Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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– Debe de tratarse de un asunto serio. -Deveau silbó y se quedó mirando la ropa de Jimmy-. ¿Dónde vas tan bien vestido?

– Vengo de la ceremonia de Primera Comunión de Nadine.

Jimmy vio cómo un poli recogía al borracho del suelo y le decía algo a la oreja, luego la llevaba a la fuerza hasta un sedán color verde oliva que tenía una sirena puesta a un lado del techo sobre el asiento del conductor.

– ¡Felicidades! -exclamó Deveau.

Jimmy se lo agradeció con una sonrisa.

– ¿Y qué demonios haces aquí?

Deveau recorrió la calle Roseclair con la mirada en dirección hacia Santa Cecilia; de repente Jimmy se sintió ridículo. ¿Qué coño estaba haciendo él ahí con su corbata de seda y su traje de seiscientos dólares, estropeándose los zapatos con los hierbajos que surgían desde debajo de la barandilla?

Katie, recordó.

Aun así, le seguía pareciendo ridículo. Katie no había asistido a la Primera Comunión de su hermanastra porque estaría durmiendo la borrachera de la noche anterior o en íntima conversación con su último novio. ¿Qué le hacía creer que Katie iba a ir a la iglesia si nadie la obligaba? El día que bautizaron a Katie, hacía más de diez años que Jimmy no entraba en una iglesia. E incluso después de ese día, Jimmy no empezó a ir a la iglesia con regularidad hasta que conoció a Annabeth. Así pues, ¿qué había de malo si había salido de la iglesia, había visto los coches patrulla girar a toda velocidad la esquina de la calle Roseclair y había tenido un… mal presentimiento? Era sólo porque estaba preocupado por Katie, y también cabreado con ella, y por tanto pensaba en su hija mientras contemplaba cómo los polis se dirigían hacia el Pen Channel.

Sin embargo, en aquel momento se sentía estúpido. Estúpido, demasiado bien vestido y realmente tonto por haberle dicho a Annabeth que se llevara a las chicas a Chuck E. Cheese´s y que el ya iría más tarde; Annabeth le había mirado a los ojos con una mezcla de exasperación, confusión y enfado a duras penas contenido.

Jimmy se volvió hacia Deveau y le respondió:

– Supongo que tenía curiosidad por ver qué pasaba, como todos los demás- le dio una palmadita en el hombro-. Pero ya me marcho, Ed.

Mientras bajaba por la calle Sydney, un poli le lanzó un juego de llaves a otro y éste entró en el furgón policial.

– De acuerdo, Jimmy. Cuídate.

– Tú también -dijo Jimmy despacio, sin dejar de observar la calle al tiempo que el furgón daba marcha atrás y se detenía para cambiar de marcha y girar las ruedas a la derecha.

Jimmy volvió a tener la certeza de que había sucedido algo malo.

Uno la sentía en el alma, pero en ningún otro lugar. Uno solía sentir la verdad allí mismo (más allá de toda lógica) y a menudo no se equivocaba, si era de ese tipo de verdad que no se quiere aceptar y que no se está seguro de poder asumir. Las mismas verdades que todos intentamos no ver y que hacen que la gente vaya al psiquiatra, pase demasiado tiempo en bares y se atonte delante del televisor para ocultar ciertas realidades duras y desagradables que el alma reconoce mucho antes de que la mente las capte.

Jimmy sintió que aquel mal presentimiento le fijaba los zapatos con clavos y que le obligaba a seguir allí de pie, a pesar de que lo que más deseaba era salir corriendo, lo más rápido que pudiera, hacer cualquier cosa que no fuera estar allí inmóvil observando cómo se alejaba el furgón. Los clavos, gruesos y fríos, le llegaron hasta el pecho, como si hubieran sido disparados desde un cañón, y deseaba cerrar los ojos, pero aquellos mismos clavos le obligaban a tenerlos abiertos, y cuando el furgón estaba ya en medio de la calle, vio el coche que había ocultado hasta entonces: todo el mundo se agrupaba a su alrededor, le pasaban el cepillo en busca de pruebas, le hacían fotografías, examinaban el interior y extraían objetos embolsados que entregaban a los policías que permanecían de pie en la calle y en la acera.

El coche de Katie.

No es que fuera el mismo modelo ni uno que se le pareciera, era realmente su coche. La abolladura en el parachoques delantero de la derecha y el foco derecho sin cristal.

– ¡Por el amor de Dios, Jimmy! ¿Jimmy? ¡Mírame! ¿Te encuentras bien?

Jimmy alzo los ojos y vio a Ed Deveau, sin saber como había acabado así, de rodillas, con las palmas de las manos en el suelo, mientras un montón de rostros irlandeses redondos le contemplaban.

– ¿Jimmy? -Deveau le tendió una mano-. ¿Te encuentras bien?

Jimmy observó la mano y no tenía ni idea de cómo contestarle. Hombres rana, pensó. En el Pen.

Whitey encontró a Sean en el bosque, a unos noventa metros más allá del barranco. Habían perdido el rastro de sangre y cualquier indicio de huellas dactilares en las zonas más abiertas del parque, pues la lluvia de la noche anterior había borrado todo lo que no había estado cubierto por los árboles.

– Unos cuantos perros han olido algo junto a la pantalla del antiguo autocine. ¿Quieres que nos acerquemos hasta allí?

Sean asintió con la cabeza, pero en ese mismo momento sonó su transmisor.

– Agente Devine.

– Aquí delante tenemos un tipo que…

– ¿Delante de dónde?

– Delante de la calle Sydney, agente.

– Siga.

– El tipo asegura ser el padre de la chica desaparecida.

– ¿Qué coño está haciendo en la escena del crimen?

Sean sintió cómo le subía la sangre a la cabeza, y cómo enrojecía y se acaloraba.

– Ha conseguido pasar, agente. ¿Qué quiere que le diga?

– Bien, pues hágalo salir. ¿Ya ha llegado algún psicólogo?

– No, está en camino.

Sean cerró los ojos. Todo el mundo estaba en camino, como si estuvieran parados en el mismo atasco.

– Intente tranquilizar al padre hasta que llegue el psicólogo. Ya sabe lo que tiene que hacer.

– Sí, pero desea verle a usted, agente.

– ¿A mí?

– Asegura que le conoce y que alguien le ha dicho que usted se encontraba aquí.

– ¡No, no, no, mire…!

– Viene acompañado de unos cuantos tipos.

– ¿Tipos?

– Unos tíos con una pinta terrorífica. Todos se parecen mucho y la mitad de ellos son casi enanos.

«Los hermanos Savage. Mierda.»

– ¡Ahora mismo voy! -exclamó Sean.

Un segundo más y Val Savage consigue que lo arresten. Y Chuck, con toda probabilidad, también. El temperamento Savage, casi nunca en calma, se encontraba en plena efervescencia: los hermanos les gritaban a los polis, que parecían estar a punto de empezar a golpearles con la porra.

Jimmy estaba con Kevin Savage, uno de los hermanos más sensatos, a pocos metros de distancia de la cinta policial que rodeaba la escena del crimen. Val y Chuck estaban junto a la cinta, señalaban con el dedo y gritaban:

– ¡Es nuestra sobrina la que está ahí dentro, estúpidos cabronazos de mierda!

Jimmy sentía una histeria controlada, una necesidad de estallar, reprimida con dificultad, que le dejaba impasible y un poco confuso. De acuerdo, el coche aquel que estaba a unos diez metros de distancia era el de su hija. Y sí, era cierto, nadie la había visto desde la noche anterior. Y eso que había visto en el respaldo del asiento del conductor era sangre. Sí, estaba claro que no presagiaba nada bueno. Sin embargo, un batallón entero de policías la estaban buscando y no habían encontrado aún ningún cuerpo. Así pues, debía tener eso en cuenta.

Jimmy observó cómo un poli mayor se encendía un cigarrillo y le entraron ganas de arrancárselo de la boca, de hundirle profundamente carbón ardiente por las venas de la nariz y decirle: «Haz el favor de volver a entrar en el parque y de seguir buscando a mi hija, joder».

Contó hasta diez despacio -un truco que había aprendido en Deer Island- y vio los números aparecer, fluctuantes y grises en la oscuridad de su cerebro. Si gritaba sólo conseguiría que le impidieran permanecer en la escena del crimen. Lo mismo que sucedería si demostraba abiertamente el dolor, la ansiedad o el miedo eléctrico que le recorría el cuerpo. Además, los Savage enloquecerían y acabarían pasando todo el día en una celda en vez de en la calle donde su hija había sido vista por última vez.

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