Al final, decidió que le mandaría un mensaje cuando llegara a casa. Elegiría el camino de los cobardes: «Lo siento, he decidido que no estoy preparado para una relación».
Su mente relajada regresó al trabajo, a la montaña de papeles que parecía no dejar de crecer y crecer. El tráfico nigeriano de niñas; el juicio contra Suresh Hossain; el caso abierto del pequeño Thomas Lytle; y, ahora, la desaparición de Michael Harrison.
Este último asunto le fastidiaba mucho. Una idea en concreto lo había despertado durante la noche y no había dejado de rondarle por la cabeza. Llegó al camino de la parte de abajo del acantilado, corrió por debajo de los riscos blancos calcáreos, por arriba del puerto deportivo con sus hileras de pontones y su bosque de mástiles, sus hoteles y tiendas y restaurantes, y siguió durante tres kilómetros más.
Luego, dio media vuelta. Notaba el escozor en los pulmones, las piernas pesadas por el esfuerzo, y regresó corriendo hasta llegar a los alrededores del edificio Van Alen. Subió la rampa del paseo marítimo, esperó un hueco en el tráfico denso de Marine Parade y cruzó al otro lado. Bajó por la calle estrecha junto al lateral del edificio y se detuvo en la entrada del aparcamiento subterráneo.
Tuvo suerte. Al cabo de unos momentos, las puertas se abrieron y salió un Porsche Boxter azul oscuro. Al volante iba una rubia de aspecto rapaz, con gafas de sol, a pesar del día gris y lluvioso. Entró a hurtadillas antes de que las puertas se cerraran. Era agradable dejar atrás la lluvia.
Respiró el aire seco, saturado de aceite de motor, mientras bajaba corriendo por el hormigón duro, pasó por delante de un Ferrari rojo que recordaba de antes y de otros coches que también recordaba; luego se detuvo delante del todoterreno BMW X5 reluciente y perfectamente limpio.
Miró la matrícula. W796 LDY. Luego, echó un vistazo a su alrededor, para inspeccionar el lugar. Estaba desierto. Se acercó más, se arrodilló junto a la rueda delantera izquierda, luego se tumbó en el suelo, se arrastró debajo de la solera de la puerta y echó un vistazo al interior del arco de la rueda. Estaba cubierto de barro.
Sacó su pañuelo del bolsillo, lo abrió en la palma de la mano izquierda y, luego, con la derecha rascó el barro seco hasta que varios trozos cayeron en el pañuelo.
Con cuidado, lo cerró, lo ató y se lo guardó en el bolsillo. Luego se levantó, se dirigió a la entrada del garaje y pasó la mano por delante de la luz infrarroja. Unos momentos después, con un fuerte ruido metálico y un zumbido constante, las puertas se abrieron.
Salió, miró a ambos lados de la calle y, luego, reanudó la carrera de vuelta a casa.
A las nueve y media, se dio una ducha y después de un desayuno relajado a base de huevos revueltos y tomates orgánicos asados -había puesto de moda los alimentos orgánicos en casa, para contrarrestar la comida basura que a menudo tenía que comer cuando estaba de servicio, además de beber grandes cantidades de agua mineral- disfrutó de una lectura pausada del Daily Mail, antes de babear con unas pruebas de carretera del último Aston Martin en la revista Autocar. Después, Grace entró en el estudio que se había montado en una pequeña habitación trasera de la casa, que daba a su minúsculo jardín, cada vez más abandonado, sobre todo en comparación con los jardines tan bien cuidados de sus vecinos: le daba hasta vergüenza. Se sentó a su mesa delante de la pantalla del ordenador y marcó el número de teléfono de casa de Glenn Branson. Su pañuelo, con la tierra que había recogido del coche de Mark Warren, descansaba en la mesa dentro de una pequeña bolsa de plástico.
Contestó Ari, la mujer de Branson. Aunque con Glenn había congeniado desde el día en que lo conoció, a Grace le resultaba bastante difícil entenderse con Ari. A menudo se mostraba fría con él, casi como si sospechara que, al ser soltero, intentaría llevar a su marido por el mal camino.
A lo largo de los años, Grace se había esforzado mucho por conquistarla, recordando siempre los cumpleaños de sus hijos con tarjetas y regalos generosos y llevándole flores las pocas veces que lo habían invitado a comer. Había momentos en los que pensaba que estaba haciendo progresos, pero esta mañana no era uno de ellos. No pareció alegrarse en absoluto de oír su voz.
– Hola, Roy -dijo con sequedad-. ¿Quieres hablar con Glenn?
«En realidad, no. Quiero hablar con el duendecillo que vive en la luna», estuvo a punto de decir, pero no lo dijo, sino que le preguntó, sin mucha convicción:
– ¿Está en casa?
– Tenemos bastante prisa -contestó ella. De fondo, oyó los chillidos de un niño. Luego, Ari gritó-: ¡Sammy! ¡Dáselo, tú ya has jugado, ahora le toca a tu hermana!
Luego, el chillido fue más fuerte. Al final, Branson se puso al teléfono.
– ¿Qué pasa, perro viejo? Te has levantado temprano.
– Muy gracioso. ¿Qué me dijiste que hacías hoy?
– Tengo la fiesta del treinta cumpleaños de la hermana de Ari, en Solihull. Parece que puedo elegir entre encontrar a Michael Harrison o salvar mi matrimonio. ¿Qué harías tú?
– Salva tu matrimonio. Da gracias por tener amigos imbéciles que carecen de vida propia y pueden pasarse los fines de semana haciéndote el trabajo.
– Te lo agradezco. ¿Qué vas a hacer tú?
– Me voy de boda.
– Eres un sentimental. ¿Sombrero de copa? ¿Chaqué? ¿Todo limpito y bien planchado?
– ¿Alguna vez te han dicho que eres un gilipollas?
– La esposa que casi ya no tengo.
Grace sintió una punzada de dolor. Sabía que Glenn lo había dicho sin mala intención, pero aquellas palabras le hirieron. Todas las noches, aunque fuera tarde, y aunque hubiera problemas, Glenn al menos volvía a casa con sus queridos hijos y una mujer guapa y cariñosa le esperaba en la cama. Las personas que tenían eso eran incapaces de comprender qué significaba vivir solo. La soledad.
La soledad podía ser una mierda. Era una mierda.
Grace comenzaba a hartarse, pero no sabía qué hacer al respecto. ¿Qué pasaba si encontraba a alguien? ¿Si se enamoraba de una mujer locamente y luego Sandy regresaba? ¿Qué haría entonces?
Racionalmente, sabía que no iba a volver nunca, pero una parte de su corazón se negaba a recorrer ese camino, como si fuera incapaz de avanzar, igual que la aguja de un viejo tocadiscos encallada eternamente. Una o dos veces, todos los años, cuando estaba deprimido, iba a ver a un médium para intentar establecer contacto con ella, o al menos intentar obtener alguna pista sobre qué pudo haberle sucedido, pero Sandy seguía evitándole, como el negativo de una fotografía que permaneciera siempre negro e invariable en el líquido fijador de la bandeja de revelado.
Le deseó a Branson que pasara un buen fin de semana, y envidió su vida, su esposa exigente, sus preciosos hijos, su maldita normalidad. Fregó los cacharros del desayuno mientras miraba por la ventana de la cocina a Noreen Grinstead, que estaba al otro lado de la calle y que con un traje pantalón marrón de poliéster, delantal, guantes de goma amarillos y un sombrero de plástico en la cabeza para protegerse de la lluvia enjabonaba el Nissan plateado en la entrada de su casa. Un gato blanco y negro cruzó veloz la carretera. En la radio, el locutor de Home Truths entrevistaba a una mujer cuyos padres no le habían dirigido la palabra durante toda su infancia.
Diecinueve años en la policía le habían enseñado a no infravalorar jamás el carácter extraño de la especie humana; sin embargo, apenas pasaba un día sin que pareciera cada vez más extraño.
Regresó al estudio, marcó el número de la comisaría de policía de Brighton y preguntó si podía hablar con alguien del Departamento de Investigación de Escenas de Crímenes. Al cabo de unos momentos, le pasaron con Joe Tindall, un hombre del que tenía una opinión excelente.
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