas a su izquierda, como si la víctima hubiera metido los dedos al subir a rastras y pasar al otro lado.

– ¿Le gustaría hacer alguna conjetura sobre lo que sucedió aquí ayer por la noche, sargento?

– Ni me atrevo a intentarlo -respondió Whitey.

Desde las escaleras de la iglesia, Jimmy apenas lograba vislumbrar el Penitentiary Channel. Era tan sólo una línea color violeta claro en el extremo más alejado del paso superior que atravesaba la autopista; el parque que lo confinaba era el único reducto de naturaleza a ese lado del canal. Jimmy observó la blanca raja de la parte superior de la pantalla del autocine, que estaba situado en el centro del parque, y que sobresalía un poco por encima del paso superior. Aún seguía ahí, mucho después de que el estado se hubiera apropiado de la tierra por cuatro duros en la subasta del Distrito II y lo cediera al Departamento de Parques y Jardines. Dicho departamento se había pasado los diez años siguientes embelleciendo el lugar, arrancando los palos que aguantaban los altavoces del autocine, nivelando el suelo y plantando césped, delimitando senderos para ciclistas y atletas a lo largo del agua, erigiendo jardines vallados, construyeron incluso un embarcadero y rampas para piragüistas, a pesar de que éstos no podrían llegar muy lejos antes de que les hicieran dar la vuelta por los dos extremos a causa de las esclusas del puerto. Sin embargo, la pantalla seguía allí, surgía por detrás del callejón sin salida que habían creado al plantar una hilera de grandes árboles que habían transportado por barco desde Carolina del Norte. En el verano, un grupo de teatro local solía interpretar a Shakespeare delante de la pantalla; la decoraban con telones medievales, brincaban de un lado al otro del escenario con espadas de papel de aluminio y no cesaban de repetir «atiende», «en verdad» y gilipolleces por el estilo. Hacía dos veranos que Jimmy había ido allí con Annabeth y las chicas. Annabeth, Nadine y Sara se habían quedado dormidas antes de que acabara el primer acto, sin embargo, Katie había permanecido despierta, inclinándose hacia delante encima de la manta, con el codo apoyado en la rodilla y la barbilla en la palma de la mano; por lo tanto, Jimmy había hecho lo mismo.

Esa noche representaron La fierecilla domada, y Jimmy fue incapaz de seguir la mayor parte de la historia. Iba sobre un tipo que abofeteaba a su prometida hasta que la hacía entrar en vereda y se convertía en una obediente y aceptable esposa. Jimmy no comprendía qué había de artístico en eso, pero se imaginó que la obra perdía mucho a causa de la adaptación. En cambio, Katie se lo pasó en grande. Se rió un montón de veces, se quedó absorta y en total silencio unas cuantas veces más, y después dijo a Jimmy que había sido «mágico».

Jimmy no comprendía nada de lo que ella le decía y Katie era incapaz de explicárselo. Sólo repetía que había sentido que la «transportaban», y durante los seis meses siguientes no paraba de repetir que se iría a vivir a Italia después de la graduación.

Jimmy, mientras contemplaba el extremo de los edificios de East Bucky desde las escaleras de la iglesia, pensó: «¡Italia, por supuesto!».

– ¡Papá, papá! -Nadine se separó de un grupo de amigos y corrió hacia Jimmy en el momento en que éste pisaba el último escalón-. ¡Papá, papá! -repitió lanzándose a toda velocidad sobre él.

Jimmy la levantó en brazos y percibió un olor intenso a almidón procedente del vestido; la besó la mejilla y exclamó:

– ¡Nena, nena!

Con el mismo movimiento que su madre solía hacer para apartarse el pelo de los ojos, Nadine usó dos dedos para apartarse el velo del rostro.

– Este vestido pica.

– Me pica a mí y ni siquiera lo llevo -protestó Jimmy.

– Si te pusieras un vestido, papá, estarías muy gracioso.

– No si me quedara tan bien como a ti.

Nadine puso los ojos en blanco, se rascó la parte inferior de la barbilla con la rígida corona del velo y le preguntó:

– ¿Te hace cosquillas?

Jimmy observó a Annabeth y a Sara por encima de la cabeza de Nadine y sintió como las tres le hacían estallar el pecho, cómo le llenaban y como le convertían en polvo a la vez.

Si un montón de balas le acribillara la espalda en ese momento, en ese preciso instante, no pasaría nada. No lo lamentaría. Era feliz, todo lo feliz que uno podía llegar a ser.

Bueno, casi. Echó un vistazo a la multitud por si veía a Katie, con la esperanza de que ésta hubiera aparecido en el último momento. En vez de eso, vio a un coche patrulla que giraba la esquina de la avenida Buckingham y que se colocaba en el carril izquierdo de la calle Roseclair; el neumático trasero golpeaba la franja central mientras que el ruido estridente y agudo de la sirena cortaba el aire de la mañana. Jimmy observó cómo el conductor pisaba el acelerador y oyó el ruido que hacía el motor al girar con rapidez cuando el coche patrulla bajaba la calle Roseclair a toda velocidad en dirección al Pen Channel. Unos segundos más tarde le siguió un coche negro camuflado y, a pesar que de llevaba la sirena apagada, era imposible confundirlo con otro tipo de coche, ya que el conductor giró la esquina de noventa grados que llevaba a la calle Roseclair a sesenta kilómetros por hora; además, el motor hacía un ruido ensordecedor.

Mientras Jimmy dejaba a Nadine en el suelo, sintió que una certeza desagradable y repentina le recorría el cuerpo; tuvo la sensación de que las cosas volvían lamentablemente a la normalidad. Contempló cómo los dos coches patrulla pasaban como un rayo por debajo del paso elevado y giraban con brusquedad hacia la derecha para tomar la carretera de entrada del Pen Park. En ese momento, sintió a Katie en su sangre, junto con los motores ensordecedores y los neumáticos batientes, entre los vasos capilares y las células.

– Katie -estuvo a punto de decir en voz alta-. ¡Santo cielo! ¡Katie!

8. VIEJO MACDONALD

El domingo por la mañana, Celeste se despertó pensando en cañerías: en toda esa red de tubos que atravesaba casas y restaurantes, multicines y centros comerciales, y que bajaba formando grandes tramos esqueléticos desde lo alto de edificios de oficinas de cuarenta plantas, de un piso gigantesco a otro, y que se precipitaban hacia una red incluso mayor de alcantarillas y acueductos que serpenteaban bajo pueblos y ciudades, conectando a la gente de una forma más viable que las propias palabras, con el único objetivo de deshacerse de todo aquello que habíamos consumido y que nuestros cuerpos, nuestras vidas, nuestros platos y nuestras bandejas de comida crujiente habían desechado.

¿Adónde iba todo aquello?

Se imaginaba que ya se habría planteado esa pregunta con anterioridad, de forma imprecisa, de la misma manera que uno se pregunta como puede ser que un avión se mantenga en el aire sin batir las alas, pero en ese momento deseaba saberlo de verdad. Se sentó en la cama vacía, ansiosa y curiosa, y oyó el ruido que hacían Dave y Michael mientras jugaban a Wiffle-ball [3] en el jardín trasero tres plantas más abajo. ¿Adónde?, se preguntaba.

Tenía que ir a alguna parte. Todos esos chorros de agua, todo ese jabón de manos, champú, detergente, papel higiénico y los vómitos de los bares, todas las manchas de café, las manchas de sangre, las manchas de sudor, la suciedad de las vueltas del pantalón y la mugre del Iado interno de los cuellos de camisa, las verduras frías que uno quitaba del plato con el tenedor y tiraba en el cubo de la basura, los cigarrillos, la orina, las duras cerdas de pelo procedentes de piernas, mejillas, ingles y barbillas…, todo aquello se juntaba cada noche con cientos de miles de entidades similares o idénticas y, según suponía, fluían a través de húmedos pasadizos repletos de bichos, para ir a desembocar en unas grandes catacumbas, donde se mezclaba con chorros de agua que se dirigían a toda velocidad a… ¿ dónde?

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