John Case - Código Génesis
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– Nunca había visto nada igual -dijo Riordan moviendo la cabeza de un lado a otro. Sacó un cigarrillo del paquete, pero esperó a que estuvieran lejos de la tumba antes de encenderlo.
A partir de ese momento, los dos hombres empezaron a tutearse y Riordan empezó a llamar a Lassiter cada dos o tres días.
– Tengo que decírtelo, Joe. No tenemos nada. Tenemos moldes de escayola de la hoja de la pala y de las huellas de las zapatillas. Por cierto, son unas Nike. Nuevas. Modelo Chieftain. Talla cuarenta y tres. Son las únicas huellas, así que suponemos que sólo había un individuo. Pero, aparte de eso, no tenemos nada. No hemos encontrado huellas dactilares ni en el ataúd ni en la lápida. Quienquiera que lo hiciera llevaba guantes. -Hizo una pausa. -Algo que ya de por sí resulta indicativo.
Al margen de la macabra exhumación de los restos mortales de Brandon, la investigación de los homicidios avanzaba sin grandes sobresaltos. Riordan se encargaba personalmente de mantener a Lassiter bien informado. Durante sus conversaciones telefónicas cogieron el hábito de repasar las pruebas que tenían.
– Huellas dactilares. Adivina de quién.
– Está claro.
No resultaba sorprendente que el cuchillo, el coche y la cartera que habían encontrado en el hotel estuvieran llenos de huellas de Sin Nombre. Todo ello resultaba útil como prueba, pero no les decía nada sobre su identidad; Sin Nombre seguía siendo un desconocido.
– Sus huellas no figuran en el ordenador -dijo Riordan refiriéndose al ordenador del FBI que contenía más de cien millones de huellas dactilares, incluidas las de todas las personas que habían sido arrestadas alguna vez, por el delito que fuera; las de todas las personas que habían solicitado un permiso de armas; las de todos los miembros de las fuerzas armadas; todos los taxistas y los conductores de transportes públicos y todos los funcionarios.
– Todo el mundo está en el ordenador -señaló Lassiter.
– Casi todo el mundo.
– Ya. Estoy yo. Estás tú. El que no está es Sin Nombre.
– Sangre, pelo y tejido humano. Todo casa. Las huellas del cuchillo son suyas. La sangre del cuchillo es de tu hermana y de tu sobrino. El pelo, como suponías, es de Brandon. Y la piel…
– ¿Qué piel?
– La que tenía tu hermana debajo de las uñas. La piel también es de Sin Nombre. De eso no hay ninguna duda, incluso sin tener los resultados de las pruebas de ADN. El forense dice que tu hermana le arañó la cara, de derecha a izquierda, con cuatro dedos. No pudimos verlo por las vendas.
– El cuchillo. Mandamos a un dibujante a la unidad de quemados. Hizo varios dibujos. El último es muy bueno. Es él, Sin Nombre, sólo que sin quemaduras ni vendas. Con pelo y con cejas; aunque ahora, desde luego, no tiene nada de eso. En cualquier caso, excepto si llevaba tupé o no, sabemos exactamente qué aspecto tenía.
– ¿Y qué?
– Hemos enseñado el dibujo en más de veinte tiendas de armas y en cinco o seis de esas tiendas en las que venden excedentes del ejército. Adivina qué. El encargado de una tienda en Springfield dice que le vendió un cuchillo del ejército hace tres, quizá cuatro, semanas.
– ¿Se acuerda de él?
– Como si hubiera sido ayer.
– ¿Cómo es posible eso?
Muy fácil. Dice que el tipo destacaba muchísimo. Por lo visto, llevaba uno de esos trajes extranjeros que tienen mucha caída.
– Armani.
– Lo que sea. La cosa es que no ven muchos trajes así en una tienda como Sunny’s Surplus. Sus clientes suelen ser tipos con pantalones de camuflaje o chavales con la cabeza rapada y pantalones vaqueros ajustados. Este tipo parecía, y cito textualmente: «Salido directamente de una revista de moda.» Dejo de citar. El caso se ha convertido en un círculo cerrado, Joe.
Y así fue transcurriendo el tiempo. En el hospital, un policía hacía guardia fuera de la habitación del prisionero, comprobando sin demasiado entusiasmo las credenciales de todo el mundo que entraba y que salía. Pero, realmente, no parecía hacer falta; todos los que entraban era empleados del hospital y, además de Joe Lassiter y alguno que otro periodista, no llamaba nadie para interesarse por el estado de salud de Sin Nombre.
El lunes antes de la fiesta de Acción de Gracias, Riordan llamó por teléfono a Lassiter para decirle que los médicos iban a quitarle la respiración artificial a Sin Nombre. Ya estaba suficientemente bien para ser interrogado, y los médicos les habían dado permiso para ir a verlo el próximo miércoles.
– ¿Y después qué pasará? -quiso saber Lassiter.
– Lo trasladaremos a Fairfax. Y después presentaremos cargos contra él. Si es necesario, lo llevaremos a los tribunales en una silla de ruedas.
Según los médicos, la salud del paciente había mejorado de forma espectacular, aunque nunca se recuperaría del todo. Tenía todo el cuello y el lado izquierdo de la cara cubierto de cicatrices, y el tejido de los pulmones y de la laringe estaba dañado de forma permanente.
– Eso no le va a gustar demasiado -comentó Riordan.
– ¿Y a quién le gustaría?
– Lo que quiero decir es que, según los médicos, el tipo debía de ser un deportista. O al menos eso es lo que parece. En cualquier caso, su condición física es magnífica, o lo era.
– ¿Qué tipo de deportista? -inquirió Lassiter.
– No lo sé. Desde luego es un tipo grande. Ancho. Puede haber sido boxeador. O defensa de fútbol americano. O uno de esos matones de las discotecas. No lo sé. Alguien grande. Pensándolo bien, puede que fuera soldado.
– ¿Por qué lo dices?
– Tiene varias fracturas viejas. Y cicatrices. La espalda está cubierta de cicatrices, como si hubiera recibido latigazos.
– ¿Qué?
– Lo digo en serio. Deberías verlo. Y, además, tiene una herida de bala. Parece una vieja herida de rifle. Entrada frontal en el hombro derecho, orificio de salida a un centímetro de la columna. Y otra cosa.
– ¿El qué?
– ¿Quieres saber lo que pienso? No me extrañaría que trabajara colocando baldosas.
– ¿Qué?
Riordan se rió, claramente satisfecho consigo mismo.
– Ésa es la otra cosa. Tiene las rodillas llenas de callos. Callos duros como una piedra, inmensos. Así que se me ha ocurrido lo de las baldosas. ¿Se te ocurre una explicación mejor?
Lassiter lo pensó unos segundos.
– A ti tampoco, ¿verdad? -dijo Riordan.
CAPÍTULO 12
La mañana del miércoles que Riordan iba a interrogar a Sin Nombre, Lassiter fue a la oficina, se sentó en su despacho e hizo como si trabajara mientras esperaba la llamada del detective.
El despacho era grande y lujoso. Tenía una chimenea espléndida y amplias ventanas con vistas al Capitolio y al parque que alberga los principales monumentos de la ciudad. El suelo estaba cubierto por una moqueta de color gris paloma. Las paredes, revestidas con paneles de madera de nogal, se hallaban decoradas con litografías tenuemente iluminadas de Hockney. En un extremo de la habitación había un escritorio de madera ricamente tallado. En el otro había una pareja de sillones de orejas y un sofá de cuero. El resultado de todo ello era un ambiente sereno y discreto pensado para que tanto los ricos como los cautos y los atribulados se sintieran cómodos.
Las oficinas de Lassiter Associates ocupaban todo el noveno piso del edificio. Eso significaba que, además del que ocupaba el titular de la empresa, había otros tres despachos que hacían esquina. Uno de ellos era una sala de reuniones. Los otros dos alojaban a los subdirectores de la empresa: Judy Rifkin y Leo Bolton. Había otros ocho despachos con ventanas. Cada uno de ellos albergaba a un investigador jefe. El resto de los investigadores, el personal de informática, las secretarias y los demás empleados ocupaban la colmena de cubículos del espacio interior. Además de Joe Lassiter, había otras treinta y seis personas en la sede central de la empresa. Y aproximadamente otras cuarenta repartidas entre Nueva York, Chicago, Londres y Los Ángeles.
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