Peter James - Una Muerte Sencilla

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A Michael Harrison pretenden gastarle una broma inolvidable en su despedida de soltero; algo que jamás pueda olvidar: enterrarlo vivo durante unas horas. Todo se complicará cuando sus amigos, que son los únicos que conocen el verdadero paradero de Michael, mueran esa misma noche en un accidente de tráfico. Abandonado a su suerte, el único enlace con el exterior será Davey, un chico retrasado mental que recogerá del lugar del accidente el watkie-tatkie con el que los amigos de Michael pretendían seguir en contacto con él. A la cabeza de las investigaciones sobre la desaparición se pondrá Roy Grace, un policía experto en desaparecidos. Paulatinamente, las pistas se irán entrelazando de forma confusa unas con otras: historias de amor y de celos, identidades falsas… Así pues, poco a poco, se va descubriendo que lo que, en principio, era una broma estúpida, puede que, en el fondo, tal vez, sea un plan tejido por oscuros motivos.
Peter James nos presenta en Una muerte sencilla a Roy Grace, un personaje brillante y atormentado, experto en resolver crímenes pero incapaz de enfrentarse a su propio pasado.

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– No, agente, nos llevamos bien.

– Bien. Bueno… -Grace reprimió un bostezo-. Mañana por la mañana vamos a intensificar la búsqueda por la zona. Como quizá ya sabrá, hoy hemos tenido una falsa alarma.

– El cuerpo del joven. ¿Quién era?

– Un chico de aquí, un joven que era un poco retrasado, por lo que me han dicho. Algunos policías locales lo conocían, al parecer. Su padre tiene un negocio de grúas y reparación de coches accidentados. Trabaja bastante para el Departamento de Tráfico.

– Pobre. ¿Lo asesinaron?

– Parece probable -dijo Grace con cautela. Luego, mirando de nuevo a Mark detenidamente, dijo-: ¿Es cierto que usted y Michael Harrison tienen una cuenta bancaria en las islas Caimán?

– Sí, tenemos una empresa allí, Inmobiliaria Internacional HW -contestó Mark sin vacilar.

– ¿Dos terceras partes y una?

– Correcto.

Grace recordó que al menos había un millón de libras en esa cuenta. Una suma más que considerable.

– ¿Qué clase de seguro tienen usted y Michael? ¿Tienen pólizas a favor del otro, como socios que son?

– Tenemos el típico seguro de vida. ¿Quiere ver la póliza?

– Ahora no, pero en algún momento me gustaría, sí. ¿Quizá podría enviármela por fax al centro de investigaciones mañana?

– Por supuesto.

Grace se levantó.

– Bueno, por esta noche no le molesto más. ¿Está ocupado? ¿Trabaja a menudo los domingos por la noche?

– Me gusta ponerme al día con el papeleo el fin de semana. Tengo que aprovechar que los teléfonos no suenan.

Grace sonrió.

– Conozco la sensación.

Mark vio cómo la cabeza del detective desaparecía por las escaleras, después cerró la puerta y se aseguró de echar el cerrojo. Luego regresó a su despacho, volvió a encender el ordenador y siguió con la ardua tarea que había empezado hacía un par de horas: leer las copias de seguridad diarias de la Palm de Michael, retrocediendo semana a semana, y borrar cualquier referencia a la despedida de soltero.

Ashley había pasado la tarde haciendo lo propio con los portátiles de Peter, Luke, Josh y Robbo, diciendo a sus familias que buscaba pistas sobre el paradero de Michael.

Abajo, Grace cerró la puerta principal y cruzó la calle hacia su coche, pero tardó unos momentos en subirse. Se apoyó en el puerta del copiloto y miró hacia arriba, a la ventana del tercer piso, pensando. Pensando.

Mark Warren no le caía bien. Ese hombre era un mentiroso, y estaba nerviosísimo por algo. Ashley Harper también era una mentirosa. Le había dado a propósito un brazalete que no era de Michael.

¿Y qué hacía exactamente el brazalete de Mark Warren en casa de Ashley?

Capítulo 66

– Dios mío, Dios mío -gritó Michael retorciéndose de dolor, y levantó la mano izquierda tanto como le permitió la cinta adhesiva que le envolvía el cuerpo, inmovilizándole los brazos a los costados. La sangre le goteaba del dedo índice cortado a la altura de la primera falange. Miró las luces cegadoras-. ¿Qué es esto? ¿Qué coño estás haciendo?

– No pasa nada, Mike, ¡relájate!

Le agarraba el brazo una mano delgada y peluda de fuerza hercúlea que lucía en la muñeca un gran reloj de submarinista. Y ahora veía la cabeza de su atacante, indefinida en las luces deslumbrantes, dos ojos tras unos agujeros en una capucha negra.

Luego vio que por el cuello de un tubo salía una crema blanca y, un momento después, sintió como si le pusieran hielo en el dedo. Volvió a gritar, el dolor era tremendamente insoportable.

– Sé lo que hago, Mike. No tienes de qué preocuparte, no se infectará. Me gustaría que me llamaras Vic. ¿Entendido? ¿Vic?

– Vhrrrr -dijo Michael con un jadeo.

– Eso está bien, tú y yo tuteándonos. Somos socios, ¿entiendes? Deberíamos tutearnos.

Su atacante sacó una venda blanca larga y le envolvió apretando con fuerza la punta sangrienta del dedo, luego siguió bajando, más y más fuerte hasta que funcionó como un torniquete. Luego, la sujetó con esparadrapo.

– Verás, Mike, tal como yo lo veo, te he salvado la vida, así que eso bien tiene que valer algo, ¿no? Y por lo que yo he leído en la prensa y visto en televisión, parece que estás forrado. Yo no, verás, ésa es la diferencia. ¿Quieres agua?

Michael asintió. Intentaba pensar con claridad, pero el dolor punzante que le entumecía el dedo se lo ponía difícil.

– Si quieres beber, tendré que quitarte la cinta de la boca. Lo haré a condición de que no grites. ¿Trato hecho, Mike?

Michael asintió con la cabeza.

Un brazo bajó hacia él. Al instante siguiente, Michael sintió como si le arrancaran la piel de la cara. Abrió la boca con un jadeo, la barbilla y las mejillas le picaban un horror. Luego, el hombre volvió a acercarse con una botella de plástico de agua abierta y volcó parte del contenido en la boca de Michael. Estaba fría y sabía bien mientras la tragaba con avidez y se derramaba y le chorreaba por la barbilla y el cuello. Entonces, el agua le entró por el otro lado y se atragantó.

El hombre retiró la botella. Michael siguió tosiendo. Cuando el ataque al fin terminó, se notó más despierto. Olió el aire frío y húmedo y el aceite de motor, como si estuviera en una especie de aparcamiento subterráneo.

– ¿Dónde estoy? -preguntó mirando a los agujeros para los ojos de la capucha.

– Tienes mala memoria, Mike. Te he dicho que no preguntaras dónde estás ni quién soy yo.

– Has… has dicho Vic… tu nombre.

– Para ti me llamo Vic, Mike.

Hubo un silencio entre ellos.

Con la cabeza cada vez más despejada, a Michael aquel hombre comenzó a darle más miedo que estar en el ataúd.

– ¿Cómo…, cómo me has encontrado?

– Me paso toda la semana por ahí con mi autocaravana, Mike. Verás, trabajo comprobando las antenas de móviles del sur de Inglaterra para las compañías telefónicas. Escucho la banda ciudadana, hablo con algunos colegas que tengo por el mundo. Cuando no hay nadie con quien hablar, recorro todas las bandas de radio, a veces escucho la radio de la policía. Con mi equipo puedo escuchar casi cualquier conversación, teléfonos móviles, lo que sea. Ya te he dicho que estuve en el cuerpo de transmisiones de los marines de Australia.

Michael asintió.

– Y el miércoles por la noche después del trabajo me tropecé con la agradable charla que manteníais Davey y tú. Seguí sintonizado el canal y recogí algunas conversaciones más entre vosotros. Vi la cobertura informativa, oí lo del ataúd. Así que me puse a darle vueltas a la cabeza y pensé: «Si yo fuera a llevar de pub en pub a mi mejor amigo, ¿por qué cogería un ataúd? ¿Quizá para esconderle en algún sitio y gastarle una especie de broma enfermiza?». Así que fui a la oficina de urbanismo de Brighton y busqué tu empresa; y, mira tú por dónde, descubrí que has solicitado un permiso urbanístico para edificar en un bosque que compraste el año pasado, justo en la zona donde organizasteis la ruta de los pubs. Me figuré que era una coincidencia o una coincidencia. Y también imaginé que, como ibais de pubs, tus colegas estarían de lo más perezosos. No querrían llevarte muy lejos. Estarías cerca de un sendero por el que pudiera pasar un vehículo.

– ¿Es ahí donde estoy? -preguntó Michael.

– Ahí es donde seguirías, amigo. Ahora háblame de ese dinero que has ido acumulando en las islas Caimán.

– ¿A qué te refieres?

– Ya te lo he dicho, escucho la radio de la policía. Tienes dinero en las islas Caimán, ¿verdad? Más de un millón, tengo entendido. ¿No sería una recompensa razonable por salvarte la vida? En mi opinión, Mike, si te pidiera el doble aún te saldría barato.

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