Tatiana Rosnay - La Llave De Sarah

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París, julio de 1942. Redada de Vel d’Hiv: más de 13.000 judíos son arrestados el mismo día y encerrados en un velódromo cerca de la Torre Eiffel. Tras una semana de hambre y humillaciones, son trasladados a los campos de las afueras de París y de ahí a Auschwitz, donde son asesinados.
Ante la llegada de los nazis, Michel, un niño pequeño, se esconde en un armario y Sarah, su hermana mayor, de diez años, le encierra para protegerle y se guarda la llave, pensando que regresará en unas horas. Sin embargo es brutalmente arrestada con su familia por la policía francesa.
París, mayo de 2002. En el 60ª aniversario de la Vel d’Hiv, a Julia Jarmond le encargan escribir sobre este asunto tan sensible para una revista americana con sede en París. En un principio algo aturdida por su propia ignorancia sobre el tema y por el silencio que envuelve todos estos acontecimientos en Francia, a través de su investigación consigue descubrir la terrible y traumática experiencia de Sarah.

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– Fueron los nazis, creo -dijo Hervé sirviéndome más Chardonnay. Ninguno de los dos parecía haber reparado en el gesto tenso de Guillaume-. Los nazis arrestaron a los judíos durante la Ocupación.

– En realidad no fueron los alemanes… -empecé.

– Fue la policía francesa -me interrumpió Guillaume-. Y ocurrió en pleno París, en un velódromo donde se celebraban carreras ciclistas muy importantes.

– ¿En serio? -preguntó Hervé-. Creía que habían sido los nazis, en los suburbios.

– Llevo una semana investigándolo -comenté-. Las órdenes eran alemanas, sí, pero la acción la llevó a cabo la policía francesa. ¿No lo estudiasteis en el instituto?

– No recuerdo. Creo que no -reconoció Christophe.

Guillaume seguía mirándome fijamente, como si intentara sacarme algo o me estuviera sondeando. Me sentía perpleja.

– Es asombroso -dijo Guillaume con una sonrisa irónica- la cantidad de franceses que todavía no saben lo que ocurrió. ¿Y los americanos? ¿Tú lo sabías, Julia? Le aguanté la mirada.

– No, no lo sabía. Y tampoco me lo enseñaron cuando estudié en Boston, allá por los años setenta, pero ahora sé mucho más, y lo que he averiguado me tiene conmocionada.

Hervé y Christophe permanecían en silencio. Parecían perdidos; no sabían qué decir. Fue Guillaume quien por fin habló.

– En julio del 95, Jacques Chirac fue el primer presidente que llamó la atención sobre el papel del gobierno francés durante la Ocupación, y en especial sobre esta redada. Su discurso apareció en todos los titulares, ¿lo recordáis?

Había leído el discurso de Chirac durante mi investigación. Sin duda, había sido bastante audaz. Pero yo no lo recordaba, a pesar de que debí de oírlo en las noticias seis años atrás. Y era obvio que los chicos (no puedo evitar llamarles así: siempre lo había hecho) no lo habían leído ni recordaban el discurso del presidente. Miraban fijamente a Guillaume, avergonzados. Hervé empezó a fumar un cigarrillo tras otro mientras Christophe se daba golpecitos en la nariz, como hacía siempre que estaba nervioso o se sentía incómodo.

Se hizo el silencio. Era una situación extraña en aquel salón. Allí se habían celebrado un sinfín de fiestas alegres y ruidosas, con gente riendo a carcajadas, chistes sin fin, la música a tope, juegos, discursos de cumpleaños, bailes hasta el amanecer a pesar de los furiosos escobazos que daban los vecinos de abajo…

Aquel silencio era opresivo y doloroso. Cuando Guillaume empezó a hablar de nuevo, su voz había cambiado. El gesto también había cambiado: estaba pálido y ya no nos miraba. Tenía la vista clavada en el plato, donde su pasta seguía sin tocar.

– Mi abuela tenía quince años cuando ocurrió la redada. Le dijeron que era libre porque sólo se llevaban a los niños de entre dos y doce años con sus padres. La dejaron atrás y se llevaron a todos los demás: su hermana y sus hermanos pequeños, su madre, su padre, su tía, su tío. Sus abuelos. Fue la última vez que los vio. Ninguno de ellos volvió. Ninguno.

L os ojos de la chica estaban vidriosos, con la palidez fantasmal de la noche. Al amanecer, la mujer embarazada había dado a luz a un niño prematuro. La criatura nació muerta. La chica fue testigo de los gritos y el llanto. Vio cómo la cabeza del bebé, manchada de sangre, apareció entre las piernas de la mujer. Sabía que debía mirar hacia otro lado, pero no pudo evitar contemplarlo, aterrada y fascinada a la vez. Vio al niño muerto, que parecía un muñeco de cera, pálido y roto, aunque enseguida lo taparon con una sabana sucia. La mujer gemía todo el rato, y nadie consiguió hacerle callar.

Por la mañana, el padre sacó del bolsillo de la chica la llave del armario secreto. La cogió y fue a hablar con un policía para explicarle la situación. La chica se dio cuenta de que intentaba mantener la calma, pero estaba a punto de desmoronarse. Le dijo al policía que tenía que ir a buscar a su hijo de cuatro años, y le prometió regresar después. Sólo iba a recoger a su hijo, insistió, y luego volvería directamente, pero el policía se rió en su cara: «¿ Y piensas que voy a creerte? ¡Pobre diablo!». El padre le pidió que lo acompañara, ya que sólo iba a recoger al niño y volver enseguida. El gendarme le ordenó que se apartara de su vista. El padre volvió a su sitio, con los hombros encorvados. Estaba llorando.

La chica cogió la llave de entre los dedos temblorosos de su padre y volvió a guardársela en el bolsillo. Se preguntó cuánto tiempo lograría sobrevivir su hermano. Aún debía de estar esperándola. El pequeño tenía una fe incondicional en ella. No podía soportar la idea del niño aguardando en la oscuridad. Debía de tener hambre y sed. Probablemente ya se habría quedado sin agua, y las pilas de la linterna se habrían agotado. Pero cualquier cosa era mejor que estar allí, pensó. Cualquier cosa antes que ese infierno, entre el hedor, el calor y el polvo, la gente gritando y muriendo.

Contempló a su madre, que estaba encogida en cuclillas y en las dos últimas horas no había vuelto a emitir ni un gemido. Contempló a su padre, que tenía el rostro macilento y la mirada perdida. Miró a su alrededor, a Eva y a sus niños, tan agotados que daba pena verlos, y también a las demás familias, a todas aquellas personas desconocidas que, como ella, llevaban una estrella amarilla sobre el pecho. Miró a los miles de niños que corrían sin control, hambrientos, sedientos; los pequeños que no lograban comprender, que creían que se trataba de algún extraño juego que ya estaba durando demasiado, y que querían volver a casa, a acostarse en sus camas con sus ositos de peluche.

La chica intentó descansar apoyando su puntiaguda barbilla sobre las rodillas. Al salir el sol, volvió el calor. No sabía cómo iba a afrontar otro día más en aquel lugar. Se sentía débil, cansada. Tenía la garganta reseca, y le dolía el estómago de hambre.

Al cabo de un rato se quedó amodorrada. Soñó que estaba de vuelta en casa, en su cuarto con vistas a la calle, en el salón donde el sol entraba por las ventanas y dibujaba figuras sobre la chimenea y sobre la foto de su abuela polaca. A través del frondoso patio se oía el violín del profesor. Sur le pont d'Avignon, on y danse, on y danse, sur le pont d'Avignon, on y danse tout en rond. Su madre preparaba la cena, mientras cantaba Les beaux messieurs font comme ça, et puis encore comme ça. Su hermano estaba jugando con su trenecito rojo por el pasillo, deslizándolo y haciéndolo traquetear sobre las oscuras tablas de la tarima. Les belles dames font comme ça, et puis encore comme ça. Podía oler su hogar, el reconfortante aroma de la parafina y de las especias, y de todas las cosas apetitosas que su madre guisaba en la cocina. Podía escuchar la voz de su padre leyendo en alto para su madre. Estaban a salvo. Eran felices.

Sintió una mano fría en la frente. Miró hacia arriba y vio a una mujer joven que llevaba un velo azul con una cruz.

La joven le sonrió y le dio un vaso de agua fresca, que la chica bebió con avidez. Luego le dio una galleta fina como el papel y un poco de pescado en conserva.

Tienes que ser valiente - musitó la enfermera.

Pero la chica vio que la joven tenía lágrimas en los ojos, como su padre.

Quiero salir de aquí - susurró la, chica. Quería volver a aquel sueño, a la paz y la seguridad que le había hecho sentir.

La enfermera asintió y esbozó una triste sonrisa. - Lo entiendo, pero no puedo hacer nada. Lo siento. Se levantó para dirigirse hacia otra familia, pero la chica la agarró de la manga y la detuvo.

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