Todd Goodyear, que era uno de ellos, saludó a Rebus con una inclinación de cabeza. Hacían una grabación de vídeo y tomaban fotos, y afuera había otro equipo examinando el itinerario desde el aparcamiento hasta la cuesta. Todos procuraban disimular su azoramiento por no haber descubierto el rastro la noche del crimen y dirigían miradas airadas a Ray Duff cuando éste les daba la espalda.
Con esa escena se encontró la propietaria del BMW a su regreso, cartera y bolsas de compra en mano. A Todd Goodyear le ordenaron levantarse y tomarle una breve declaración.
– Muy breve -comentó Tam Banks, que estaba deseando que su equipo comenzase a examinar si había algo debajo del coche.
Rebus estaba junto al vigilante de seguridad del aparcamiento que acababa de hacer una ronda en las otras plantas. Se llamaba Joe Wills y no parecía ser el dueño del uniforme que vestía. Le dijo que no resultaría fácil distinguir un coche abandonado entre tantos otros.
– ¿Tienen abierto las veinticuatro horas? -preguntó Rebus.
Wills negó con la cabeza.
– Cerramos a las once.
– ¿Y no comprueban si queda algún coche?
Wills se encogió de hombros de un modo displicente. Rebus se imaginó que no estaba muy satisfecho con el trabajo. El vigilante añadió que ni siquiera podía asegurarle que alguno de los espacios hubiera quedado ocupado toda la noche.
– Hacemos una comprobación de matrículas cada quince días -dijo.
– Así que un coche robado, por poner un ejemplo, ¿puede estar ahí dos semanas sin que sospechen nada?
– Esa es la política de la casa.
A Rebus le pareció que aquel hombre era un bebedor empedernido: barba grisácea, pelo sucio y ojos enrojecidos. Seguramente tendría una botella de algo escondida en la cabina de control para echar un chorro en los tés y cafés de la jornada.
– ¿Qué turnos hacen?
– De siete a tres y de tres a once. Yo prefiero el de la mañana. Cinco días seguidos y dos libres. Los fines de semana los suele hacer otro.
Rebus miró el reloj; quedaban veinte minutos para el cambio de turno.
– Su compañero no tardará en entrar. ¿Es él quien estaba de turno de noche?
– Gary -contestó Wills asintiendo con la cabeza.
– ¿No ha hablado con él desde ayer?
Wills se encogió de hombros.
– Yo lo único que sé de Gary es que vive en Shandon, es del Hearts y su mujer es una preciosidad, una « fuera de serie ».
– Bueno, algo es algo -musitó Rebus-. Enséñeme el control de las cámaras de videovigilancia.
– ¿Para qué? -inquirió el hombre con ojos vidriosos.
– Para ver si se ha grabado algo -por la cara que puso Wills, supo lo que iba a replicar.
– ¿Grabado…?
Se dirigieron a la rampa de salida. La guarida de Wills era una garita con ventanas grasientas en la que sonaba una radio. Cinco pantallas en blanco y negro, parpadeantes, y una sexta apagada.
– La de la planta de arriba funciona mal -dijo Wills.
Rebus miró las otras cinco. Las imágenes eran borrosas y no se leían las matrículas. Las de la planta inferior tampoco eran nítidas.
– ¿Para qué demonios sirven? -dijo sin poderlo evitar.
– Los jefes creen que a los clientes les da cierta seguridad.
– Pues es bien falso, como lo prueba ese pobre desgraciado que ha acabado en el depósito -replicó Rebus dando la espalda a las cámaras.
– Una de ellas enfocaba precisamente a ese sitio, pero las mueven -dijo Wills.
– ¿Y no hay grabaciones?
– Se cargan una vez al mes -respondió Wills señalando con la cabeza un espacio polvoriento debajo de los monitores-. No nos preocupa demasiado. Lo único que les interesa a los jefes es que nadie se vaya sin pagar. Es un buen sistema; sucede pocas veces -Wills hizo un gesto pensativo-. Hay una escalera que va de la planta superior hasta la calle. Allí atracaron a un cliente el año pasado.
– ¿Ah, sí?
– Yo dije en su momento que debían poner una cámara en la escalera, pero no hicieron nada.
– Al menos se lo advirtió…
– No sé para qué me molesto… Nos queda poco en este empleo. Van a sustituirnos por uno que hace la ronda en moto entre seis aparcamientos.
Rebus miró en la reducida cabina. El hervidor, tazas, novelas y revistas manoseadas y la radio en una mesa frente a los monitores. Se imaginó que los vigilantes pasarían la mayor parte del tiempo de espaldas a ellos. ¿Por qué no iban a hacerlo? Sueldo mínimo, sin seguro y jefes absentistas; una o dos llamadas por el intercomunicador al día de algún cliente que había perdido el tíquet o que no tenía cambio. Había una estantería con discos compactos de grupos que a Rebus casi no le sonaban: Kaiser Chiefs, Razorlight, Killers, Strokes, White Stripes…
– No tiene reproductor de CD -comentó.
– Son de Gary -respondió Wills-. Él trae uno pequeño.
– ¿Con auriculares? -dijo Rebus; Wills asintió-. Estupendo -musitó-. ¿Trabajaba aquí el año pasado, señor Wills?
– El mes que viene hará tres años que trabajo aquí.
– ¿Y su compañero?
– Ocho o nueve meses. Yo probé su turno pero no me adaptaba. Me gusta tener la tarde y la noche libres.
– ¿Es preferible para tomar unas copas? -dijo Rebus para tirarle de la lengua, pero el rostro de Wills se endureció y ello animó a Rebus a insistir-. ¿Ha tenido algún lío, señor Wills?
– ¿A qué se refiere?
– Con la policía.
Wills se rascó morosamente la caspa.
– Hace mucho tiempo -dijo finalmente-. Los jefes están al corriente.
– ¿Por una pelea?
– Por robo -replicó Wills-. Hace ya veinte años.
– ¿Y su coche? Me dijo que tuvo un golpe.
Wills miraba a través del cristal.
– Ahí llega Gary -dijo. Un coche de color claro se detuvo ante la cabina; el conductor se bajó y lo cerró.
La puerta se abrió de golpe.
– ¿Qué demonios sucede ahí abajo, Joe?
El vigilante Gary no vestía el uniforme y Rebus pensó que llevaría la chaqueta en la bolsa junto con un bocadillo. Era más joven que Wills, mucho más delgado y quince centímetros más alto. Dejó los periódicos en la mesa pero no pudo entrar por falta de espacio. Se quitó el abrigo, descubriendo una camisa blanca impecable sin corbata, que probablemente llevaba guardada en el bolsillo.
– Soy el inspector Rebus. Anoche apalearon gravemente a un hombre.
– En el nivel cero -añadió Wills.
– ¿Ha muerto? -preguntó el recién llegado con ojos de sorpresa. Wills se pasó el dedo por la garganta con un sonido elocuente-. Maldita sea. ¿Lo sabe la Muerte?
Wills negó con la cabeza y vio que Rebus necesitaba una explicación.
– Llamamos así a una jefa -dijo-. Es a la única que vemos, y lleva un abrigo largo con una capucha puntiaguda.
Ahora lo entendía. Asintió con la cabeza.
– Tengo que tomarle declaración -dijo al recién llegado. Wills mostró de pronto intención de marcharse, recogió sus cosas y las guardó en la bolsa de supermercado.
– Ocurrió en tu turno, Gary -dijo con un chasquido de reproche-. No le va a gustar a la Muerte.
– Vaya novedad -replicó Gary apartándose para dejar paso a Wills. Rebus también salió para respirar.
– Ya hablaremos -dijo al vigilante que se alejaba.
Wills saludó con la mano sin volverse y Rebus centró su atención en Gary. Se le podía calificar de larguirucho, con hombros caídos como consciente de su estatura; rostro largo con maxilar cuadrado y pómulos marcados y pelo oscuro espeso. A Rebus casi se le escapó: « Tendrías que estar en un escenario con un grupo de música, no en este empleo sin futuro ». Pero quizá Gary no pensaba lo mismo. Era guapo, lo que explicaba lo de la mujer « fuera de serie ». De todas maneras, Rebus no podía juzgar los parámetros de Wills.
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