– No tengo sitio, señor -respondió Tibbet, que estaba en el umbral. Era cierto; con Macrae, Rebus, Clarke y Hawes el despacho se quedaba pequeño.
– Pues váyase a su mesa -replicó Macrae-. Seguro que Phyllida puede suplir su información.
Pero a Tibbet no le apetecía eso; si a Clarke la ascendían a inspectora, quedaría una plaza de sargento por la que competirían Hawes y él. Encogió el estómago y logró cerrar la puerta.
– Informe de investigación -repitió Macrae, pero en ese momento sonó el teléfono y lo cogió con un gruñido. Rebus pensó en la tensión arterial de su jefe. No es que pudiera presumir de la suya, pero Macrae tenía el rostro enrojecido y, aunque era un par de años más joven, casi no tenía pelo. Tal como le había comentado el médico a Rebus en la última revisión: « Tiene una racha de suerte, John, pero la suerte siempre se acaba ».
Macrae emitió unos gruñidos antes de colgar y fijó la vista en Rebus.
– En recepción hay alguien del consulado ruso -dijo.
– Ya me preguntaba yo cuándo vendrían -comentó Rebus-. Le atenderemos Siobhan y yo, señor. Phyl y Colin pueden hacerle el informe; anoche tuvimos asamblea.
Macrae asintió con la cabeza y Rebus se volvió hacia Clarke.
– ¿Lo recibimos en uno de los cuartos de interrogatorio? -preguntó ella.
– Es lo que estaba pensando.
Salieron del despacho y cruzaron el DIC. Los tableros de las paredes estaban aún vacíos; aquel mismo día, más tarde, los llenarían las fotos del escenario del crimen, listas de nombres, tareas a realizar y horarios de turnos. En algunos casos de homicidio se organizaba un cuartel general provisional a partir del cual se iniciaba la investigación, pero Rebus no veía la necesidad en este caso. Pondrían carteles en la salida del aparcamiento pidiendo información y quizás Hawes y Tibbet o unos cuantos uniformados repartirían octavillas por los parabrisas. Aquella sala larga y fría sería el cuartel general. Clarke miró por encima del hombro hacia el despacho de Macrae. Hawes y Tibbet parecían disputarse quién daba mejor información al jefe.
– Cualquiera pensaría que hay una vacante de sargento. ¿Tú por quién apuestas?
– Phyl lleva más años -respondió Clarke-. Tiene que ser la favorita. Si el ascenso es para Colin, creo que abandonará el Cuerpo.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿En qué cuarto de interrogatorio? -preguntó.
– Me gusta el tres.
– ¿Por qué?
– La mesa es mugrienta y rayada y hay grafitis en las paredes… Es donde conducen a la gente cuando ha hecho algo.
Rebus sonrió por su manera de razonar. Incluso para un inocente, el cuarto de interrogatorios número tres era una experiencia desagradable.
– Eso es -dijo.
El empleado consular llamado Nikolai Stahov se presentó con una humilde sonrisa. Joven y de rostro infantil, lucía pelo marrón claro con raya, lo que le hacía aún más infantil. Pero medía un metro ochenta y era ancho de hombros, y llevaba un chaquetón tres cuartos de lana, negro, con cinturón y el cuello subido. De un bolsillo asomaba un par de guantes; mitones, en realidad -advirtió Rebus-, sobados y abiertos donde deberían haber estado los dedos. Al darle la mano le dieron ganas de preguntar: «¿ Te viste tu mamá ?».
– Lamentamos lo del señor Todorov -dijo Clarke estrechando la mano al ruso, quien lo complementó con una leve reverencia.
– El consulado -dijo Stahov-, quiere asegurarse de que harán todo lo posible por capturar y llevar al criminal ante los tribunales.
Rebus asintió despacio con la cabeza.
– Estaríamos más cómodos en un cuarto de interrogatorios…
Condujeron al joven ruso a través del pasillo y se detuvieron ante la tercera puerta. Estaba abierta; Rebus empujó la puerta, haciendo una señal a Clarke y Stahov para que pasaran y dio la vuelta al cartel de fuera por el lado de « Ocupado ».
– Siéntese -dijo. Stahov así lo hizo mirando a su alrededor. Iba a poner las manos en la mesa, pero se arrepintió y las recogió en el regazo. Clarke se sentó frente a él y Rebus se recostó en la pared con los brazos cruzados-. Bien, ¿qué puede decirnos de Alexander Todorov? -preguntó.
– Inspector, he venido para mayor tranquilidad y más bien por una cuestión de protocolo. Comprenderá que como diplomático no estoy obligado a contestar a sus preguntas.
– Porque goza de inmunidad -asintió Rebus-. Dábamos por sentado que quería ayudarnos en lo que pudiera. Se trata de un compatriota suyo que ha sido asesinado, y de un personaje bastante relevante -añadió como en tono ofendido.
– Por supuesto, por supuesto, qué duda cabe -contestó Stahov sin dejar de volver la cabeza hacia uno y otro.
– Muy bien -terció Clarke-. Entonces, ¿querrá decirnos hasta qué punto era molesto Todorov?
– ¿Molesto? -no estaba claro si Stahov había captado el matiz.
– Molesto para el consulado, por ser un poeta disidente que residía en Edimburgo -añadió Clarke.
– No era molesto en absoluto.
– ¿Le hicieron un recibimiento oficial? -preguntó Clarke-. ¿Algún tipo de fiesta en el consulado? Había sido candidato al Nobel… una circunstancia muy satisfactoria.
– En la Rusia actual no se le da mucha importancia al premio Nobel.
– El señor Todorov había realizado hace poco un par de lecturas públicas… ¿Asistió usted a ellas?
– Tenía otras ocupaciones.
– ¿Asistió alguien del consulado?
Stahov creyó oportuno interrumpir.
– No veo qué importancia puede tener esto para sus indagaciones. En realidad, sus preguntas podrían ser una cortina de humo. Que nos agradara o no la presencia de Todorov es irrelevante. Le han asesinado en este país, en esta ciudad. En Edimburgo existen problemas de raza y religión; ha habido agresiones a trabajadores polacos y vestir una camiseta de cierto equipo de fútbol puede crear bastante animosidad…
Rebus miró a Clarke.
– Hablando de cortina de humo…
– Lo que digo es cierto -añadió Stahov con cierto temblor en la voz, procurando calmarse-. Lo que desea el consulado, inspector, es estar al corriente de las indagaciones. De ese modo podremos garantizar a Moscú que se lleva a cabo una investigación rigurosa y como es debido, de modo que ellos, a su vez, puedan por su parte expresar satisfacción a su gobierno.
Rebus y Clarke reflexionaron un instante. Rebus metió las manos en los bolsillos.
– Cabe la posibilidad -dijo en voz baja-, de que al señor Todorov le agredieran por venganza. Esa persona podría ser un residente ruso de Edimburgo. Supongo que su consulado tendrá una lista de los ciudadanos rusos que viven y trabajan aquí.
– Inspector, en mi opinión Alexander Todorov fue una de tantas víctimas del crimen callejero de esta ciudad.
– Sería absurdo descartar posibilidades en esta fase de la investigación, señor.
– Y esa lista sería útil -añadió Clarke.
Stahov miró a uno y otro. Rebus esperaba que se decidiera pronto. Había sido un error hablar con él en el cuarto número tres, porque hacía un frío tremendo. El chaquetón del ruso parecía confortable, pero sabía que Siobhan no tardaría en tiritar. Le extrañaba que no se condensara el hálito de las respiraciones.
– Veré lo que puedo hacer -dijo finalmente Stahov-. A cambio de ello, ¿me tendrán al corriente de la investigación?
– Déjenos su número de teléfono -dijo Clarke. El joven ruso pareció aceptar el compromiso.
Pero Rebus sabía que no era así.
* * *
En el mostrador de recepción había un paquete para Siobhan Clarke. Rebus había salido de la comisaría a fumar un cigarrillo y a ver si Stahov tenía chófer. Clarke abrió el sobre y vio que era un CD con la anotación « Riordan » escrita con rotulador grueso, detalle elocuente sobre Charles Riordan, quien ponía su nombre en vez del de Todorov. Se llevó el compacto arriba, pero no había reproductor, por lo que se dirigió al aparcamiento, pasando junto a Rebus.
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