– No noto nada -dijo.
– ¿Ni siquiera compasión?
– ¿Te quitarás tu armadura cuando te jubiles? -replicó ella, alzando la vista hacia él.
Rebus musitó un «¡ Qué dolor !». Su jubilación era el motivo por el que habían estado trabajando hasta tarde con cierta frecuencia: le faltaban diez días para jubilarse y no quería dejar casos con cabos sueltos.
– ¿Será un atraco frustrado? -dejó caer Clarke.
Rebus se encogió de hombros, dando a entender que no se lo parecía. Le dijo a Siobhan que iluminara el cadáver con la linterna: chaqueta negra, de cuero, camisa estampada sin corbata, probablemente azul en origen, vaqueros desgastados con cinturón de cuero negro y zapatos de ante negros. Rebus comprobó que era un rostro con arrugas y tenía el pelo canoso. ¿Cincuentón? Su estatura oscilaba entre uno setenta y tres o uno setenta y cinco. No llevaba anillos ni reloj. Para Rebus era el cadáver número… ¿cuál? Treinta o cuarenta durante sus más de treinta años en el Cuerpo. Diez días más y aquel pobre despojo sería asunto de otro; quizás antes. Hacía semanas que notaba la tensión de Siobhan Clarke: parte de ella, quizá la mejor parte, deseaba verle marcharse. Era la única manera de poder comenzar a demostrar su valía. Ahora lo miraba, como si supiera lo que estaba pensando. Él sonrió taimado.
– Aún no estoy muerto -dijo al tiempo que la furgoneta de la Unidad de Escenario del Crimen se detenía en la calzada.
El médico de guardia certificó la defunción. El equipo de la policía científica acordonó la cuesta de Raeburn Wynd por ambos extremos. Instalaron proyectores y una sábana para tapar la escena, de modo que los curiosos no vieran más que sombras de agentes moviéndose. Rebus y Clarke vistieron los mismos monos blancos desechables de la policía científica; llegó un equipo de fotógrafos después del furgón mortuorio y se materializaron vasos de té humeantes mientras a lo lejos se oían sirenas camino de otro lugar, gritos de borrachos cerca de Princes Street; quizás incluso un chillido de lechuza en el cementerio. Habían tomado declaración previa a la jovencita y al matrimonio de mediana edad y Rebus se puso a hojear los datos flanqueado por los dos agentes; ahora sabía que el mayor se llamaba Bill Dyson.
– Dicen que ya está cerca del examen final -dijo Dyson.
– A finales de la semana que viene -confirmó Rebus-. A ti no debe de faltarte mucho.
– Siete meses, y no puedo esperar. Ya tengo un buen empleo de taxista. No sé cómo se las arreglará Todd sin mí.
– Trataré de sobreponerme -replicó Goodyear alargando las palabras.
– Eso se te da bien -replicó Dyson, mientras Rebus reanudaba la lectura.
La joven que había encontrado el cadáver se llamaba Nancy Sievewright, tenía diecisiete años y volvía a casa después de visitar a una amiga que vivía en Great Stuart Street; Nancy vivía en Blair Street, junto a Cowgate. Había acabado los estudios y estaba sin trabajo, aunque esperaba ir algún día a la universidad y estudiar para ser auxiliar de odontología. La había interrogado Goodyear, y a Rebus le dio muy buena impresión: letra clara y abundancia de datos; comparadas con las anotaciones de Dyson era como pasar de la esperanza a la desesperación: una maraña de jeroglíficos. « A ver si pasan pronto estos siete meses », pensó Rebus, tratando de dilucidar si la pareja de mediana edad vivía en Frogston Road West, en el extremo sur de Edimburgo.
Había un número de teléfono, pero nada acerca de su edad y profesión. Rebus logró descifrar un « pasaban por allí » y un « ellos llamaron ». Devolvió las libretas sin comentarios. A los tres volverían a interrogarles. Miró el reloj y se preguntó cuándo llegaría el forense. Entre tanto, no había mucho que hacer.
– Díganles que pueden irse.
– La chica está temblando -comentó Goodyear-. ¿La acompañamos a casa?
Rebus asintió con la cabeza y miró a Dyson.
– ¿Y la pareja? -preguntó.
– Tienen el coche aparcado en Grassmarket.
– ¿Habían salido a hacer compras tarde?
Dyson negó con la cabeza.
– Venían de un concierto de villancicos en St. Cuthbert.
– Nos podríamos haber ahorrado esta conversación -dijo Rebus-, si se hubiera molestado en ponerlo por escrito.
Mientras clavaba la mirada en el agente supo la pregunta que Dyson tenía en la punta de la lengua: «¿ Para qué ?». Afortunadamente, el veterano se guardó mucho de decirlo en voz alta… hasta que el otro veterano se hubo alejado suficientemente.
Rebus llegó hasta Clarke, que estaba junto a la furgoneta de la científica haciéndole preguntas al jefe del equipo, Thomas Banks, Tam para los amigos, quien lo saludó con la cabeza y preguntó si figuraba su nombre en la lista de invitados a su fiesta de despedida.
– ¿Por qué todo el mundo quiere venir a mi despedida?
– No le extrañe -añadió Tam-, que vengan hasta los peces gordos de Jefatura con estacas y martillos para estar seguros de que desaparece -añadió con un guiño a Clarke-. Me ha dicho Siobhan que se las ha arreglado para que su último servicio caiga en sábado, cuando todos estemos en casa viendo la tele mientras usted se larga.
– Es pura coincidencia, Tam -replicó Rebus-. ¿Queda té?
– Antes le hizo ascos -le reconvino Tam.
– De eso hace media hora.
– No hay segundas oportunidades, John.
– Le estaba preguntado a Tam -interrumpió Siobhan-, si su equipo podía avanzarnos algún indicio.
– Me imagino que te habrá dicho que tengas paciencia.
– Más o menos -añadió Tam, mientras comprobaba un mensaje de texto en el móvil-. Una puñalada frente a un pub de Haymarket -les leyó.
– Vaya noche -comentó Clarke, y añadió dirigiéndose a Rebus-: El doctor dice que al difunto le golpearon con fuerza y tal vez murió a consecuencia de los puntapiés; supone que el dictamen de la autopsia será trauma causado por objeto romo.
– No seré yo quien le contradiga -comentó Rebus.
– Ni yo -añadió Tam pasándose el dedo por el puente de la nariz y volviéndose hacia Rebus-. ¿Sabe quién es ese agente joven? -preguntó señalando con la cabeza al coche patrulla, donde Goodyear ayudaba a subir a Nancy Sievewright, mientras Bill Dyson tamborileaba con los dedos sobre el volante.
– No le conozco -contestó Rebus.
– A lo mejor conoció a su abuelo… -añadió Tam para hacer pensar a Rebus, quien no tardó en caer en la cuenta.
– ¿Harry Goodyear?
Tam asintió y Clarke preguntó quién era Harry Goodyear.
– Es ya historia antigua -contestó Rebus.
Lo que, como de costumbre, la dejó a ella con ganas de saber.
Cuando Rebus llevaba a casa a Siobhan Clarke sonó el móvil de ésta.
Dieron media vuelta y se dirigieron al depósito de cadáveres de Edimburgo en Cowgate, donde vieron una furgoneta blanca sin distintivos junto al muelle de descarga. Rebus aparcó junto a ella y entró en el edificio. El turno de noche lo formaban dos hombres: uno de unos cuarenta años y, a juicio de Rebus, con aspecto de ex presidiario, por el cuello de cuyo mono asomaba un tatuaje azul desdibujado hasta media garganta que Rebus tardó un instante en comprender que era algún tipo de serpiente. El otro hombre era mucho más joven, desgarbado y con gafas.
– Me imagino que tú eres el poeta -aventuró Rebus.
– Lord Byron, lo llamamos -dijo el otro con voz áspera.
– Por eso le reconocí -añadió el joven-. Estuve en un recital que dio ayer… -miró el reloj-. Anteayer, en realidad -esto recordó a Rebus que era más de media noche-. Y vestía tal cual.
– Por el rostro no resulta fácil identificarle -terció Clarke, haciendo de abogada del diablo. El joven asintió con la cabeza.
Читать дальше