Además estaba el asunto ése de que le había pegado un puñetazo mientras sostenía la navaja en la otra mano. Si uno daba por supuesto que sostenía la navaja con la mano diestra, bien, venga hombre, ¿quién daba puñetazos con una mano que no fuera la que usaba para escribir?
Sí, creía que Dave se había visto inmerso en una horrible situación en la que se había visto obligado a sucumbir a una mentalidad del tipo «o matas, o te matan». Sí, estaba segura de que no era el tipo de hombre que habría ido en busca de pelea. Pero… pero aún así, la historia que había contado tenía lagunas y cosas que no encajaban. Era como si alguien que llevara la camisa manchada de barra de labios deseara justificarse: no quería decir que uno hubiera sido infiel, pero la explicación, por ridícula que fuera, debería tener algún sentido.
Se imaginó a los dos detectives en la cocina de su casa, haciéndole preguntas, y estaba convencida de que Dave no soportaría la presión. Ante una mirada imparcial y un sinfín de preguntas, su historia caería por su propio peso. Reaccionaria de la misma forma que cuando le preguntaba por su infancia. Sin lugar a dudas había oído contar historias, ya que las marismas no dejaban de ser un pequeño pueblo dentro de una gran ciudad y la gente rumoreaba. Así pues, una vez le había preguntado a Dave si le había sucedido algo terrible cuando era niño, algo que sintiera que no podía compartir con nadie, y le había hecho saber que podía compartirlo con ella, su mujer, que además estaba embarazada de su hijo en aquel momento.
Le había mirado con un gesto de confusión y le había dicho: «¡Ah, te refieres a eso!».
– ¿A qué?
– Estaba jugando con Jimmy y con otro niño, Sean Devine. SÍ, ya le conoces. Le has cortado el pelo una o dos veces, ¿verdad?
Celeste le recordaba. Trabajaba para algún departamento relacionado con la ley, pero no en la ciudad. Era alto, con el pelo rizado y una voz color ámbar que te embriagaba. Tenía la misma seguridad inherente que Jimmy, esa que tenían los hombres que o bien eran muy atractivos o que rara vez se veían afligidos por la duda.
Era incapaz de imaginarse a Dave con aquellos dos hombres; ni siquiera de niños.
– De acuerdo -le había respondido.
– Bien, el coche se detuvo, subí, y poco después, me escapé.
·-Te escapaste.
Había asentido él haciendo un gesto con la cabeza.
– No hay mucho más que contar, cariño.
– Pero Dave…
Le había dicho tapándole los labios con el dedo:
– Démoslo por finalizado, ¿vale?
Sonreía, pero Celeste captó una especie de… ligera histeria en sus ojos.
– ¿Que más quieres saber? Recuerdo que jugaba a pelota y a dar patadas a las latas -dijo Dave-.Y que también iba a la escuela Lewis M. Dewey y que tenía que hacer grandes esfuerzos para no dormirme en clase. También recuerdo haber ido a algunas fiestas de cumpleaños y chorradas de ésas. Pero, venga, era una vida muy aburrida. Si quieres te cuento la época de instituto…
Sin embargo, ella lo dejaba correr, tal y como hacía cuando él le mentía sobre por que había perdido el trabajo en la Empresa Americana de Mensajeros (Dave le había dicho que habían hecho reducción de plantilla, pero otros tipos del barrio salieron a la calle durante las semanas que siguieron y les llovieron las ofertas de empleo), o como cuando le había contado que su madre había muerto de un ataque al corazón cuando todo el barrio sabía la historia de que Dave, al regresar a casa cuando cursaba el penúltimo curso en el instituto, se había encontrado a su madre sentada junto al horno, con las puertas de la cocina cerradas, con unas toallas que tapaban las ranuras y con la habitación llena de gas. Al final se había convencido de que Dave necesitaba sus mentiras y que le hacía falta re inventar su propia historia e idearla de tal modo que le permitiera aceptarla y enterrarla. Y si eso le convertía en una persona mejor, en un marido cariñoso, aunque en ocasiones distante, y en un padre atento, ¿quién era ella para juzgarle?
Sin embargo, mientras Celeste sacudía los pantalones vaqueros y algunas camisas de Dave, supo que esa mentira podría acabar con él. Con ellos, ya que al lavarle la ropa, ella también había participado en la conspiración de la obstrucción a la justicia. Si Dave no se sinceraba con ella, sería incapaz de ayudarle. Y cuando la policía fuera a su casa (porque lo harían, ya que eso no era la televisión; incluso el detective más tonto y más borracho era más listo que ellos cuando se trataba de crímenes) despedazarían la historia de Dave con la misma facilidad que si cascaran un huevo en el canto de una sartén.
La mano derecha le estaba matando. A Dave se le habían hinchado los nudillos el doble de lo normal y tenía la sensación de que los huesos más cercanos a la muñeca estaban a punto de perforarle la piel. Así pues, podría haber pasado por alto que le había lanzado la pelota a Michael con torpeza, pero se negaba a hacerlo. Si el chaval era incapaz de darle a la pelota Wiffle cuando ésta volaba en curva o por lo bajo, nunca sería capaz de seguir la trayectoria de una pelota más dura que fuera al doble de velocidad, ni de darle con un bate diez veces más pesado.
Su hijo, que tenía siete años, era demasiado pequeño para su edad y demasiado confiado para el mundo en que vivían. Era obvio por la franqueza de su rostro y por la sensación de esperanza que irradiaba de sus ojos azules. A Dave le encantaba esa faceta de su hijo, pero también la odiaba. No sabía si tendría la fortaleza para quitársela, pero tenia la certeza de que pronto tendría que hacerlo, y que si no lo hacía, el mundo lo haría por el. Esa cosa tierna y frágil de su hijo era una maldición de los Boyle, la misma que hacia que a Dave, a la edad de treinta y cinco años, aún le siguieran confundiendo por un universitario y que le pidieran el carné de identidad en las tiendas de bebidas alcohólicas fuera del barrio. Tenía la misma mata de cabello que cuando tenía la edad de Michael y no tenía ni una sola arruga; sus propios ojos azules eran vitales e inocentes.
Dave observó cómo Michael se atrincheraba tal y como le había enseñado, cómo se arreglaba la gorra y cómo ladeaba el bate por encima de su cabeza. Balanceaba un poco las rodillas y las flexionaba, un hábito del que Dave se iba liberando poco a poco, pero que le volvía con la misma naturalidad que si fuera un tic. Dave lanzaba la pelota con rapidez, para sacar partido de sus debilidades, escondiendo las nudiIleras al arrojar la plata antes de extender el brazo del todo; retorciendo la palma de la mano a causa del movimiento.
Sin embargo, Michael dejó de flexionar las rodillas tan pronto como Dave empezó a moverse con la rapidez que lo caracterizaba cuando la pelota voló y luego cayó en casa, Michael intentó golpearla bajo y le dio como si sostuviera un palo de golf. Dave vio el indicio de una sonrisa esperanzadora en el rostro de Michael mezclada con algo de sorpresa al darse cuenta de su proeza; Dave estuvo a punto de dejar escapar la pelota, pero en vez de eso la arrojó de nuevo al suelo; sintió cómo algo se le desmoronaba en el pecho mientras la sonrisa se desvanecía del rostro de su hijo.
– ¡Eh! -exclamó Dave, decidido a permitir que su hijo disfrutara de la satisfacción de haber hecho un golpe lateral tan bueno-. Ha sido un golpe estupendo, campeón.
Michael, que aún seguía perfeccionando el golpe con el entrecejo fruncido, le preguntó:
– ¿Como has podido lanzarla al suelo?
Dave recogió la pelota del suelo y respondió:
– No lo sé. ¿Crees que será porque soy mucho más alto que los demás niños de la liga infantil?
Michael sonrió con indecisión, a la espera de volver a batear y le dijo:
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