Contestó nerviosa, con voz entrecortada.
– ¿Sí, diga?
– ¿Ashley? Espero no haberte despertado, cielo.
Ashley dejó la copa de vino en la mesita de noche, cogió el mando y quitó el volumen del televisor. Era Gill Harrison, la madre de Michael.
– No -dijo-. Tranquila. No puedo dormir. No he pegado ojo desde… el martes. Dentro de un rato me tomaré un somnífero, el médico me lo ha recetado. Dice que me dejará fuera de combate.
De fondo, oyó ladrar a Bobo, el pequeño shih-tzu blanco de Gill.
– Quiero que lo pienses mejor, Ashley. Creo que debes cancelar el banquete de mañana.
Ashley respiró hondo.
– Gill… Lo discutimos todo ayer y hoy. No van a devolvernos el dinero cancelando tan tarde; hay gente que viene de todas partes, como mi tío de Canadá, que va a llevarme al altar.
– Es un buen hombre -dijo Gill-. El pobre…, ha venido desde tan lejos.
– Nos adoramos -dijo Ashley-. Pidió libre toda la semana para poder asistir al ensayo del lunes.
– ¿Dónde se está quedando?
– En Londres, en el Lanesborough. Siempre elige el mejor. -Se quedó callada un momento-. Se lo he contado, por supuesto, pero me ha dicho que vendría de todos modos para apoyarme. He podido hablar con mis amigas de Canadá para que no cogieran el avión, venían cuatro. Y tengo otros amigos en Londres a los que he convencido para que no vinieran. El teléfono lleva sonando dos días sin parar.
– Aquí también.
– El problema es que Michael ha invitado a amigos y compañeros de toda Inglaterra, y del continente. He intentado hablar con el máximo número de invitados, y Mark también…, pero… Al menos tenemos que cuidar de aquellos que sí se presenten. Y sigo pensando que Michael podría aparecer.
– Yo no lo creo, cielo, ya no.
– Gill, Michael gastó todo tipo de bromas a sus amigos cuando se casaron. Dos de ellos llegaron a la iglesia tan sólo unos minutos antes de que comenzara la boda, por culpa de lo que les hizo. Michael aún podría estar en algún sitio, encerrado o atado, sin saber nada de lo que ha pasado. Puede que aún tenga pensado llegar, o esté intentando llegar.
– Eres una chica encantadora, y una buena persona. Si vas a la iglesia y no aparece, te hundirás. Tienes que aceptar que le ha pasado algo. Han muerto cuatro personas, cielo. Michael debe de haberse enterado, si es que está bien.
Ashley se sorbió la nariz, luego comenzó a sollozar. Durante unos momentos, lloró inconsolablemente, secándose los ojos con un pañuelo que había sacado de una caja que tenía en la mesita de noche. Luego, sorbiéndose la nariz ruidosamente, dijo:
– Lo intento con todas mis fuerzas, pero no puedo. Yo… no dejo… de rezar para que aparezca. Cada vez que suena el teléfono creo que es él, ¿sabes? Que se reirá y me explicará que todo ha sido una broma estúpida.
– Michael es un buen chico -dijo Gill-. Nunca ha sido cruel y esto es demasiado cruel. No haría una cosa así; es incapaz.
Hubo un largo silencio. Al final, Ashley lo rompió.
– ¿Estás bien?
– Aparte de estar preocupadísima por Michael, sí, estoy bien, gracias. Carly está aquí.
– ¿Ha llegado?
– Sí, hace un par de horas, de Australia. Creo que mañana tendrá un poco de jet lag.
– Debería pasar a saludarla. -Se quedó callada un momento-. ¿Ves lo que quiero decir? Todas estas personas que han venido de tan lejos… Al menos tenemos que ir a la iglesia a recibirlas y ofrecerles algo de comer. ¿Puedes imaginar que Michael apareciera y nosotros no estuviéramos allí?
– Entendería… que has cancelado la boda por respeto a los chicos que han muerto.
– Por favor, Gill, por favor, vayamos a la iglesia a ver -dijo Ashley sollozando aún más fuerte.
– Tómate el somnífero y duerme un poco, cielo.
– Te llamaré por la mañana.
– Sí. Me levantaré pronto.
– Gracias por llamar.
– Buenas noches.
– Buenas noches -dijo Ashley.
Colgó el auricular, cargada de energía. Se dio la vuelta, sus pechos asomaron por el albornoz abierto, y miró a Mark, que estaba tumbado a su lado desnudo bajo las sábanas.
– ¡Estúpida! ¡No tiene ni idea! -Sus labios esbozaron una gran sonrisa, su rostro radiante de alegría-. ¡Ni idea!
Le rodeó el cuello con los brazos, lo abrazó con fuerza y lo besó apasionadamente, primero en la boca, luego se deslizó despacio por su cuerpo, más y más, torturándolo todo lo posible.
Estaba sudando debajo del edredón. Mucho calor, demasiado calor, de algún modo había logrado subirle a la cabeza y apenas podía respirar. Gotas de agua le recorrían la cara, los brazos, las piernas, la parte baja de la espalda. Apartó el edredón, se irguió, notó un crujido entumecedor en el cráneo, se dejó caer. ¡Plaf!
«Dios santo.»
El agua lo rodeaba por completo. Y notaba como si la tuviera dentro también, como si la sangre que corría por sus venas y el agua en la que descansaba fueran intercambiables. Había una palabra. Buscaba una palabra y no lograba recordarla, se le escapaba cada vez que parecía tenerla. Como el jabón en una bañera, pensó.
Ahora tenía frío. Hacía un instante tenía un calor sofocante y ahora tenía frío. Mucho frío. Un frío que hacía castañetear los dientes. Le estallaba la cabeza.
– Voy a ver si hay paracetamol en el armario del baño -anunció. Al silencio que le respondió, le dijo-: Vuelvo enseguida. Voy a bajar un momento a la farmacia.
El hambre había desaparecido hacía unas horas, pero ahora volvía clamando venganza. Le ardía el estómago, como si los ácidos atacaran ahora las paredes estomacales a falta de otra cosa que descomponer. Tenía la boca seca. Alargó la mano y se llevó agua a la boca, pero a pesar de la sed, beber era un esfuerzo.
«¡Osmosis!»
– ¡Ósmosis! -exclamó a voz en grito, en un arranque de euforia, y la repitió una y otra vez-. ¡Ósmosis! ¡Te tengo! ¡Ósmosis!
Luego, de repente, volvía a tener calor. Transpiraba.
– ¡Que alguien baje el termostato! -gritó en la oscuridad-. Por el amor de Dios, nos estamos asando aquí abajo. ¿Qué creéis que somos, langostas?
Se rio de su propio comentario. Luego, justo encima de su cabeza, la tapa del ataúd comenzó a abrirse. Sin prisa, pero sin pausa, en silencio, hasta que vio el cielo de la noche, lleno de cometas que lo cruzaban a toda velocidad. Una luz le salió de dentro, iluminando las motas de polvo que flotaban perezosas en el aire, y se dio cuenta de que todas las estrellas del firmamento se proyectaban en él desde la luz. ¡El cielo era su pantalla! Luego vio una cara moverse, a través del resplandor, a través de las motas de polvo. Ashley. Como si la mirara desde el fondo de una piscina y ella se moviera boca abajo sobre él.
Luego pasó otra cara, su madre. Luego, Carly su hermana pequeña. Luego su padre, vestido con el elegante traje marrón, la camisa color crema y la corbata roja de seda, ataviado como mejor lo recordaba Michael. No comprendía cómo su padre podía estar en la piscina y tener la ropa seca.
– Te estás muriendo, hijo -dijo Tom Harrison-. Pronto estarás con nosotros.
– Creo que aún no estoy preparado, papá.
Su padre esbozó una sonrisa irónica.
– Ése es el tema, hijo, ¿quién lo está?
– He encontrado la palabra que estaba buscando -dijo Michael-. «Ósmosis.»
– Es una buena palabra, hijo.
– ¿Cómo estás, papá?
– Aquí se pueden hacer buenos tratos, hijo. Unos tratos buenísimos. Muchísimo mejores. Aquí arriba no tienes que perder el tiempo intentando esconder el dinero en las islas Caimán. Lo que ganas, te lo quedas. ¿Te gusta cómo suena?
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