John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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El coche estaba cubierto de nieve. Limpió el parabrisas lo mejor que pudo con el brazo y se subió. Las ventanas se empañaron con el calor que todavía emanaba de su cuerpo. Esperó a que la calefacción desempañara el cristal y se puso en marcha.

El viento cada vez soplaba con más fuerza. Los semáforos se balanceaban colgados de sus cables y las señales de tráfico vibraban enloquecidas. La nieve volaba hacia la luz de sus faros en un torrente horizontal. Al otro lado del río, cuyas aguas se habían tornado grises, la ciudad se había hecho invisible. Sólo se veía la luz roja que coronaba el monumento en memoria a Washington, encendiéndose y apagándose como un ojo malvado.

Fue por el puente de la calle 14 hasta la avenida Independence. Luego condujo en dirección oeste, directamente hacia la oficina de Foggy Bottom. El alumbrado público no funcionaba, y el escaso tráfico de vehículos circulaba precavidamente por un cruce oscuro tras otro.

Afortunadamente, su edificio tenía un generador propio, aparcó el coche en el estacionamiento subterráneo y avanzó con paso decidido hacia los ascensores. Incluso bajo tierra, podía oír el viento aullando en la superficie. Sintió un escalofrío. Mientras el ascensor lo llevaba hasta la planta novena, el sudor se le empezó a enfriar en la espalda.

Al llegar a su despacho fue directamente a la ducha. Aunque tenía los músculos rígidos por la carrera, la presión del agua caliente no tardó en relajarlo. Al cabo de un rato notó cómo el ácido láctico empezaba a ceder. Como tenía la costumbre de correr por el parque cuatro o cinco veces a la semana, siempre guardaba un cambio de ropa en el despacho. Se secó el pelo con una toalla, se puso unos pantalones vaqueros y un jersey, y se sentó frente a su escritorio.

Por primera vez en su vida, su despacho le resultó molesto. Las estanterías, los paneles de madera que revestían las paredes, las litografías… ¿A quién pretendía impresionar? Tenía una docena de fotos exquisitamente enmarcadas, pero ni una sola de Kathy ni de Brandon. Todas eran fotos de sí mismo acompañado por personas famosas: Lassiter conversando con el príncipe Bandar, Lassiter estrechándole la mano al asesor del presidente para la Seguridad Nacional, Lassiter en un helicóptero con un grupo de generales del Estado Mayor, Lassiter en la revista Forbes…

El narcisismo llevado hasta el ridículo. En una fotografía, Lassiter posaba jugando al golf con el portavoz de la minoría del Senado en el Club del Ejército y la Armada. El senador, con la cabeza alta, el palo alto y el tobillo girado, resultaba arquetípico: una imagen digna de un póster de los viejos valores norteamericanos. Lassiter, en cambio, parecía un loco. Estaba a un metro de distancia, con los labios torcidos y una mirada de concentración salvaje, haciendo un swing con un hierro del nueve.

Al lado de la horrible foto de golf tenía un regalo de Judy: un artículo del Washingtonian sobre los solteros más codiciados de la ciudad enmarcado en un corazón de plata. Lassiter era el número veintiséis. Lo cual, pensándolo bien, resultaba halagador. O puede que todo lo contrario.

Todo esto había tenido importancia para él en algún momento, o al menos le había parecido divertido, pero ¿que sentido tenía ahora? ¿Para qué valía? ¿Para abrir más sucursales? ¿Para ganar más dinero? ¿Para construirse una casa todavía más grande? ¿Para qué? La verdad era que el príncipe Bandar ni siquiera le caía bien. ¿Qué hacía entonces su foto colgada en la pared?

Descolgó las fotografías y las amontonó en una esquina. Después volvió al escritorio y cogió una hoja de papel. Trazó una línea vertical en el centro y escribió «Trabajo» en el lado izquierdo e «Investigación» en el derecho.

Permaneció un momento sentado, pensando en lo que iba a hacer. Como sus responsabilidades eran amplias y no estaban bien definidas, resultaba difícil reemplazarse a sí mismo, aunque sólo fuera temporalmente. Realmente, su cometido era hacer todo lo que fuera necesario para que las cosas funcionaran, y eso significaba encender fuegos y hacer de bombero al mismo tiempo. Podría decirse que hacía un poco de todo. O, mirándolo desde otro ángulo, podría decirse que hacía lo que le apetecía en cada momento. Y ¿cómo se delega algo así?

En la columna de «Trabajo» escribió «Bolton: todos los F y A» y, debajo, «Rifkin: todos los demás casos». Leo y Judy eran personas ambiciosas y tenían posiciones parejas en la empresa. Si le daba a uno más responsabilidades que al otro, este último se iría de la empresa. Incluso así, no bastaría con dividir los casos entre los dos. También había que ocuparse de las cuestiones administrativas, de la administración financiera, de los nuevos casos y de las relaciones con los clientes. Lassiter decidió que Bill Bohacker se encargara de todo ello. Bohacker trabajaba en la sucursal de Nueva York, pero podría hacer el trabajo perfectamente desde allí. Además, pensándolo bien, casi la mitad de las facturas de la empresa se enviaban a Wall Street.

«Bohacker: administración.»

Lo llamaría para que viniera a Washington el lunes. Si cogía uno de los primeros vuelos, podría estar en la oficina a las nueve, y los cuatro podrían reunirse para ultimar los detalles.

Encendió el ordenador, tecleó la clave de acceso de ese día y leyó el listado de casos de la oficina de Washington. Él sólo estaba involucrado directamente en dos de ellos, aunque, eso sí, los dos eran clientes muy importantes. Tendría que llagarlos y explicarles su ausencia. No creía que hubiera ningún Problema, pero, si lo había, les recomendaría que acudieran a Kroll; sin rencores.

Lassiter escribió dos notas en el lado izquierdo de la hoja:

«AFL-CIO (llamar a Uehlein)» y «American Express (llamar a Reynolds)». Estuvo pensando un rato y apuntó otro par de cosas. Después se levantó y se acercó a la ventana. En la calle, la nieve se estaba empezando a derretir. Una limusina derrapó a lo ancho de la avenida de Pennsylvania mientras los copos de aguanieve chocaban contra la ventana del despacho.

Volvió al escritorio, se sentó y miró el lado derecho de la hoja, el lado titulado «Investigación». Estaba en blanco. Con los ojos cerrados, se echó hacia atrás y pensó. ¿Por dónde empezar? ¿Se le habría pasado algo por alto a Riordan? Se pasó media hora sentado antes de escribir la primera palabra. La palabra que escribió fue «frasco».

La policía sólo había encontrado dos cosas en la ropa de Sin Nombre: un cuchillo grande y un frasco pequeño. La policía ya sabía todo lo que podía saberse sobre el cuchillo, pero no sabían nada sobre el frasco. Riordan había pedido que volvieran a analizar su contenido, pero tal vez también mereciera la pena investigar el frasco en sí. Parecía caro, o al menos poco común. Podía intentar conseguir unas fotos y pedirle a uno de sus investigadores que viera si podía averiguar algo.

Lo siguiente que escribió fue «Comfort Inn». Recordaba haberle preguntado a Riordan si Sin Nombre había hecho alguna llamada de teléfono desde el hotel, pero no recordaba haber obtenido ninguna respuesta. Lo más probable es que eso significara que Sin Nombre no había hecho ninguna llamada, pero merecía la pena asegurarse. Después de todo, pensó mirando la lista, tampoco es que tuviera muchas otras opciones.

CAPÍTULO 13

Un sonido insistente y un manto de sol cegador despertaron a Lassiter. La luz era tan brillante que tuvo que cerrar los ojos con todas sus fuerzas para huir de ella. Mientras tanto, el teléfono no paraba de sonar. Como un vampiro atrapado por el sol, Lassiter atravesó la habitación sin abrir los ojos. Encontró el teléfono, forcejeó con el auricular, se aclaró la garganta y consiguió decir:

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