John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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– Lo siento.

– Sí, bueno, era una mujer muy mayor.

– Ah.

– Pero ¡la vida sigue! Y ahora a mí me gustaría pagar mi cuenta.

– ¡Ah! Ya veo. Entonces, ¿no pagó cuando se fue?

– Exactamente.

– Bueno, claro. A veces hay problemas que no pueden esperar. ¿Puede decirme cómo se llama? Lo miraré en el ordenador.

– Juan Gutiérrez.

– Un momento, por favor. -Lassiter oyó el sonido de las teclas y agradeció que no le pusieran el hilo musical. -Aquí está. Había reservado la habitación hasta el día doce, ¿verdad?

– Sí, así es.

– Bueno, parece que le guardamos la habitación mientras nos fue posible, pero… Ah, ya veo cuál es el problema. ¡Ha rebasado el límite de su tarjeta Visa!

– Eso es lo que yo me temía.

El recepcionista se rió comprensivamente.

– Me temo que ha quedado un saldo de seiscientos treinta y siete dólares con dieciocho centavos a nuestro favor. Si quiere, puedo ponerle con el director. Quién sabe, puede que le descuente un par de días.

– No, no. Yo tengo mucha prisa. Y, además, esto no es culpa del hotel.

– Podemos mandarle la cuenta.

– De hecho, uno de mis ayudantes, el señor Víctor Oliver, estará en Chicago mañana. Yo puedo pedirle que se pase por el hotel para saldar la cuenta. ¿Le parece bien?

– Por supuesto, señor Gutiérrez. Le tendré la cuenta preparada en recepción.

Lassiter respiró hondo.

– Sólo una cosa más. Yo me dejé un par de cosas en la habitación. ¿Las habrán…? ¿Las tendrán guardadas en algún sitio? -preguntó con ansiedad.

– Normalmente enviamos los objetos que nuestros clientes se olvidan a la dirección de la tarjeta de crédito, pero si la habitación estaba sin pagar… Me imagino que sus pertenencias estarán en el almacén. Me ocuparé personalmente de entregárselas a su ayudante.

– Gracias. Ha sido de gran ayuda. Yo le diré a Víctor que pregunte por usted.

– Bueno, yo no entro hasta las cinco, así que…

– Perfecto. Víctor tiene todo el día ocupado con reuniones. Yo no creo que pueda ir al hotel antes de las seis.

– Puede pedirle la cuenta a cualquier otra persona de recepción.

– Yo preferiría que fuera usted. Ha sido de gran ayuda.

– Gracias -dijo el hombre. -Bueno, dígale que pregunte Por Willis, Willis Whitestone.

A Lassiter le gustaba Chicago. Los rascacielos junto al lago, el brillo y la sofisticación nunca dejaban de sorprenderle. Fue en taxi al Near North Side y se registró en uno de sus hoteles favoritos, el Nikko. Era un elegante hotel japonés con un excelente servicio. Los arreglos florales eran tan bellos como sencillos y tenía un magnífico restaurante en la planta baja. Lassiter disfrutó de su exquisita comida esa misma noche, acompañando el sushi con dos botellas grandes de Kirin. Al volver a su habitación, lo normal hubiera sido encontrar un bombón en la almohada, pero, claro, aquello era el Nikko. En vez del bombón había una figurita hecha con papel de arroz: un lobo aullando, o quizá fuera un perro. Fuera lo que fuese, lo hizo pensar en Blade Runner.

Al día siguiente pasó la mayor parte de la mañana visitando el Art Institute. Después fue a la sucursal de su empresa para saludar a sus empleados. La oficina de Chicago era mucho más pequeña que la de Washington, pero sus empleados eran igual de eficaces y la facturación estaba creciendo. Les dio la enhorabuena. Después degustó un pesado pero delicioso almuerzo en Berghof's. Para bajar la comida, volvió andando hasta el hotel. Las calles estaban muy animadas. Había mujeres del ejército de salvación haciendo sonar sus campanas, luces navideñas y multitud de personas comprando regalos.

Al llegar al hotel se puso el chándal y las zapatillas y fue hacia la orilla del lago. Soplaba un viento fuerte, pero él bajó la cabeza y siguió corriendo; unos cinco kilómetros hasta el club náutico y vuelta. Cuando volvió al hotel ya había anochecido. Lassiter estaba agotado.

Se duchó para reanimarse y se vistió rápidamente. Una camisa azul grisáceo de la que Mónica solía decir que tenía exactamente el color de sus ojos; un traje azul oscuro con unas rayas casi imperceptibles; una corbata burdeos y negra; zapatos ingleses y guantes de cuero. Todo era de Burberry’s. Excepto los zapatos, que eran de Johnston & Murphy’s, y el abrigo: una prenda algo gastada de cachemir negro que había comprado en Zurich unos ocho años atrás. Lassiter solía vestir de forma sencilla, pero no ese día. Quería estar elegante cuando fuera a ver a Willis Whitestone.

El hotel estaba en la manzana de los números seiscientos de la calle State. Lassiter anduvo un poco, se tomó una copa en un bar cercano y calculó su llegada para las seis en punto. Se sentía algo nervioso; al fin y al cabo, estaba trabajando a ciegas. ¿Y si Sin Nombre se había dejado una pistola o un kilo de coca en la habitación? Respiró hondo y entró en el vestíbulo con paso decidido.

Willis Whitestone no podría haber sido más agradable. Lassiter le dio una de las tarjetas de visita de Víctor Oliver, comprobó la factura y sacó de la cartera siete billetes de cien dólares. Rechazó el cambio moviendo la mano al tiempo que decía:

– El señor Gutiérrez me ha dicho que ha sido usted de gran ayuda.

Willis le dio las gracias, selló la factura y le entregó una bolsa de cuero. Lassiter se colgó la bolsa del hombro, se despidió y volvió a salir a la fría noche de Chicago.

De vuelta en el Nikko, se quitó el abrigo, pero no los guantes. A pesar de estar bastante gastada, se notaba que la bolsa de cuero era de muy buena calidad. Era una maleta elegante, con una base rígida, laterales suaves y una gruesa correa de cuero. La etiqueta de dentro decía Trussardi. Tenía un compartimiento central y dos grandes bolsillos laterales. Abrió las tres cremalleras y dejó caer el contenido de la bolsa encima de la cama.

Había un par de camisas de cuello ancho, que debían de ser o muy caras o muy baratas, un cinturón, calcetines, ropa interior y un par de pantalones de algodón. Más prometedor parecía un estuche de piel de becerro que medía unos veinte centímetros. Dentro encontró un billete de avión usado de Miami a Chicago, un folleto de la empresa de coches de alquiler Álamo y tres cheques de viaje de veinte dólares firmados por Juan Gutiérrez.

Lassiter sintió una gran decepción.

Se dijo a sí mismo que tenía que haber algo más. Levantó la bolsa y la sacudió. Buscó con la mano en cada uno de los bolsillos y palpó los costados. Examinó el fondo, al derecho y al revés. Volvió a hacerlo todo de nuevo. Y otra vez más. Pensó que quizá tuviera un doble fondo, pero la base de la bolsa no se movía.

No encontró lo que buscaba, un bolsillo plano que ocupaba toda la base de la bolsa, hasta que repitió el proceso por cuarta vez. El ribete de cuero que unía la base a los laterales se abría si se tiraba con fuerza de él. De hecho, Lassiter pensó que estaba rompiendo las costuras, pero el ribete estaba pegado a los laterales mediante la magia del Velero. Lassiter sacó un grueso trozo rectangular de cartón: la base de la bolsa. Se abría como un libro y estaba dividida en dos compartimientos poco profundos. Uno de los compartimientos contenía un fajo de billetes de distintas monedas, el otro un pasaporte. Todo estaba hecho con tanto cuidado que ninguna de las dos cosas sobresalían.

Lassiter cogió el pasaporte y le dio la vuelta. Era italiano. Podía sentir como le latía el corazón mientras lo abría. Dentro estaba la foto del hombre que había matado a Kathy y a Brandon. Franco Grimaldi. La foto mostraba una versión más joven del retrato robot que había hecho la policía. Los músculos de Lassiter se tensaron de expectación, como un cazador cuya presa acaba de aparecer en la mirilla del rifle. Una reacción extraña teniendo en cuenta que el hombre yacía en la cama de un hospital vigilado por la policía. Aun así, Lassiter no pudo reprimir su entusiasmo.

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