John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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Hecho esto, se concentró en la llamada telefónica que figuraba en el recibo del Comfort Inn. Le habían cobrado un dólar y veinticinco centavos por una llamada de un minuto, lo que significaba que la llamada había durado algo menos.

Lassiter analizó las distintas posibilidades. Un minuto, probablemente menos. Hacía falta más tiempo para hacer una reserva. Y, si quería hablar con alguien que se alojaba en el hotel, lo más probable es que no lo hubiera conseguido; la operadora del hotel habría tardado unos segundos en conectarlo, el teléfono tendría que sonar en la habitación… Así que todo parecía indicar que, a quienquiera que hubiera llamado Sin Nombre, no estaba. A no ser… A no ser que Sin Nombre hubiera viajado a Washington desde Chicago. En ese caso era posible que estuviera llamando a «casa». La mayoría de las suites de hotel tenían buzones de voz, así que puede que Sin Nombre estuviera comprobando si tenía alguna llamada.

Lassiter marcó el número del buzón de voz de su oficina e introdujo los números necesarios para avanzar por el sistema mientras cronometraba el proceso. Tenía dos mensajes cortos. Tardó noventa y dos segundos. Apuntó los mensajes, apretó la letra «B» para borrarlos y volvió a llamar. Cincuenta y un segundos.

Después marcó el número del hotel.

– Embassy Suites. ¿En que puedo ayudarlo?

– Estoy intentando ponerme en contacto con alguien que se aloja ahí. Juan Gutiérrez.

– Un momento, por favor. -Siguió una larga espera amenizada con música enlatada. -Lo siento. Me temo que no tenemos ningún huésped con ese nombre.

Una de las cosas que convertían a Lassiter en un buen investigador era la minuciosidad. Si se encontraba en un aparente callejón sin salida, siempre intentaba asegurarse de que no había ninguna puerta oculta. Así que, en vez de colgar, insistió.

– Este es el último número que nos ha dado. ¿Podría volver a comprobarlo? Sé que estaba alojado ahí hace un par de semanas y tenía entendido que iba a estar en Chicago una temporada. Puede que dejara un número de contacto. ¿Podría comprobarlo?

– ¿Es usted un amigo o…?

– No. Soy el abogado de la señora Gutiérrez. Está muy preocupada.

Más música enlatada. No estaba seguro de lo que esperaba averiguar, incluso en el supuesto de que Sin Nombre se hubiera alojado allí. Pero quizás hubiera otro recibo, más llamadas de teléfono.

La música se detuvo, y volvió a ponerse la recepcionista.

– Tiene razón. Sí hemos tenido un huésped con ese nombre. Parece ser que se fue sin pasar por recepción.

Lassiter hizo como si no entendiera.

– Lo siento, no la…

– Bueno, parece ser que…

– ¿No irá a decirme que se fue sin pagar la cuenta? Eso no sería propio de él.

– No, no, eso no es lo que quería decir. Hicimos una impresión de su tarjeta de crédito cuando se registró en el hotel. El problema es que… ¿Le importaría decirme su nombre?

– Por supuesto. Soy Michael Armitage. De Hulmán, Armitage y McLean, Nueva York.

– Y… ¿dice que es el abogado de la señora Gutiérrez?

– En efecto. La represento legalmente.

– Bueno, el problema es que el señor Gutiérrez ha sobrepasado el límite de su tarjeta de crédito. Hemos intentado comunicárselo, pero… no lo hemos encontrado.

– Entiendo.

– La cosa es que hay un saldo a favor del hotel.

– Creo que nosotros podremos encargarnos de eso. Pero, antes, quisiera saber durante cuánto tiempo se ha alojado con ustedes el señor Gutiérrez.

El largo silencio al otro lado de la línea le dijo que se había pasado de la raya; había hecho una pregunta de más.

– Creo que lo mejor será que hable con el director. Puedo pedirle que lo llame…

– No es necesario. Además, me están esperando. Muchas gracias -dijo Lassiter y colgó.

Tardó menos de cinco minutos en meter el chándal, las zapatillas y un cambio de ropa en una bolsa de viaje. Con la bolsa en una mano y una taza de café en la otra, salió de casa y caminó sobre la nieve hasta el coche.

Había una sucursal de Fotocopias Kinko en Georgetown, justo al otro lado del puente Key Cogió el cinturón de circunvalación hasta Rosslyn, cruzó el Potomac y fue hacia la calle M. Dejó el coche en el aparcamiento de la tienda de licores Eagle y cruzó el callejón hacia Fotocopias Kinko. Diez minutos después salió con una cajita de tarjetas de visita impresas en un papel relativamente grueso de color gris. Las tarjetas tenían escrito:

Víctor Oliver

Vicepresidente

Muebles Gutiérrez ?

2113 52nd Vi, SW

Miami, Florida 33134

305-234-2421

No tenía ni idea de si existía un 2113 52nd Place, pero el código postal estaba bien y con el número de teléfono tampoco habría problemas. Era un teléfono de contacto que tenía la DEA para operaciones secretas. Aunque claro, si llamaban preguntando por Víctor Oliver, alguien en la DEA iba a malgastar mucho tiempo intentando averiguar quién era.

No era un buen fin de semana para viajar sin reservas. Una de las pistas del aeropuerto National estaba cerrada, y los vuelos del aeropuerto de Dulles estaban saliendo con retraso por la nieve. Aun así, a las tres de la tarde, Lassiter ocupaba un asiento de primera clase en un vuelo de Northwest con destino al aeropuerto de O’Hare, en Chicago. Siempre había pensado que, excepto en vuelos muy largos, volar en primera clase era un desperdicio de dinero, pero era todo lo que había podido conseguir. El asiento de al lado estaba ocupado por una rubia con los ojos marrones y mucho más escote de lo que parecía razonable en un día tan frío. Llevaba mucho perfume y cada vez que decía algo se inclinaba hacia Lassiter y le tocaba el brazo. Tenía las uñas de tres centímetros de largo pintadas de un fuerte color rojo.

Se llamaba Amanda y estaba casada con un constructor que viajaba mucho. «De hecho, en estos momentos está de viaje.» Amanda criaba perros de Shetland. Ahora mismo volvía a casa después de un concurso en Maryland. Lassiter la escuchaba, asintiendo educadamente, mientras hojeaba la revista del avión. A pesar de su falta de entusiasmo, ella no dejó de hablar durante todo el vuelo. Le explicó todos los entresijos de los concursos caninos y los trucos del gremio, que, por lo visto, estaban relacionados con la laca, el esmalte transparente para las uñas y la vitamina E. «Una pizquita de ese aceite, justo en el hocico, y ¡no puede imaginarse cómo les brilla! Ya sé que parece un detalle insignificante, pero en este tipo de concursos esos pequeños detalles son fundamentales.»

Al aterrizar, el ruido de los motores ahogó su voz, aunque no por mucho tiempo. Mientras el avión avanzaba lentamente hacia la terminal, ella se inclinó hacia él, apoyando el pecho en su hombro mientras le cogía la mano.

– Si le apetece un poco de compañía -dijo Amanda al tiempo que le daba su tarjeta de visita, -vivo muy cerca del centro.

La tarjeta era rosa, estaba impresa con una letra llena de fiorituras y tenía un dibujo diminuto de un perro en una esquina. Había algo vulnerable en esa mujer. Como no quería herir sus sentimientos, Lassiter se metió la tarjeta en el bolsillo.

– Voy a estar muy ocupado -repuso, -pero ya veremos. Nunca se sabe.

Lassiter llamó al hotel desde el mismo aeropuerto.

– Embassy Suites. ¿En qué puedo ayudarlo? -Esta vez era la voz de un hombre.

– Bueno, la verdad… Yo no sé cómo… -dijo Lassiter. Era un imitador nato y adoptó un ligero acento extranjero, acordándose de incluir el sujeto en cada frase; algo que siempre hace que una voz suene «extranjera», incluso si el que la escucha no consigue adivinar el acento. -Yo me alojaba en su hotel hace unas semanas y yo me temo que me fui prematuramente. Un problema familiar.

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