– ¿Ha ocurrido algo?
Fue Clarke quien contestó.
– Lamentablemente, el señor Todorov sufrió anoche una agresión.
– ¡Santo cielo! -exclamó la bibliotecaria conteniendo la respiración-. ¿Está…?
– Más muerto que mi abuela -añadió Rebus-. Tenemos que hablar con alguien de su familia, o al menos con una persona que le identifique.
– Alexander era invitado del PEN y de la universidad. Llevaba un par de meses en Edimburgo… -dijo la mujer temblorosa, con voz quebrada.
– ¿El PEN?
– Es una asociación de escritores… muy activa en derechos humanos.
– ¿Dónde residía?
– La universidad le procuró un piso en Buccleuch Place.
– ¿Tenía familia? ¿Estaba casado…?
La mujer negó con la cabeza.
– Creo que era viudo. Y sin hijos, me parece, por suerte… en este caso.
Rebus pensó un instante.
– ¿Quién organizó aquí el acto? ¿La universidad, el consulado…?
– Scarlett Colwell.
– ¿Su traductora? -preguntó Clarke, recibiendo el asentimiento de la mujer.
– Scarlett es miembro del departamento de Ruso -dijo la bibliotecaria removiendo papeles en la mesa-. Tengo su número de teléfono por aquí… Qué cosa tan horrible. No saben qué disgusto…
– ¿No hubo ningún incidente durante el recital? -preguntó Rebus como quien no quiere la cosa,
– ¿Incidente? -la mujer, al ver que el policía no daba ninguna explicación, negó con la cabeza-. Fue todo sobre ruedas. Un alarde en la metáfora y en el ritmo… incluso cuando recitaba en ruso se sentía la pasión -dijo, rememorándolo un instante, antes de añadir con un suspiro-: Después Alexander firmó complacido unos ejemplares de su libro.
– Tal como lo dice -comentó Clarke-, no parece que siempre lo hiciera.
– Alexander Todorov era un poeta, un gran poeta -añadió como si aquello lo explicase todo-. Ah, aquí lo tengo -dijo mostrando un trozo de papel, aunque reacia al parecer a entregárselo. Clarke apuntó el número en su móvil y dio las gracias a la bibliotecaria.
Rebus examinó el lugar.
– ¿Dónde se celebró exactamente el acto?
– Arriba. Tenemos un salón de actos para más de setenta personas.
– Me imagino que no lo filmarían.
– ¿Filmarlo?
– Para la posteridad.
– ¿Por qué lo pregunta?
Rebus se limitó a encogerse de hombros.
– Un técnico de un estudio de música hizo una grabación sonora -dijo la mujer.
– ¿Su nombre? -preguntó Clarke sacando la libreta.
– Abigail Thomas -contestó la bibliotecaria, e inmediatamente se dio cuenta de su error-. Ah, ¿se refiere al nombre de quien hizo la grabación? Charlie… no recuerdo qué -Abigail Thomas cerró los ojos esforzándose por recordar y los abrió de pronto-. Charlie Riordan. Tiene el estudio en Leith.
– Gracias, señorita Thomas -dijo Rebus, y añadió-: ¿Se le ocurre alguien con quien podamos contactar?
– Pueden hablar con el PEN.
– ¿No asistió al recital alguien del consulado?
– No creo.
– ¿Ah, no?
– Alexander no ocultaba su oposición a la actual situación política rusa. Hace unas semanas intervino en el debate de Question Time.
– ¿El programa de televisión? -preguntó Clarke-. Yo lo veo a veces.
– En ese caso, debía de hablar inglés bastante bien -observó Rebus.
– Cuando quería, sí -respondió la bibliotecaria con sonrisa taimada-. Si lo que decía su interlocutor no le gustaba, su fluidez parecía traicionarle.
– Debía de ser todo un personaje -comentó Rebus. Vio que junto a la escalera había expuesto un montón de los libros de Todorov en una mesa-. ¿Están a la venta? -preguntó.
– Por supuesto. ¿Quiere comprar uno?
– ¿Están firmados? -vio que la mujer asentía con la cabeza-. Entonces me llevo seis -dijo sacando la cartera mientras la bibliotecaria se levantaba para servírselos. Al notar que Siobhan le miraba, vocalizó algo hacia ella.
– Algo muy parecido a eBay.
* * *
En el coche no había multa pero fueron objeto de la mirada airada de otros automovilistas por entorpecer el tráfico. Rebus tiró la bolsa con los libros en el asiento de atrás.
– ¿Le avisamos nuestra visita?
– Sería lo mejor -contestó Clarke marcando el número en su móvil y acercándoselo al oído-. Dime una cosa, ¿tú tienes idea de vender algo a través de eBay?
– Puedo aprender -contestó Rebus-. Dile que nos encontraremos en casa del poeta, no vaya a ser que esté allí borracho y ése del depósito sea uno que se le parece -añadió llevándose el puño a la boca para cortar un bostezo.
– ¿Has dormido poco? -preguntó Siobhan.
– Probablemente igual que tú -respondió él.
A la llamada de Siobhan respondió la centralita de la universidad. Preguntó por Scarlett Colwell y pasaron la llamada.
– ¿Señorita Colwell? -hizo una pausa-. Perdón, doctora Colwell -dijo poniendo los ojos en blanco para regocijo de Rebus.
– Pregúntale si puede curarme la gota -musitó él. Siobhan le propinó un puñetazo en el hombro mientras daba a la doctora Scarlett Colwell la mala noticia.
Dos minutos más tarde iban camino de Buccleuch Place, un edificio de estilo georgiano de seis plantas enfrente de los más modernos (y más feos) de la universidad. Uno muy alto, en concreto, se había ganado la mayor parte de los votos para el derribo de los habitantes de Edimburgo. Y el caso es que el propio edificio, tal vez sintiendo la hostilidad, comenzaba a deteriorarse y había perdido varios trozos de revestimiento.
– Tú no has estudiado aquí, ¿a que no? -preguntó Rebus mientras el coche de Siobhan cruzaba entre la edificaciones.
– No -contestó ella aparcando en un espacio libre-. ¿Y tú?
Rebus lanzó un resoplido.
– Shiv, yo soy un dinosaurio… en la Edad de Bronce te admitían en la policía sin título ni birrete.
– En la Edad de Bronce, ¿no se habían extinguido los dinosaurios?
– Como no he ido a la universidad eso es una de las cosas que ignoro. ¿Tú crees que podremos pillar un café?
– ¿En el piso? -preguntó ella y Rebus asintió con la cabeza-. ¿Beberías café de un muerto?
– He bebido cosas peores.
– No lo dudo -replicó Siobhan ya fuera del coche-. Ésa debe de ser.
Estaba en lo alto de una escalinata con la puerta de entrada abierta. Les dirigió un saludo con la mano al que ambos correspondieron; Clarke porque era lo correcto y Rebus porque Scarlett Colwell era guapa. Tenía una melena ondulada castaño rojizo, ojos oscuros y buenas curvas. Llevaba una minifalda verde ceñida, leotardos negros y botas marrones de media caña. Su chaqueta de Caperucita ecuestre le llegaba a la cintura. Una racha de viento le hizo apartarse el pelo de los ojos y a Rebus le pareció que entraban en el anuncio del chocolate Cadbury’s. Vio que tenía algo corrido el maquillaje; prueba de que había llorado al recibir la noticia, pero les saludó sin gazmoñerías al hacer las presentaciones.
La siguieron a lo largo de cuatro tramos de escalera hasta el último piso, donde Colwell sacó la llave de la puerta del alojamiento de Alexander Todorov, a donde llegó Rebus después de recobrar el aliento en el tercer descansillo en el momento en que la estaba abriendo. El apartamento no era gran cosa: un pequeño recibidor que comunicaba el cuarto de estar con una cocinita anexa; una ducha reducida y el váter aparte, más un dormitorio con vistas a los Meadows. Por ser la buhardilla del edificio, el techo era muy inclinado, y Rebus pensó si el poeta en alguna ocasión, al incorporarse de golpe en la cama, no se habría dado un cabezazo. El lugar presentaba un aspecto vacío y desolado, como marcado por la desaparición de su último inquilino.
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