Transcurridos cuatro meses, los Fredrickson interpusieron demanda. Yo había leído una copia del texto, que contenía suficientes «en vista de» y «habida cuenta» para dar un susto de muerte a cualquier ciudadano medio. Según decía, la demandante «había visto perjudicadas su salud, fortaleza y actividad, como resultado de lesiones físicas graves y permanentes, sumándose a ello un estado de shock y lesiones psicológicas, todo lo cual causó y seguirá causando en el futuro a la demandante una profunda angustia emocional, dolores físicos y sufrimiento anímico, que dan lugar a la subsiguiente incapacidad para el normal cumplimiento de sus responsabilidades conyugales… (etcétera, etcétera). La demandante exige una indemnización por daños y perjuicios que incluya pero no se limite a los gastos médicos pasados y futuros, los ingresos perdidos en concepto de salario y cualquier otro gasto secundario, así como cualquier indemnización compensatoria prevista por la ley».
La abogada de la demandante, Hetty Buckwald, parecía pensar que un millón de dólares, con esa reconfortante cola de ceros, bastaría para aliviar y paliar los muchos suplicios de su cliente. Yo había visto a Hetty un par de veces durante mis visitas al juzgado por otros asuntos, y me había marchado con la esperanza de no tener nunca ocasión de enfrentarme a ella. Era una mujer baja y gorda, que rondaba los sesenta años, con una actitud agresiva y sin sentido del humor. Yo ignoraba a qué se debía su resentimiento. Trataba a los abogados rivales como si fueran basura y al pobre demandado como si fuese alguien que comía a recién nacidos por pura afición.
En circunstancias normales, la compañía de seguros La Fidelidad de California habría asignado a uno de sus abogados para la defensa de un pleito así, pero Lisa Ray estaba convencida de que saldría mejor librada con su propio abogado. Se negó a llegar a un acuerdo previo y pidió a Lowell Effinger que la representara, intuyendo que quizá La Fidelidad de California se rendiría sin presentar batalla. Pese al informe de la policía, Lisa Ray juró que no era culpable. Afirmó que Millard Fredrickson iba a una velocidad excesiva y Gladys no llevaba el cinturón de seguridad, lo cual, en sí mismo, era una violación del reglamento de tráfico californiano.
El expediente que yo había pasado a recoger por el despacho de Lowell Effinger contenía copias de numerosos papeles: la solicitud de documentos por parte de la demandada, la solicitud complementaria de documentos, los informes clínicos del servicio de urgencias del hospital y del personal médico que había tratado a Gladys Fredrickson. Incluía asimismo copias de las declaraciones tomadas a Gladys Fredrickson, su marido Millard y la demandada, Lisa Ray. Examiné rápidamente el informe policial y hojeé las transcripciones de los interrogatorios. Dediqué un buen rato a las fotografías y el croquis del accidente, que mostraba las posiciones relativas de los dos automóviles antes y después de la colisión. A mi modo de ver, el elemento central era un testigo presencial del accidente, cuyos comentarios inducían a pensar que respaldaba la versión de Lisa Ray. Le dije a Effinger que estudiaría el caso; luego me di media vuelta y concerté una cita a media mañana con Mary Bellflower.
Antes de entrar en las oficinas de La Fidelidad de California, me blindé mental y emocionalmente. Trabajé allí en otro tiempo, y mi relación con la compañía no acabó bien. Mi acuerdo con ellos consistía en que yo disponía de un despacho y, a cambio, investigaba posibles incendios provocados y muertes sospechosas. Por aquel entonces, Mary Bellflower, una mujer de veinticuatro años recién casada, guapa y perspicaz, llevaba poco tiempo en la empresa. Ahora tenía cuatro años de experiencia y era un placer tratar con ella. Al sentarme eché un vistazo a su escritorio en busca de fotos enmarcadas de su marido, Peter, y de las posibles criaturas que acaso hubieran venido al mundo entretanto. No había ninguna a la vista, y me pregunté en qué habían quedado sus planes de maternidad. Pensando que era mejor no hacer averiguaciones, fui al grano.
– Así pues, ¿de qué va este asunto? -pregunté-. ¿Hay que tomarse en serio lo de Gladys Fredrickson?
– Eso parece. Aparte de lo evidente…, la fractura de costillas y pelvis y la rotura de ligamentos…, hay lesiones en los tejidos blandos, que son más difíciles de demostrar.
– ¿Todo eso por un choque menor?
– Me temo que sí. Las colisiones de bajo impacto pueden ser más graves de lo que cabría pensar. El lado derecho del guardabarros de la furgoneta de los Fredrickson golpeó contra el lado izquierdo del automóvil de Lisa Ray con fuerza suficiente para que ambos vehículos se desplazaran rotando después de colisionar. Se produjo un segundo impacto cuando el lado derecho del guardabarros trasero de Lisa entró en contacto con el lado izquierdo del guardabarros trasero de la furgoneta.
– Me hago una idea.
– De acuerdo. Ya hemos tratado antes con todos los médicos implicados, y no hay indicios de diagnósticos fraudulentos ni de facturas infladas. Si la policía no hubiese responsabilizado a Lisa, habríamos estado más dispuestos a cerrarnos en banda. No quiero decir que no vayamos a luchar, pero es evidente que la culpable es ella. Remití la reclamación al Instituto de Prevención de Delitos contra las Aseguradoras para que le echaran un vistazo. Si la demandante es una persona que emprende acciones legales a la ligera, su nombre aparecerá en la base de datos. Y dicho sea de paso, aunque no creemos que guarde relación con esto, Millard Fredrickson quedó incapacitado en un accidente de tráfico hace unos años. Desde luego hay gente con mala suerte.
Mary añadió que, en su opinión, Gladys acabaría aceptando cien mil dólares, gastos médicos aparte, una ganga desde el punto de vista de la aseguradora, ya que así podían sortear la amenaza de juicio, con los riesgos que eso conllevaba.
– ¿Un millón de dólares reducidos a cien de los grandes? Es un descuento considerable.
– Eso pasa continuamente. El abogado fija un precio alto para que el acuerdo nos parezca un buen trato.
– ¿Y por qué llegar a un acuerdo? Quizá si os mantenéis firmes, la mujer se eche atrás. ¿Cómo sabéis que no exagera?
– Es posible, pero poco probable. Tiene sesenta y tres años y exceso de peso, factores ambos que han podido contribuir. Entre las visitas al médico, la fisioterapia, las citas con el quiropráctico y toda la medicación que está tomando, no puede trabajar. Según el médico, la incapacidad puede ser permanente, lo cual implicará otro quebradero de cabeza más.
– ¿En qué trabaja? No lo he visto mencionado.
– Sale en algún sitio.
– Lleva la contabilidad de una serie de pequeñas empresas.
– Eso no parece muy lucrativo. ¿Cuánto gana?
– Veinticinco mil dólares al año, según ella. Sus declaraciones de renta son confidenciales, pero su abogada dice que puede presentar facturas y recibos que lo demuestran.
– ¿Y qué dice Lisa Ray?
– Vio acercarse la furgoneta, pero le pareció que tenía tiempo de sobra para girar, y más aún porque Millard Fredrickson había puesto el intermitente de la derecha y reducido la velocidad. Lisa inició el giro, y cuando se dio cuenta, la furgoneta ya se le echaba encima. Millard calculó que circulaba a menos de veinte kilómetros por hora, pero eso no es despreciable cuando te embiste un vehículo de mil quinientos kilos. Lisa lo vio venir pero no pudo apartarse. Millard jura que fue al revés. Dice que pisó a fondo el freno, pero Lisa salió tan de repente que fue imposible esquivarla.
– ¿Y el testigo? ¿Habéis hablado con él?
– Pues no. Ése es el problema. No ha aparecido, y Lisa apenas tiene información. «Un viejo de pelo blanco con una cazadora de cuero marrón.» Es lo único que recuerda.
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