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Ian Rankin: La música del Adiós

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Ian Rankin La música del Adiós

La música del Adiós: краткое содержание, описание и аннотация

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio. Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza? Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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Al otro lado oyeron los pasos del interpelado alejándose por el pasillo. Gates sonrió satisfecho y cogió el teléfono que comenzó a sonar.

Rebus sabía que sería Siobhan Clarke que esperaba en recepción.

* * *

Tras dejar a Colwell en la universidad, Rebus invitó a Clarke a almorzar. Al hacer el ofrecimiento ella lo miró y le preguntó si le pasaba algo. Él negó con la cabeza y Clarke añadió que sería porque quería pedirle algún favor.

– Quién sabe si una vez me jubile podré hacerlo muchas veces -dijo él.

Fueron a la planta de arriba de un bistró de West Nicholson Street, donde el plato del día era pastel de venado con patatas fritas y guisantes, que Rebus regó con un cuarto de la botella de salsa HP. Se contentó con media pinta de Deuchar’s y cuatro caladas a un cigarrillo antes de entrar, y entre bocado y bocado le comentó la observación de Ray Duff y le preguntó si no había nada sospechoso en el piso de Todorov.

– ¿Crees que el joven Colin está enamorado de Phyllida? -preguntó ella pensativa.

Phyllida Hawes y Colin Tibbet eran agentes de Homicidios de la comisaría de Gayfield Square a las órdenes de Rebus y Clarke. Los cuatro habían trabajado hasta hacía poco bajo la torva mirada del inspector Derek Starr, pero éste, en puertas de un futuro ascenso que consideraba un derecho, estaba trasladado temporalmente a la jefatura de Fettes Avenue. Corría el rumor de que cuando Rebus se jubilara Clarke ocuparía su puesto de inspectora. Era un rumor del que la propia Clarke trataba de no hacer caso.

– ¿Por qué lo preguntas? -replicó Rebus, alzando el vaso y viendo que estaba casi vacío.

– Parecen encontrarse muy a gusto los dos juntos.

– ¿Y nosotros no? -dijo Rebus, mirándola con cara de sorpresa y pena.

– Estamos bien -replicó ella con una sonrisa-. Es que yo creo que han salido los dos un par de veces y no lo dicen a nadie.

– ¿Y piensas que ahora estarán arrullándose en la cama del muerto?

Clarke arrugó la nariz al pensarlo. Y medio minuto más tarde añadió:

– Estoy pensando en cómo enfocarlo.

– ¿Te refieres a cuando yo esté fuera de juego y la jefa seas tú? -dijo Rebus, dejando el tenedor, con mirada feroz.

– Eres tú quien dice que no deje cabos sueltos -protestó ella.

– Puede que sí, pero no me tengo por columnista del consultorio sentimental -levantó de nuevo el vaso y vio que estaba vacío.

– ¿Quieres café? -preguntó ella como si fuera una oferta de paz. Él negó con la cabeza y comenzó a palparse los bolsillos.

– Lo que necesito es un buen cigarrillo -encontró el paquete y se levantó de la mesa-. Mientras tú tomas el café yo espero fuera.

– ¿Qué haremos esta tarde?

Rebus reflexionó un instante.

– Avanzaremos más si nos separamos… tú ve a ver a la bibliotecaria y yo iré a King’s Stables Road.

– Muy bien -dijo ella, sin molestarse en ocultar que realmente no se lo parecía. Rebus se detuvo un instante como si fuera a decir algo y a continuación balanceó el cigarrillo hacia ella y salió a la calle.

– Y gracias por el almuerzo -dijo ella cuando él ya estaba lejos para oírlo.

* * *

Rebus pensó que sabía el motivo por el que no podían mantener cinco minutos de conversación sin enzarzarse. Vivían momentos de tensión ahora que él estaba a punto de dejar el campo de batalla y ella iba camino del ascenso. Eran muchos años trabajando juntos y siendo amigos casi desde el principio… era lógico que fueran momentos de tensión.

Todos daban por supuesto que ellos dos se habían acostado en algún momento dado, pero lo cierto era que ninguno de los dos se lo habría permitido. ¿Cómo iban a trabajar como compañeros si sucedía tal cosa? Habría tenido que ser todo o nada, y a los dos les gustaba demasiado su trabajo como para consentir el menor obstáculo. Él le había hecho prometer que no habría una fiesta en su última semana de servicio en el DIC. Su jefe en Gayfield Square había incluso ofrecido organizar algo en la oficina, pero él se había negado diciendo que no con la cabeza.

– Eres el que más tiempo lleva de servicio en el DIC -insistió el inspector jefe Macrae.

– Entonces son los compañeros que han trabajado conmigo quienes merecen el festejo -replicó Rebus.

El extremo de Raeburn Wynd seguía acordonado, pero un curioso se agachó y cruzó la cinta azul y blanca, reacio a aceptar que alguien pudiera imponerle restricciones de peatón en Edimburgo; o eso pensó Rebus por el gesto displicente que hizo con la mano cuando Ray Duff le dijo que estaba contaminando el escenario del crimen. Duff meneó la cabeza, más compungido que otra cosa cuando Rebus se acercó a él.

– Gates dijo que te encontraría aquí -dijo, y Duff puso los ojos en blanco.

– Y ahora tú me pisas el locus.

Rebus hizo una mueca. Duff estaba en cuclillas junto a su instrumental, una caja de herramientas de plástico rojo reforzado comprada en B &Q con innumerables cajones que se abrían como un acordeón; pero Duff ya los cerraba.

– Sabía que te dejarías caer por aquí -comentó Duff.

– No me digas.

– De verdad -replicó Duff riendo.

– ¿Hay algo interesante? -preguntó Rebus.

Duff cerró la caja de herramientas y se puso en pie con ella en la mano.

– He recorrido la cuesta hasta el final y he comprobado todas las cocheras. Si le agredieron arriba, habría rastros de sangre -añadió con una pisada fuerte para reforzar su argumentación.

– ¿Y?

– Hay restos de sangre en otro sitio, John -respondió haciendo un gesto para que le siguiera, caminando por King’s Stables Road-. ¿Ves algo?

Rebus escrutó la acera y advirtió un rastro de salpicaduras con intervalos. Estaba casi descolorida pero se veía.

– ¿Cómo no advertimos esto anoche?

Duff se encogió de hombros. Tenía el coche aparcado junto a la acera; lo abrió y guardó su caja de instrumental.

– ¿Cuánto trecho has examinado? -preguntó Rebus.

– Me disponía a hacerlo cuando llegaste tú.

– Pues vamos a comprobarlo.

Comenzaron a caminar escrutando señales esporádicas de gotas.

– ¿Vas a incorporarte a la SCRU? -preguntó Duff.

– ¿Tú crees que me querrían en la SCRU?

La SCRU era la Unidad de Revisión de Crímenes Graves formada por agentes jubilados cuya misión era examinar los casos no cerrados.

– ¿Te has enterado de lo que resolvimos la semana pasada? -preguntó Duff-. Obtuvimos ADN de una huella dactilar sudada. Ese tipo de detección puede ser útil en casos no resueltos; con una ampliación del ADN se pueden comparar muchos ADN.

– Lástima que yo no pueda descifrar lo que dices.

Duff contuvo la risa.

– El mundo cambia, John. Y más rápido de lo que muchos podemos asumir.

– ¿Quieres decir que me una al basurero?

Duff se encogió de hombros. Habían recorrido unos cien metros y se encontraban en la entrada de un aparcamiento de varias plantas con dos barreras, a elección de los automovilistas. Tras pagar la tarifa, se introducía el recibo en la ranura y se alzaba la barrera.

– ¿Habéis identificado a la víctima? -preguntó Duff mirando el suelo para detectar el rastro.

– Era un poeta ruso.

– ¿Llevaba coche?

– Era incapaz de cambiar una bombilla, Ray.

– En los aparcamientos siempre quedan restos de aceite.

Rebus advirtió que había intercomunicadores junto a ambas barreras. Pulsó un botón y aguardó. Transcurrido un instante se oyó crepitar el altavoz.

– ¿Qué desea?

– ¿Podría ayudarme…?

– ¿Busca alguna calle? Mire, amigo, esto es un aparcamiento. Lo único que aceptamos son coches.

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