Según me contó Henry, el primer fin de semana que Gus pasó en su casa contó con los servicios de una enfermera privada, recomendada por la jefa de enfermeras de Colinas Ondulantes, que no tuvo inconveniente en trabajar ocho horas el sábado y repetir el domingo. Esto descargó a Melanie de las responsabilidades más molestas en relación con la atención médica y la higiene personal y, a la vez, proporcionó a Gus otra persona a quien maltratar cuando se le agriaba el humor, cosa que ocurría a todas horas.
Asimismo, Henry me dijo que Melanie no había recibido respuesta al anuncio. Al final se había puesto en contacto con una agencia y había estado entrevistando a acompañantes domésticos con la esperanza de encontrar a alguien que llenara el hueco.
– ¿Ha tenido suerte? -pregunté.
– Yo no lo llamaría suerte precisamente. De momento ya ha contratado a tres, y dos no han llegado a terminar la jornada. A la tercera le fue mejor, pero no por mucho. Lo he oído despotricar contra ella desde el otro lado del seto.
– Supongo que debería haberme ofrecido a ayudarla, pero decidí que me irían mejor las cosas si aprendía a afrontar mi culpabilidad.
– ¿Y qué tal lo llevas?
– Bastante bien.
Solana
Solana aparcó y volvió a consultar el anuncio en la sección de «Personales» para asegurarse de que ésa era la dirección. No incluía número de teléfono, pero daba igual. Su último intento con un anuncio había quedado en nada. La paciente era una anciana que vivía en casa de su hija, confinada en una cama de hospital instalada en el comedor. La casa era preciosa, pero el espacio improvisado para la enferma estropeaba el efecto general. Techos altos, claridad, toda la decoración de un gusto exquisito. Tenían cocinera y ama de llaves fijas, y eso puso fin al entusiasmo de Solana.
La entrevistó la hija, que buscaba a alguien para atender las necesidades de su madre, pero consideraba que no tenía por qué pagar las tarifas de un servicio privado, ya que ella también estaría en la casa. Solana tendría que bañar, dar de comer y poner pañales a la madre senil, cambiar las sábanas, hacer la colada y administrar los medicamentos. Eran responsabilidades que podía asumir, pero no le gustó la actitud de la hija. Para ella, por lo visto, una enfermera profesional era una criada, al nivel de una lavandera. Solana sospechaba que el ama de llaves recibiría mejor trato que ella.
La altiva hija tomó notas en su cuaderno y dijo que debía entrevistar a varios aspirantes más, lo cual era una mentira descarada, como bien sabía Solana. La hija pretendía inducirla a adoptar una actitud competitiva, como si tuviera que considerarse afortunada por que le ofreciera el puesto, que consistía en nueve horas de trabajo diarias, un día libre por semana y ninguna llamada personal. Dispondría de dos descansos de quince minutos, pero debía hacerse cargo de su propia comida. ¡Y eso con una cocinera en la casa!
Para demostrar que aquello le interesaba mucho, Solana formuló un sinfín de preguntas asegurándose de que la hija le explicaba punto por punto hasta el último detalle. Al final no puso el menor reparo, ni siquiera al escaso sueldo. La actitud de la mujer pasó primero de fría a remilgada y por último a ufana. Saltaba a la vista que se sentía muy superior por haber convencido a alguien de que aceptara unas condiciones tan absurdas. Solana advirtió que ya no volvió a mencionar a las otras candidatas.
Explicó que en ese momento no disponía de tiempo para rellenar los formularios, pero se los entregaría completos a la mañana siguiente a las ocho, cuando se presentara a trabajar. Anotó su número de teléfono para dejárselo a la hija por si ésta deseaba comentar alguna otra cosa. Para cuando Solana se marchó, la hija no cabía en sí de júbilo, aliviada por haber resuelto el problema a tan bajo coste. Le estrechó la mano a Solana afectuosamente. Ésta regresó a su coche, sabiendo que nunca volvería a ver a aquella mujer. El número de teléfono que le había dado era el del departamento de psiquiatría de un hospital de Perdido donde Tiny había permanecido ingresado durante un año.
Ahora Solana estaba a unas cuantas puertas de la dirección que buscaba, en la acera de enfrente. Había ido hasta allí por un anuncio del fin de semana anterior. Al principio lo descartó porque no incluía número telefónico alguno. Conforme avanzó la semana y no apareció ningún otro empleo de interés, decidió que quizá valdría la pena echar un vistazo a la casa. Su aspecto no era muy prometedor. El lugar tenía un aire de abandono, sobre todo en comparación con otras casas de la manzana. El barrio estaba cerca de la playa y se componía casi íntegramente de viviendas unifamiliares. Encajonados aquí y allá, entre las pequeñas y deprimentes casas, vio algún que otro dúplex o cuádruplex nuevo, del estilo arquitectónico español tan extendido en la zona. Solana supuso que muchos de los residentes eran jubilados, lo que significaba ingresos fijos y pocos gastos discrecionales.
En apariencia, ella pertenecía a la misma clase económica. Dos meses antes, uno de sus hermanos le había regalado un descapotable destartalado del que quería deshacerse. Al coche de Solana se le había desprendido una biela, y el mecánico le había dicho que la reparación costaría dos mil dólares, que era más de lo que valía el coche. En ese momento ella no disponía de ese dinero en efectivo, y cuando su hermano le ofreció el Chevrolet de 1972, lo aceptó, aunque no sin cierta sensación de humillación. Obviamente él consideraba que para ella semejante cacharro era más que suficiente. Solana le había echado el ojo a un coche mejor e incluso había estado tentada de cargar con las onerosas letras, pero al final se impuso el sentido común. Ahora se alegraba de haberse conformado con el Chevrolet de segunda mano, que se parecía a muchos de los otros coches aparcados en la calle. Un modelo más nuevo habría causado una impresión inapropiada. A nadie le interesaría contratar a una persona que parece más próspera que uno mismo.
De momento no tenía información alguna sobre el paciente, aparte de los escasos datos ofrecidos por el anuncio. Veía bien que se tratara de un viejo de ochenta y nueve años lo bastante débil para caerse y hacerse daño. Su necesidad de ayuda externa inducía a pensar que no había parientes cercanos dispuestos a arrimar el hombro. En la actualidad la gente sólo se preocupaba de sí misma y se impacientaba con cualquier cosa que estorbara su propia comodidad y conveniencia. Desde su punto de vista, eso era bueno; para el paciente, no tanto. Si estuviera rodeado de afectuosos hijos y nietos, no tendría ninguna utilidad para ella.
Lo que la preocupaba era que ese hombre estuviera en condiciones de pagar la atención a domicilio. No podía facturar a Medicare o Medicaid, porque en ningún caso pasaría los controles oficiales, y las posibilidades de que el viejo dispusiera de un seguro privado aceptable parecían más bien bajas. Eran muchos los ancianos que no habían hecho previsiones para una incapacidad a largo plazo. Entraban a la deriva en el invierno de su vida como por error, sorprendiéndose al descubrir sus limitados recursos, incapaces de cubrir los exorbitantes gastos médicos que se acumulaban a causa de una enfermedad aguda, crónica o catastrófica. ¿Acaso creían que los fondos necesarios les caerían del cielo?
¿Quién esperaban que cargaría con el peso de su mala planificación? Por suerte, su última paciente tenía sobrados medios, a los que Solana había dado buen uso. El empleo acabó con cierta acritud, pero ella extrajo una valiosa lección. El error que había cometido no volvería a cometerlo por segunda vez.
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