Sostenía delicadamente una taza de porcelana de té de hierbas entre el dedo y el pulgar y hablaba con una voz que rayaba el amaneramiento.
– Pareces cansado, Roy. ¿Trabajas demasiado?
– Te pido disculpas de nuevo por venir tan tarde -dijo Grace, y bebió un sorbo del expreso que Candille le había preparado.
– El mundo de los espíritus no se rige por el mismo marco temporal que el de los hombres, Roy. No me considero esclavo del reloj. ¡Mira! -Dejó el té en la mesa, levantó las dos manos y se subió las mangas para mostrar que no llevaba reloj-. ¿Ves?
– Eres afortunado.
– Oscar Wilde es mi héroe en lo referente al tiempo. Él siempre era impuntual. Una vez, cuando llegó excepcionalmente tarde a una cena, la anfitriona señaló enfadada el reloj de la pared y dijo: «Señor Wilde, ¿es consciente de la hora que es?». Y él contestó: «Querida señora, le ruego que me diga cómo puede saber esa dichosa maquinita qué está haciendo el gran sol dorado».
Grace sonrió.
– Muy buena.
– Bueno, ¿vas a decirme qué te trae por aquí o tengo que adivinarlo? ¿Es posible que se trate de algo relacionado con una boda? ¿Caliente?
– Esa no es de premio, Max.
Candille sonrió. Grace lo observó. No siempre acertaba, pero su índice de aciertos era elevado. Debido a su larga experiencia, Grace no creía que ningún médium fuera capaz de acertar siempre en todo, razón por la cual le gustaba trabajar con varios, a veces cotejando uno con otro.
Ningún médium con el que había trabajado hasta ahora había sido capaz de decirle qué le había sucedido a Sandy -y había ido a muchos-. Durante los meses que siguieron a su desaparición, había ido a ver a todos los médiums con cierta reputación que encontró. Varias veces lo había intentado con Max Candille, quien en su primer encuentro había sido muy sincero al decirle que sencillamente no lo sabía, que era incapaz de establecer ninguna conexión con ella. Algunas personas dejaban un rastro, toda clase de vibraciones en el aire, o en sus pertenencias, le había explicado Max. Otras, no dejaban nada. Era como si Sandy nunca hubiera existido, le contó el vidente. No podía explicarlo. No podía decir si había cubierto sus propias huellas o alguien lo había hecho por ella. No sabía si estaba viva o no.
Con Michael Harrison fue mucho más categórico. A los pocos segundos de coger el brazalete que Ashley le había dado a Grace, se lo lanzó al policía, como si le quemara en la mano.
– No es suyo -dijo enfáticamente-. Esto no es suyo.
– ¿Estás seguro? -preguntó Grace frunciendo el ceño.
– Sí, estoy totalmente seguro.
– Me lo dio su prometida.
– Pues tienes que preguntarle a ella y preguntarte a ti mismo por qué te lo dio. Esto no pertenece a Michael Harrison, seguro.
Grace volvió a envolver el brazalete en el pañuelo y se lo guardó en el bolsillo con cuidado. Max Candille era emotivo, y no siempre acertaba. Sin embargo, combinando sus comentarios sobre el brazalete con los de Harry Frame, algo le olió mal.
– ¿Y qué puedes decirme de Michael Harrison? -preguntó Grace.
El médium saltó de su silla, salió de la habitación, deteniéndose para lanzar besos a los gatos, y regresó al cabo de unos momentos con un ejemplar del News of the World.
– Es mi periódico preferido -informó a Grace-. Me gusta saber quién se tira a quién. Es mucho más interesante que la política.
A Grace también le gustaba leerlo, a veces, pero ahora no iba a reconocerlo.
– Estoy convencido -dijo.
El médium pasó un par de hojas y luego levantó el periódico para que Grace viera el titular con la fotografía de Michael Harrison debajo.
– «La búsqueda del novio ausente» -leyó.
Luego, el propio médium lo miró unos momentos.
– Vaya, mira, aquí incluso te citan. «"La desaparición de Michael Harrison es ahora una investigación principal para nosotros", declaró el comisario Roy Grace, de la policía de Sussex. "Hemos reforzado los efectivos para peinar la zona en la que creemos que se encuentra…"»
Luego volvió a mirar a Grace.
– Michael Harrison está vivo -dijo-. No tengo ninguna duda.
– ¿En serio? ¿Dónde? Tengo que encontrarle. Para eso necesito tu ayuda.
– Lo veo en un lugar pequeño, oscuro.
– ¿Podría ser un ataúd?
– No lo sé, Roy. Está demasiado borroso. Creo que no tiene mucha energía. -Cerró los ojos unos momentos y movió la cabeza despacio de izquierda a derecha-. No, tiene muy poca. Está casi sin batería, el pobre.
– ¿Qué quieres decir?
El médium volvió a cerrar los ojos.
– Que está débil.
– ¿Cuánto? -preguntó Grace, preocupado.
– Se está apagando, tiene el pulso débil, demasiado.
Grace lo miró, asombrado. ¿Cómo sabía aquello Max? ¿Estaba conectado con el éter? ¿O sólo lanzaba suposiciones a partir de una corazonada?
– Este lugar pequeño y oscuro, ¿está en el bosque? ¿En ciudad? ¿Bajo tierra o en la superficie? ¿En el agua?
– No lo veo, Roy. No puedo decirte.
– ¿Cuánto tiempo le queda? -preguntó Grace.
– No mucho. No sé si lo conseguirá.
– Verás, el tema es éste, Mike. No todas las personas tienen su día de suerte el mismo día. Así que tenemos una situación un poco irregular. Hoy es tu día de suerte y es mi día de suerte. ¿Cuánta suerte es eso?
Michael, débil, temblando de fiebre y casi delirando, miró hacia arriba, pero lo único que vio fue oscuridad. No reconoció la voz del hombre. Parecía un híbrido de acentos australiano y del sur de Londres, hablando deprisa, con inflexiones rápidas y nerviosas. ¿Era Davey con otro de sus acentos? No, no lo creía. La cabeza le daba vueltas. Estaba confuso. No sabía dónde se encontraba. ¿En el ataúd?
¿Estaba muerto?
Tenía la cabeza a punto de estallar y la garganta seca. Intentó abrir la boca, pero no podía separar los labios. Le corría hielo por las venas.
«Estoy muerto.»
– Estabas en un ataúd mojado horrible, todo empapado y reumático. Ahora estás en una cama cómoda, seca y calentita. Ibas a morir. Ahora quizá no mueras, ¡pero quiero recalcar que las probabilidades no son muchas!
La voz se desvaneció en la oscuridad. Michael estaba hundiéndose, bajando por el hueco de un ascensor, bajando, bajando, las paredes pasaban deprisa. Intentó gritar, pero los labios no se movían. Algo le presionaba con fuerza la boca. Sólo podía emitir gruñidos de pánico.
Luego, otra vez la voz, muy cerca, como si el hombre fuera en el ascensor con él.
– ¿Sabes lo que es el gato de Schrödinger, Mike?
Aún seguían bajando. ¿Cuántos pisos? ¿Acaso importaba?
– ¿Estudiaste física en el colegio?
¿Quién era ese tipo? ¿Dónde estaba?
– Davey -intentó decir, pero lo único que le salió fue un murmullo.
– Si sabes algo de ciencia, Mike, sabrás lo que es. El gato de Schrödinger estaba dentro de una caja y estaba vivo y muerto a la vez. Como tú en estos momentos, amigo mío.
Michael sintió que la conciencia lo abandonaba. Ahora el ascensor se balanceaba sobre unas cuerdas; la oscuridad parecía pasar a toda velocidad, una y otra vez. Cerró los ojos. Luego notó una explosión de calor y vio rojo a través de los párpados. Abrió los ojos y los cerró con fuerza de inmediato para protegerlos del resplandor cegador.
– Creo que no deberías quedarte dormido. Tienes que mantenerte despierto, Mike. No puedo dejar que te me mueras, me causarías muchos problemas. Te daré más agua y glucosa dentro de un rato, debo darte comida despacio. Me entrenaron para todas estas cosas, estás en buenas manos. Entrenamiento en la selva. Sé cómo sobrevivir y ayudar a otros a sobrevivir. Has tenido suerte de que fuera yo quien te encontrara. Tengo que mantenerte despierto. Hablaremos un rato, nos conoceremos un poco mejor, estableceremos vínculos, ¿de acuerdo?
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