– Es una orden de alejamiento. No debe maltratar, molestar, amenazar, acosar o importunar a su mujer de ninguna manera.
– No debo ¿qué?
– Tiene que mantenerse alejado de ella. No puede ponerse en contacto ni por teléfono ni por correo. El próximo viernes se celebrará una vista y está usted obligado a comparecer.
– Ah.
– ¿Podría identificarse? -pregunté.
– ¿Cómo?
– Me bastaría con un carnet de conducir.
– Lo tengo caducado.
– Con tal de que consten el nombre, la dirección y la foto, me basta -dije.
– De acuerdo.
Se produjo un silencio y al cabo de un momento acercó su carnet al agujero. Reconocí el mentón hendido, pero me sorprendió el resto de la cara. No era feo, sólo un poco bizco, pero no podía juzgarlo con severidad teniendo en cuenta que yo, en la foto del carnet de conducir, salgo como si encabezara la lista de los delincuentes más buscados del FBI.
– ¿Quiere abrir la puerta o paso los papeles por el agujero? -pregunté.
– Por el agujero, supongo. Joder, no sé qué habrá contado esa mujer, pero es una embustera. En cualquier caso, ella me provocó, así que debería demandarla yo.
– Podrá darle su versión al juez. Quizás él le dé la razón -dije. Enrollé el mandato y se lo pasé por el agujero. Oí cómo crujía el papel al otro lado mientras él desplegaba el documento.
– ¡Pero bueno! ¡Maldita sea! Yo no he hecho nada de lo que pone aquí. ¿De dónde ha sacado esto? Fue ella quien me pegó a mí, y no a la inversa. -Vinnie adoptaba el papel de «víctima», una táctica muy habitual en quienes aspiran a imponer su voluntad.
– Sintiéndolo mucho, yo no puedo ayudarlo, señor Mohr, pero cuídese.
– Ya. Usted también. Parece encantadora.
– Soy adorable. Gracias por su colaboración.
De vuelta en el coche, anoté el tiempo que había dedicado y el kilometraje.
Regresé al centro de Santa Teresa y dejé el Mustang en un aparcamiento cerca de una notaría. Tardé unos minutos en rellenar la declaración jurada por el servicio prestado; después entré en la oficina, donde firmé la declaración y dieron fe pública. Pedí prestado el fax del notario e hice dos copias; luego pasé por el juzgado. Me sellaron los documentos y le dejé el original al funcionario. Me quedé con una copia, a Lennie le entregaría la otra para sus archivos.
Tras regresar a mi despacho encontré una llamada de Henry en el contestador. El mensaje era breve y no requería respuesta. «Hola, Kinsey. Es poco más de la una, y acabo de llegar a casa. El médico ya le ha encajado el hombro a Gus, pero han decidido ingresarlo igualmente, al menos por esta noche. No tiene ningún hueso roto, pero aún le duele mucho. Pasaré por su casa mañana a primera hora y limpiaré un poco para que no esté tan asqueroso cuando él vuelva. Si quieres echar una mano, estupendo. Si no, no hay problema. No te olvides del cóctel hoy después del trabajo. Ya hablaremos entonces.»
Consulté mi agenda, pero sin necesidad de mirar sabía que tenía libre el martes por la mañana. Maté el tiempo en mi escritorio el resto de la tarde. A las cinco y diez, di por concluida la jornada y me marché a casa.
Un lustroso Cadillac negro de 1987 ocupaba mi plaza habitual delante de casa, así que me vi obligada a recorrer la zona hasta encontrar un espacio de acera vacío a media manzana de allí. Cerré el Mustang con llave y me encaminé hacia mi casa. Al pasar junto al Cadillac me fijé en la matrícula, que era I sell 4 u, o sea: «Vendo para ti». Tenía que ser el coche de Charlotte Snyder, la mujer con la que salía Henry esporádicamente desde hacía dos meses. Su éxito en bienes raíces fue lo primero que él mencionó al decidirse a continuar con la relación.
Rodeé la casa hacia el patio trasero y entré en mi estudio. No tenía mensajes en el contestador ni correo que mereciera la pena abrir. Dediqué un momento a refrescarme y después crucé el patio en dirección a casa de Henry para conocer a la última mujer de su vida. Aunque en realidad no había habido muchas. Eso de salir con mujeres era un comportamiento nuevo en él.
La primavera anterior, durante un crucero por el Caribe, se había encaprichado de la responsable de actividades artísticas del barco. Su relación con Mattie Halstead no prosperó, pero Henry lo superó enseguida, dándose cuenta al mismo tiempo de que la compañía femenina, incluso a esa edad, no era tan mala idea. Durante el crucero, otras mujeres se interesaron por Henry, y él decidió ponerse en contacto con dos que vivían a una distancia razonable. La primera, Isabelle Hammond, tenía ochenta años. Había sido profesora de lengua y literatura en el instituto de Santa Teresa, y aún era una leyenda en el centro cuando yo estudié allí, unos veinte años después de su jubilación. Le encantaba bailar y era una lectora voraz. Henry e Isabelle salieron juntos varias veces, pero al poco tiempo ella llegó a la conclusión de que la química se había acabado. Isabelle buscaba chispas, y Henry, aunque duro como el pedernal, no consiguió encender su llama. Así se lo dijo ella a las claras, y lo ofendió profundamente. Él opinaba que el cortejo correspondía a los hombres y, además, que debía desarrollarse con cortesía y comedimiento. Isabelle era una persona desenfadada y dinámica, y pronto se puso de manifiesto que no estaban hechos el uno para el otro. A mi juicio, esa mujer era una mema.
Ahora había entrado en escena Charlotte Snyder. Vivía en la comunidad costera de Olvidado, a cuarenta kilómetros al sur, poco más allá de Perdido. A sus setenta y ocho años trabajaba aún activamente y, por lo visto, no tenía la menor intención de jubilarse. Henry la había invitado a una copa en su casa y luego a cenar en un encantador restaurante del barrio llamado Emile's-at-the-Beach. Me había pedido que me acercara a tomar algo con ellos para darle mi parecer. Si yo consideraba que Charlotte no era adecuada para él, quería saberlo. A mi modo de ver, la valoración era cosa suya, pero había pedido mi opinión, y allí estaría yo para dársela.
Henry tenía la puerta de la cocina abierta, pero con la mosquitera cerrada, así que al acercarme los oí reír y charlar. Me llegó un olor a levadura, canela y azúcar caliente, y deduje, acertadamente como se vio después, que Henry había combatido los nervios previos a la cita preparando unos bollos dulces. En su vida laboral había sido panadero de oficio, y su habilidad nunca ha dejado de asombrarme desde que lo conozco. Tamborileé en la mosquitera y me abrió. Se había vestido para la ocasión, abandonando sus habituales chancletas y pantalón corto en favor de unos mocasines, pantalón de color tostado y una camisa azul celeste de manga corta que hacía juego con sus ojos.
A simple vista, otorgué a Charlotte una alta puntuación. Al igual que Henry, se conservaba esbelta y vestía con buen gusto, dentro de una línea clásica: falda de tweed, jersey amarillo de escote redondo y, debajo, blusa de seda blanca. Tenía el pelo de color caoba, corto, bien teñido y peinado hacia atrás. Advertí que se había hecho la cirugía estética en los ojos, pero no lo atribuí a la vanidad. Trabajaba en ventas, y en ese medio el aspecto personal era un valor tan importante como la experiencia. Parecía una mujer capaz de negociarte una hipoteca como si nada. Si yo hubiese estado buscando una casa, se la habría comprado a ella.
Estaba apoyada en la encimera. Henry le había preparado un vodka con tónica mientras él tomaba su habitual Jack Daniel's con hielo. Había abierto una botella de Chardonnay para mí y me sirvió una copa tan pronto como terminó con las presentaciones. Había sacado un cuenco de frutos secos y una bandeja de queso y galletas saladas con racimos de uva colocados aquí y allá.
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