Ian Rankin - La música del Adiós

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio.
Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza?
Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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– De todos modos… El pelo, la chaqueta y el cinturón…

– ¿Cómo se llama? -preguntó Rebus.

– Todorov, Alexander Todorov. Es ruso. Tengo un libro suyo en la sala de personal. Me lo firmó él.

– Te costaría unas cuantas libras -comentó el compañero, inopinadamente interesado.

– ¿Puede enseñárnoslo? -preguntó Rebus. El joven asintió con la cabeza y se dirigió remiso al pasillo. Rebus miró las filas de puertas de refrigeradores-. ¿En cuál está?

– En el número tres -contestó el ayudante dando unos golpecitos con los nudillos sobre la puerta en cuestión con una etiqueta sin nombre-. Seguro que Lord Byron no se equivoca… es listo.

– ¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?

– Un par de meses. Se llama Chris Simpson.

Rebus cogió un ejemplar del Evening News.

– La cosa está fea para el Hearts -comentó el ayudante-. Pressley ya no es capitán y hay un entrenador provisional.

– La sargento Clarke estará encantada -comentó Rebus, alzando el periódico para que Siobhan viese la primera página: una agresión a un adolescente sij agredido en Pilrig Park, al que habían rapado.

– Gracias a Dios que no es de nuestro distrito -comentó ella.

Al oír pasos se volvieron los tres; era Chris Simpson que regresaba con un libro fino de tapas duras. Rebus lo cogió y miró la contraportada. El rostro serio del poeta parecía mirarle. Se lo mostró a Clarke, quien se encogió de hombros.

– Sí que parece la misma chaqueta -comentó Rebus-, pero lleva una especie de cadena al cuello.

– En el recital la llevaba -asintió Simpson.

– ¿Y el cadáver que ha ingresado esta noche?

– Ya advertí de que no. Tal vez se la quitaron… me refiero al asesino.

– O tal vez no sea él. ¿Cuántos días hacía que Todorov estaba en Edimburgo?

– Vino con una especie de beca. Hacía mucho tiempo que no vivía en Rusia… Él se consideraba un exiliado.

Rebus hojeó el libro. El título era Astapovo Blues, y los poemas en inglés llevaban títulos como « Raskolnikov », « Leonide » y « Mind Gulag ».

– ¿Qué significa el título? -preguntó Rebus a Simpson.

– Es el pueblo en que murió Tolstoi.

El otro celador infló los carrillos.

– Ya le dije que era listo.

Rebus tendió el libro a Clarke, quien miró la guarda donde Todorov había escrito la dedicatoria: « Al apreciado Chris, para que conserve la fe como yo he hecho y he dejado de hacer ».

– ¿Qué quiso decir con esto? -preguntó.

– Yo le dije que quería ser poeta y él me aseguró que eso quería decir que ya lo era. Creo que quiere decir mantener la fe en la poesía, pero no en Rusia -contestó el joven ruborizándose.

– ¿Dónde fue el recital? -preguntó Rebus.

– En la Biblioteca de la Poesía Escocesa… cerca de Canongate.

– ¿Le acompañaba alguien? ¿Su esposa, o alguien de la editorial?

Simpson contestó que no lo sabía.

– Es famoso, ¿saben? Se habló de su candidatura al premio Nobel.

Clarke cerró el libro.

– Bueno, podemos preguntar en el consulado ruso -comentó, y Rebus asintió con la cabeza. Oyeron llegar un coche.

– Al menos ya está aquí uno de los dos forenses -dijo el otro celador-. Lord Byron, prepara el laboratorio.

Simpson tendió la mano reclamando el libro, pero Clarke lo agitó en el aire.

– ¿Le importa dejármelo, señor Simpson? Le prometo que no irá a parar a eBay.

El joven parecía reacio, pero su compañero le animó para que cediera y Clarke puso fin a su indecisión guardándose el libro en el bolsillo del abrigo. Rebus volvió la cabeza hacia la puerta de entrada, que se abrió de golpe para dar paso al profesor Gates con ojos de sueño. Casi detrás de él entró el doctor Curt; los dos patólogos trabajaban juntos con tanta frecuencia que a Rebus llegaban a parecerle una sola persona. Costaba imaginar que al margen de su trabajo llevaran vidas distintas e independientes.

– Ah, John -dijo Gates tendiendo una mano tan fría como la sala-. Empieza a apretar el frío. Y también está la sargento Clarke… deseando, qué duda cabe, perder la sombra de su mentor.

Clarke se sintió mortificada, pero no dijo nada; no valía la pena discutir el asunto, pues por lo que a ella respectaba hacía tiempo que había salido de la sombra de Rebus. Éste le dirigió una sonrisa comprensiva antes de estrechar la mano del pálido Curt, quien había sufrido un amago de cáncer hacía casi un año que le había robado parte de su energía; aunque había dejado de fumar.

– ¿Cómo está, John? -dijo Curt.

Rebus pensó que más bien era él quien habría debido preguntárselo, pero le contestó con una inclinación de cabeza.

– Yo digo que está en el dos -dijo Gates volviéndose hacia su colega-. ¿Apuesta o no?

– En realidad está en el número tres -dijo Clarke-. Creemos que puede ser un poeta ruso.

– ¿No será Todorov? -inquirió Curt enarcando una ceja. Clarke le enseñó el libro y el doctor elevó aún más la ceja.

– No se me había ocurrido que fuese amante de la poesía, doctor -comentó Rebus.

– ¿Se trata de un incidente diplomático? -terció Gates con un resoplido-. ¿Hay que buscar puntas de paraguas envenenadas?

– Se diría que le agredió un loco -añadió Rebus-. A no ser que haya un veneno que despelleje el rostro.

– Fasciitis necrótica -musitó Curt.

– Causada por Streptococcus pyogenes -añadió Gates-. Pero no creo que hayamos visto un solo caso.

Esto decepcionó profundamente a Rebus.

* * *

Trauma causado por objeto romo: el médico de guardia de la policía no se había equivocado.

Rebus estaba sentado en su sala de estar con las luces apagadas, fumando un pitillo. Después de la prohibición de fumar en los lugares de trabajo y en los pubs, el gobierno se proponía prohibirlo también en casa. Rebus se preguntaba cómo se las arreglaría para hacer cumplir la ley. En el reproductor de CD tenía puesto un álbum de John Hiatt a bajo volumen, del que sonaba la canción « Lift Up Every Stone » [Levanta todas las piedras]. Eso era lo que había hecho él todos aquellos años en el Cuerpo, si bien Hiatt construía un muro con las piedras y él sólo miraba los bichitos negros que echaban a correr al levantarlas. Se preguntó si la letra sería un poema, y qué habría hecho el poeta ruso con la versión que él hacía. Habían llamado al consulado pero no obtuvieron respuesta alguna, ni siquiera de un contestador automático, y decidieron dejarlo. Siobhan estuvo dando cabezadas durante la autopsia, para gran irritación de Gates. La culpa era de Rebus por haberla retenido hasta tarde en la comisaría, intentando que se interesara por aquellos casos no cerrados que a él aún le reconcomían, como si esperara que eso sirviera para conservar su recuerdo.

Rebus dejó a Siobhan en casa y cruzó en coche las calles silenciosas casi al alba hasta Marchmont: un feliz hueco para aparcar, y a su piso en el segundo. En la sala de estar había un mirador donde tenía su sillón. Se había prometido llegar hasta el dormitorio, pero debajo del sofá tenía un edredón extra por si acaso. Y también una botella de whisky -Highland Park de dieciocho años- comprada el último fin de semana, en la que quedaban un par de vasos. Tabaco, priva y suave música nocturna. En otro tiempo le habrían servido de buen consuelo, pero ahora se preguntaba si le bastarían cuando dejase el trabajo. ¿Qué otra cosa tenía?

Una hija en Inglaterra que vivía con un profesor universitario. Una ex mujer que se había ido a vivir a Italia. El pub.

No se veía conduciendo un taxi o haciendo indagaciones previas para abogados defensores. No concebía « empezar de cero » como otros, retirándose a vivir en Marbella, Florida o Bulgaria. Algunos habían invertido la pensión en propiedades y alquilaban pisos a estudiantes; un inspector jefe conocido suyo había hecho así un dineral, pero a él no le apetecía por el engorro: tendría que estar dando constantemente la tabarra a los estudiantes por quemaduras de cigarrillo en la moqueta o por tener el fregadero repleto.

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