Abrió todas las puertas de los aparadores y los armarios. Arriba, toda la ropa de cama y todas las toallas de baño estaban dobladas y guardadas en los armarios. Abajo, los aparadores de la cocina contenían lo básico: café, té, un par de latas, pero nada más. Podía hacer tranquilamente un año o dos que nadie vivía allí. Ni rastro de Michael Harrison. Nada.
Por ningún lado.
Comprobó el armario del vestíbulo, por si correspondía a la entrada de un sótano, aunque sabía que pocas casas posteriores a la época victoriana lo tenían. Debía averiguar de quién era aquel lugar y cuándo había vivido alguien allí por última vez. ¿Quizá los propietarios habían muerto y estaba en manos de albaceas? ¿Quizás iba de vez en cuando una señora de la limpieza?
¿Una señora de la limpieza que leía todos los periódicos nacionales?
Grace salió por la puerta trasera y se dirigió al lateral de la casa, donde había dos cubos de basura. Levantó la tapa del primero y, al instante, vio algo que le llamó la atención. Había cascaras de huevo, bolsas de té usadas, un cartón vacío de leche desnatada con fecha de caducidad de hoy y un paquete de lasaña marca Marks and Spencer que aún no había caducado.
Muy concentrado, volvió a la parte delantera de la casa, intentando comprender otra vez qué le parecía tan extraño de aquel diseño. Entonces, se dio cuenta. Donde ahora había una horrible ventana con marco de plástico, a la derecha de la puerta principal, tendría que haber un garaje adosado. Ahora lo veía, claramente: el tono de los ladrillos no encajaba con el resto de la casa. En algún momento, alguien lo había transformado en una sala de estar.
Y, de repente, recordó algo de su infancia: a su padre haciendo pequeñas reparaciones. Le gustaba poner a punto él mismo el coche; cambiaba el aceite, forraba los frenos: «no se ponía en manos de los comerciantes de estafas», como llamaba a los talleres.
Recordaba el foso de su garaje, donde había pasado muchas horas felices en su infancia ayudando a su padre a reparar los distintos Fords que siempre compraba, manchándose de aceite y grasa, por no mencionar la presencia de alguna que otra araña.
Pensó en las rayas marcadas en la alfombra del salón que acababa de ver, donde habían arrastrado el sofá.
Por pura corazonada, nada más, volvió a entrar en la casa y fue directo al salón. Apartó la mesa de café, luego retiró el sofá siguiendo las marcas antiguas en la alfombra verde de flores.
Luego, se fijó en que una esquina de la alfombra estaba ligeramente levantada. Se arrodilló, tiró de ella y se separó con facilidad. En lugar de polvo y pelusa, debajo había un refuerzo grueso que no se parecía a los refuerzos de alfombra convencionales. Sabía exactamente qué era. Espuma de insonorización.
Cada vez más emocionado, miró detrás de él, luego levantó el pesado material gris y vio que debajo había una gran lámina de madera contrachapada. Metió los dedos por debajo de los bordes, con cierta dificultad, ya que encajaba a la perfección en un agujero que había en el suelo. Entonces, la levantó y la retiró.
Al instante, le entraron arcadas al recibir el impacto del hedor. Una peste horrible a humanidad, orina y excrementos.
Aguantando la respiración y temiendo lo que iba a encontrar, miró el foso de dos metros del garaje y vio una figura imprecisa al fondo, atada de pies y manos y con la boca tapada con cinta adhesiva.
Al principio, pensó que la figura estaba muerta. Luego, los ojos parpadearon. Unos ojos aterrorizados.
¡Dios santo, estaba vivo! Grace sintió brotar en su interior una sensación casi incontenible de alegría.
– ¿Michael Harrison?
Un «Mnhhhhh» apagado lo saludó.
– Soy el comisario Grace, del Departamento de Investigación Criminal de Sussex -dijo Grace, que bajó al foso.
Ya no prestó atención al olor, tan sólo deseaba desesperadamente comprobar en qué estado se encontraba el hombre.
Grace se arrodilló a su lado y arrancó con cuidado la cinta adhesiva de los labios.
– ¿Es usted Michael Harrison?
– Sí -contestó el hombre con la voz ronca-. Agua. Por favor.
Grace le apretó el brazo con suavidad.
– Ahora se la traigo. Y le sacaré de aquí. Se pondrá bien.
Grace subió del foso gateando, corrió a la cocina y abrió el grifo mientras pedía por radio un ambulancia. Luego volvió a bajar con un vaso de agua en la mano.
Lo inclinó sobre la boca de Michael Harrison, que se lo bebió de un solo trago largo y ansioso; sólo unas gotas le resbalaron por la barbilla. Mientras apartaba el vaso, Michael lo miró.
– ¿Cómo está Ashley? -le preguntó.
Grace le observó, meditando. Luego le ofreció una sonrisa dulce y tranquilizadora.
– Está a salvo -dijo.
– Gracias a Dios.
Grace volvió a apretarle el brazo.
– ¿Quiere más agua?
Michael asintió.
– Iré a por más, después lo desataré.
– Gracias a Dios que está a salvo -dijo Michael, con la voz débil y temblorosa-. No he pensado en nada más, en nada… más…
Grace volvió a salir del foso. Tarde o temprano, iba a tener que contarle todo a Michael, pero aquél no parecía el momento ni el lugar.
Además, no sabía por dónde empezar.
El de escribir siempre se ha visto como un oficio solitario, pero, en mi opinión, conlleva un esfuerzo colectivo, y yo he contraído una gran deuda con varias personas que, generosamente y de diferentes modos, me han prestado su apoyo y su tiempo. En particular, me gustaría hacer una mención especial al comisario Dave Gaylor, de la policía de Sussex, que me hizo muchas sugerencias para esta novela, leyendo y releyendo pacientemente el manuscrito en muchas de sus fases, y que me abrió un buen número de puertas en las diversas divisiones de la policía de Sussex cuando lo necesité. Nunca hubiera podido escribir esto sin su colaboración. También me gustaría darles las gracias a los oficiales de la policía de Sussex, que me acogieron y ayudaron amablemente, en especial al sargento Keith Hallett, de la Unidad Holmes, al inspector William Warner y al jefe investigador del Departamento de Investigación de Escenas de Crímenes, Stuart Leonard.
También quiero dar las gracias al doctor Nigel Kirkham (miembro del Real Colegio de Patólogos) y a su equipo del depósito de cadáveres de Brighton y Hove, donde espero pasar un día como visitante más que una noche como invitado. Además, mis agradecimientos van para mi buen amigo James Simpson; para mi compañera en la elaboración de guiones de televisión y de películas: Carina Coleman, que actuó como mi oficiosa editora y me dio algunos consejos brillantes; para Mike Harris, Peter Wingate Saul, Greg Shakleton y para el doctor Peter Dean, médico forense y juez de instrucción. No me puedo olvidar de Helen Shenston, que me proporcionó la fe y el coraje suficiente para mantener mi entusiasmo en este libro durante mis días más pesimistas.
Deseo darle las gracias a mi maravillosa nueva agente, Carole Blake, por su fe en mí; así como al fantástico equipo de mis nuevos editores, Macmillan, en particular a David North, a Geoff Duffield y a mi editor Stef Bierwerth, que es un auténtico tesoro. Gracias a Geoffrey Barley y a Tony Mulliken por su inagotable apoyo y fe en mi persona. Y, como siempre, a mi fiel perro de caza Bertie y a mi más reciente amiga canina, Phoebe, quienes han soportado mi vocación de escritor -aunque con algo de desgana- y mis tediosas pausas entre sus paseos.
Peter James
Sussex, Inglaterra
scary@pavillon.co.uk
www.peterjames.com.
Nacido en Brighton, Inglaterra, en 1948, Peter James adquirió una sólida formación cinematográfica en la Raverisbourne Film School. A principios de los setenta se trasladó a Canadá, donde trabajó como guionista para la televisión. Más tarde, formó su propia productora de cine, Quadrant Films, con la que en 1974 ganó el premio a la mejor película extranjera en el Festival de Cine de Terror de Sitges por Crimen en la noche. En 1979 vendió su participación en Quadrant para concentrarse en su carrera como novelista.
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