John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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Inevitablemente, cuando Joe Lassiter necesitaba algo imposible, como, por ejemplo, información de Italia durante la Semana Santa, llamaba a su amigo Woody.

– Woody, ¿adivina quién soy?

Al otro lado de la línea, Woody exclamó con entusiasmo:

– ¡Joe! ¿Qué es de tu…? -Un brusco cambio de tono. -Oye, siento mucho lo de Kathy. Estaba en Lisboa cuando pasó. ¿Te llegaron las flores?

– Sí. Llegaron. Gracias.

– Los periódicos decían que habían encontrado al tipo… Al que lo hizo.

– Sí. De hecho, es por eso por lo que te llamo. Necesito que me hagas un favor.

– Tú dirás.

– El asesino es italiano. He pensado que quizá tú puedas enterarte de algo. Yo voy a hacer todo lo que pueda y la policía también pondrá su granito de arena. Pero he pensado que…

– Por supuesto. Mándame lo que tengas por fax y te llamaré el lunes.

Hablaron un poco más, quedaron para comer juntos algún día y se despidieron. Lassiter se puso unos guantes y fue a su despacho a fotocopiar las páginas del pasaporte de Grimaldi. Al acabar, le mandó a Woody por fax una fotocopia del pasaporte. Después volvió a meter el pasaporte en la bolsa de Grimaldi y cogió un taxi al aeropuerto de Dulles para recoger su coche.

Durante el camino de vuelta paró en el Pareéis Plus que había en Tyson’s Córner, compró una caja grande, metió dentro la bolsa de Grimaldi y escribió la dirección del detective James Riordan en la central de policía del condado de Fairfax. Se inventó un remite falso a nombre de Juan Gutiérrez y pagó el envío al contado sin quitarse en ningún momento los guantes. Pensó que quizá debiera mandarle la caja a… ¿Cómo se llamaba? Pisarcik. Pero desechó la idea. El nombre de Pisarcik no había salido en los periódicos, así que nadie tenía por qué saber que el caso había cambiado de manos.

Lo más probable es que Riordan se imaginara quién había mandado la caja, pero no diría nada a no ser que pudiera probarlo, en cuyo caso se pondría hecho una fiera. Pero, a falta de pruebas, lo más seguro es que Riordan le pasara la bolsa de Grimaldi a Pisarcik sin más comentarios.

Cuando volvió a la oficina, Lassiter fue directamente al despacho de Judy y llamó a la puerta. Era sábado, pero se imaginó que ella estaría en su despacho; Judy era todavía más adicta al trabajo que él.

– ¡Adelante! -gritó Judy. Después, al ver quién era, contorsionó la cara dibujando una mueca de sorpresa digna de un cómic. Estaba hablando por teléfono, con el auricular apoyado en el hombro, mientras tecleaba algo furiosamente en el ordenador.

Lassiter apreciaba a Judy. Tenía la cara delgada, rasgos marcados, la nariz aguileña y una aureola rizada de pelo negro que tendía a caérsele, pues se pasaba el día tirándose de algún mechón, retorciéndose los rizos nerviosamente con el dedo índice. Era de Brooklyn y se le notaba al hablar.

– ¡Hola, Joe! -dijo al tiempo que colgaba el teléfono. -Siento haberte hecho esperar. ¿Qué tal va todo? -De repente se acordó y cambió de tono. -Lo que quería decir es que… ¿Estás bien?

– Sí, voy tirando. Escucha, quiero comentarte un par de cosas. Voy a estar fuera una temporada. -Judy empezó a decir algo, pero él la detuvo con un gesto de la mano. -Ya te lo explicaré todo el lunes. Bill Bohacker va a venir a Washington y… Resumiendo, él se va a encargar de la administración mientras yo esté fuera. Leo se va a encargar de los F y A y quiero que tú te encargues de todas las demás investigaciones.

– La verdad, no sé qué… Gracias.

– Otra cosa.

– Dispara.

– Hay una adquisición de American Express de la que también quiero que te encargues.

Judy parecía confusa.

– ¿American Express? No sabía que estuviéramos trabajando con ellos.

– No lo sabe nadie. Las conversaciones se han llevado en secreto.

– Está bien -dijo ella al tiempo que cogía lápiz y papel. -Dime detrás de quién van.

– Detrás de Lassiter Associates.

Judy se quedó mirándolo fijamente. Después se rió nerviosamente.

– Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

Lassiter movió la cabeza.

– No. Quieren convertirnos en su departamento interno de investigación.

Judy reflexionó un instante. Por fin preguntó:

– ¿Y la idea te atrae?

Lassiter se encogió de hombros.

– No especialmente. Pero yo no formaría parte del trato. Se quedarían con la empresa, no conmigo.

– Así que vas a vender…

– Yo no diría tanto. Pero sí, tengo una oferta.

– Y quieres que yo la acepte.

– No. Quiero que negocies el mejor trato posible. Si se parece a la subida de sueldo que me sacaste en septiembre, nos haremos millonarios.

Judy sonrió.

– No estuvo mal, ¿verdad?

Lassiter hizo una mueca.

– No, para ti no estuvo nada mal.

Judy lo miró fijamente.

– Hablando en serio, Joe, ¿no crees que sería mejor que se encargaran de esto los abogados?

– No.

– Está bien.

– Antes de irme te pasaré una memoria con los puntos claves. No quiero que los abogados intervengan hasta que hayamos cerrado un trato. Incluso entonces, sólo después de que tú y yo hayamos hablado.

Judy asintió. Después frunció el ceño.

– ¿Por qué lo estás haciendo? ¿Por Kathy? ¿No sería mejor intentar aguantar una temporada?

– No -repuso Lassiter. -Quiero hacerlo. Supongo que lo de Kathy tiene algo que ver, pero… la verdad es que ya no me estoy divirtiendo. Tengo la sensación de que me paso el día dándole la mano a clientes, discutiendo con abogados y… Bueno, ya sabes. Es todo cuestión de investigar con minuciosidad a la parte contraria. Y, si te paras a mirar las cosas con objetividad, la mayoría de las veces estamos en el lado equivocado.

Judy sonrió.

– Así que tú también te has dado cuenta de eso, ¿eh? ¿Por qué crees que es?

– Bueno, la verdad, no es ningún misterio. Es porque cobramos unos honorarios tan altos que los malos son los únicos que pueden pagarnos.

– ¿Así que de verdad vas a vender?

– Sí. Soy lo que se suele llamar un «vendedor motivado».

– Vale. Esperaré a recibir tu memoria y me pondré a trabajar en ello.

– También podría invitarte a comer. Así te lo podría contar todo hoy.

– ¿Elijo yo el restaurante?

– Sí, siempre que sea etíope o vietnamita. ¿Te parece bien a la una?

– Perfecto. -Apuntó algo en la agenda que había sobre su mesa y volvió a mirar a Lassiter. -Has dicho que querías contarme un par de cosas. ¿Qué más necesitas?

A Judy le gustaba parecer desorganizada, dar la sensación de que los acontecimientos la desbordaban, pero realmente era la eficacia personificada. Lassiter se sacó del bolsillo de la chaqueta una fotocopia del pasaporte de Grimaldi y la dejó sobre la mesa.

– Esto es personal -dijo. -Quiero que te pongas en contacto con quienquiera que tengamos en Roma, a ver qué pueden averiguar sobre este tipo.

– Oh… Dios… mío -exclamó con dramatismo. – ¿Es él?

– Sí.

– Me pondré con ello inmediatamente, pero… -De repente parecía preocupada.

– Ya lo sé. Es fin de semana -dijo Lassiter.

– Peor todavía. Es Italia. Nuestro contacto trabaja, pero, ¿la burocracia? Ni lo sueñes.

Lassiter se encogió de hombros.

– Bueno. Haz todo lo que puedas. -Hizo una pausa. -Y dile a tu contacto que no haga demasiado ruido.

El domingo llegó y se marchó. El lunes Lassiter estuvo una ñora reunido con sus subdirectores, que, como era de esperar, aceptaron sus nuevas responsabilidades con una actitud de «grave entusiasmo».

Al acabar la reunión, Lassiter volvió a su despacho, aparentemente para recoger sus cosas, aunque realmente esperaba una llamada telefónica de Nick Woodburn.

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