Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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– Hemos encontrado algo, agente.

– Repítalo, por favor.

Jimmy se acercó hacia Sean y oyó la emoción apenas reprimida del tipo que había al otro lado del transmisor.

– Dije que hemos encontrado algo. El sargento Powers nos ha dicho que debería venir usted hacia aquí. Ah, y tan pronto como sea posible. Ahora mismo, de hecho.

– ¿Dónde se encuentra?

– Junto a la pantalla del autocine, agente. No se puede ni imaginar el estado en que está.

10. PRUEBAS

Celeste estaba viendo las noticias de las doce en el pequeño televisor que tenían en la encimera de la cocina. Planchaba mientras veía la televisión, consciente de que la podrían confundir por un ama de casa de los años cincuenta, pues se ocupaba de las tareas domésticas y cuidaba del niño; mientras, su marido iba a trabajar con su fiambrera metálica, y al regresar a casa esperaba tomarse una copa y que la cena estuviera en la mesa. Pero en realidad no era así. Dave, a pesar de todos sus defectos, arrimaba el hombro en las tareas domésticas. Se ocupaba de pasar el aspirador, de quitar el polvo y de fregar los platos; en cambio, Celeste disfrutaba haciendo la colada, doblando y planchando la ropa, y con el cálido olor que emanaba de la tela recién lavada y sin arrugas.

Usaba la plancha de su madre, un artefacto de principios de los años sesenta. Pesaba más que una roca, siseaba continuamente y soltaba repentinos estallidos de vapor; sin embargo, planchaba mucho mejor que cualquiera de esas planchas nuevas que Celeste, persuadida por los descuentos y por todos esos anuncios de tecnología de era espacial, había ido probando a lo largo de los años. La plancha de su madre dejaba la ropa tan lisa que se podría partir una barra de pan encima; además alisaba las arrugas más difíciles de una suave pasada, mientras que una de las nuevas con carcasa de plástico habría tenido que pasarla media docena de veces.

Celeste se cabreaba cada vez que pensaba en que todo se diseñaba para romperse con facilidad (videos, coches, ordenadores, teléfonos inalámbricos), mientras que los utensilios de la época de sus padres habían sido ideados para que duraran mucho tiempo. Dave y ella aún utilizaban la plancha y la licuadora de su madre, y seguían teniendo su antiguo y achaparrado teléfono negro junto a la cama. Y sin embargo, en los años que llevaban juntos, habían tenido que tirar muchas adquisiciones que habían dejado de funcionar antes de lo que parecería lógico: televisores con tubos de imagen fundidos, una aspiradora que echaba humo azul y una cafetera que elaboraba un líquido que salía sólo un poco más caliente que el agua de la bañera. Ésos y otros aparatos habían acabado en el cubo de la basura, ya que casi era más barato comprarlos nuevos que repararlos. Casi. Por lo tanto, uno acababa gastándose el dinero en el último modelo que acababa de salir al mercado, lo cual era, sin lugar a dudas, lo que pretendían los fabricantes. A veces, Celeste se encontraba a sí misma intentando eludir de modo consciente una idea que le rondaba por la cabeza: no eran tan sólo las cosas que poseía, sino su vida en sí, la que carecía de peso o consecuencias duraderas, sino que estaba programada, de hecho, para que se estropeara a la primera oportunidad que se presentara, a fin de que cualquier otra persona pudiera reciclar las pocas piezas buenas que sobrasen, mientras el resto de ella desaparecería.

Allí estaba pues, planchando y pensando en sus partes desechables cuando, a los diez minutos de haber comenzado el telediario, el presentador miró con seriedad a la cámara y comunicó que la policía estaba buscando al responsable de un crimen atroz que se había perpetrado en las cercanías de uno de los bares del barrio. Celeste se acercó al televisor para subir el volumen y el presentador anunció:

– Esta historia y la información meteorológica después de la publicidad.

A continuación, Celeste se encontró mirando las manos muy cuidadas de una mujer que intentaba fregar una bandeja que tenía toda la pinta de que la hubieran sumergido en caramelo caliente; una voz pregonaba las ventajas de utilizar ese líquido lavavajillas nuevo y mejor, y a Celeste entraron ganas de ponerse a gritar. De alguna manera, las noticias eran como aquellos aparatos desechables: ideados para engañar y engatusar, para reírse de la credulidad de la gente sin que ésta se diera cuenta, ya que la gente creía, una vez más, que cumplirían con lo prometido.

Graduó el volumen y reprimió el deseo de arrancar el botón barato de la televisión de mierda que tenían; después volvió a la tabla de planchar. Hacía una media hora que Dave había salido con Michael para comprarle unas rodilleras y una máscara. Le había dicho que ya oiría las noticias por la radio, pero Celeste ni se había molestado en mirarle a los ojos para ver si le mentía. Michael, con lo bajo y delgado que era, había demostrado ser un receptor excelente; su entrenador, el señor Evans, lo había calificado de «portento» y le había dicho que, considerando su edad, tenía un «misil balístico» por brazo. Celeste pensó en los niños que había conocido en su propia infancia y que jugaban en la misma posición; solían ser niños corpulentos, con nariz chata y sin incisivos, y le expresó sus temores a Dave.

– Las máscaras que fabrican hoy en día, cariño, son como jaulas para tiburón. Si las golpearas con una carretilla, sería ésta la que se rompiera.

Había tardado un día en pensárselo y en comunicarle a Dave lo que había decidido. Michael podría jugar de receptor o en cualquier otra posición siempre que tuviera el mejor equipo posible y, ahí estaba el punto clave, si nunca se dedicaba al rugby profesional.

Dave, que nunca había jugado al rugby, asintió después de una discusión superficial de tan sólo diez minutos.

Así pues, habían salido a comprar el equipo para que Michael pudiera seguir los pasos de su padre; mientras tanto, Celeste no apartaba los ojos del televisor, y mantenía la plancha en alto sobre una camisa de algodón en el instante en que terminaba un anuncio de comida para perros y que volvían las noticias.

Ayer por la noche en AlIston -declaró el presentador y a Celeste le dio un vuelco el corazón-, una estudiante de segundo curso de la Universidad de Boston fue agredida por dos hombres a la salida de un local nocturno muy popular. Las fuentes dicen que la víctima, Carey Whitaker, fue atacada con una botella de cerveza y en este momento se encuentra en estado crítico en…

En aquel momento, mientras le llovían hacia adentro del escote terroncitos de arena húmeda, tuvo la sensación de que no iban a decir nada sobre la agresión o el asesinato de un hombre delante del Last Drop. Y cuando empezaron con la información meteorológica y anunciaron que después pasarían a los deportes, ya no tenía ninguna duda.

Por entonces, ya tenían que haber encontrado al hombre. En el caso de que hubiera muerto («Cariño, es posible que haya matado a un hombre»), los periodistas ya se habrían enterado a través de las fuentes informativas del distrito, por los informes policiales o escuchando las radios de los coches patrulla.

Existía la posibilidad de que Dave hubiera sobrestimado el alcance de su agresión al atracador. O tal vez dicho atracador, o quienquiera que fuera, hubiera conseguido arrastrarse hasta algún lugar para lamerse las heridas, cuando Dave se marchó, A lo mejor lo que había visto colarse por el desagüe del fregadero la noche anterior no eran trozos de cerebro. Pero ¿de dónde venía toda aquella sangre? ¿Cómo era posible que alguien pudiera sobrevivir, y mucho menos seguir andando, después de haber perdido tanta sangre?

Cuando hubo acabado de planchar el último par de pantalones y ya lo había guardado todo en su propio armario, en el de Dave yen el de Michael, regresó a la cocina y se quedó de pie en medio, sin saber qué iba a hacer a continuación. Retransmitían un partido de golf por la televisión; los golpes suaves de la pelota y el sonido seco y apagado de los aplausos calmaron por un momento algo que había dentro de ella y que le había inquietado toda la mañana. Era algo más que sus problemas con Dave y el hecho de que su historia no cuadrara; aun así, al mismo tiempo tenía algo que ver con todo aquello, con la noche pasada y por haberlo visto entrar cubierto de sangre por la puerta del lavabo, toda aquella sangre que le goteaba de los pantalones y que manchaba las baldosas, brotando de la herida y tiñéndose de rosa mientras giraba camino del desagüe.

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