Cuando Charlotte se marchó, nos encaminamos juntos hacia casa.
– Debes de pensar que me he sobrepasado -comentó él.
– Bueno, no creo que sea una persona tan interesada como has insinuado. Sé que está obsesionada con su trabajo, pero no es insensible.
– Me ha irritado.
– Vamos, Henry. No iba con malas intenciones. Cree que la gente debe estar informada sobre el valor de la propiedad, ¿y por qué no?
– Supongo que tienes razón.
– No se trata de quién tiene la razón. Aquí la cuestión es que si vais a pasar un tiempo juntos, debes aceptarla tal como es. Y si no piensas volver a verla, ¿para qué provocar una pelea?
– ¿Crees que debo disculparme?
– Eso depende de ti, pero no haría ningún daño.
A última hora de la tarde del lunes tenía concertada una cita con Lisa Ray para que me contara lo que recordaba del accidente por el que pesaba una demanda contra ella. Las señas que me había dado eran de una urbanización en Colgate, una serie de viviendas unifamiliares adosadas en grupos de cuatro. Las fachadas eran de seis estilos distintos y empleaban cuatro tipos de material de construcción: ladrillo, madera, piedra y estuco. Supuse que existían seis planos diferentes con elementos combinables de manera que cada vivienda era única. Las unidades presentaban sus propias características externas: algunas tenían persianas, otras balcones, otras patios delanteros. Cada grupo de cuatro casas se alzaba en un recuadro de césped bien cuidado. Había arbustos y arriates y prometedores árboles que tardarían cuarenta años en desarrollarse. En lugar de tener garajes, los residentes aparcaban sus vehículos bajo largos sotechados que se extendían entre las casas en filas horizontales. La mayor parte del espacio de aparcamiento estaba vacío, lo que indicaba que los ocupantes se habían ido a trabajar. No vi el menor rastro de niños.
Encontré el número correspondiente a la casa de Lisa y aparqué en la calle, justo delante. Mientras esperaba a que me abriera, olfateé el aire sin percibir olor a guiso. Probablemente aún era pronto. Supuse que los vecinos empezarían a llegar a casa entre las cinco y media y las seis. Las cenas llegarían en vehículos de reparto que tenían letreros en el techo, o saldrían de los congeladores en cajas con llamativas fotos de platos de comida y las instrucciones para el horno o el microondas impresas en una letra tan pequeña que, para leerlas, sería necesario ponerse gafas.
Lisa Ray abrió la puerta. Tenía el pelo oscuro y lo llevaba corto en atención a sus rizos naturales, una aureola de bucles perfectos. Era una mujer de rostro lozano y ojos azules, con el puente de la nariz salpicado de pequeñas pecas semejantes a motas de color beige. Vestía un jersey de algodón rojo de manga corta y una falda plisada a juego y calzaba zapatos bajos con medias.
– Vaya, ha llegado a la hora. ¿Es usted Kinsey Millhone?
– Sí.
Me invitó a pasar.
– No pensaba que fuera tan puntual -dijo-. Acabo de llegar del trabajo y me gustaría cambiarme de ropa.
– No hay inconveniente. Esperaré.
– Vuelvo dentro de un segundo. Siéntese.
Entré en el salón y me acomodé en el sofá mientras ella subía de dos en dos los peldaños de la escalera. Sabía por el expediente que tenía veintiséis años, que era estudiante universitaria a tiempo parcial y que se pagaba los estudios y los gastos trabajando veinte horas semanales en la administración del hospital de St. Terry.
La casa era pequeña. Paredes blancas, moqueta beige que parecía nueva y olía intensamente a productos químicos. Los muebles eran una mezcla de objetos de mercadillo y reliquias que tal vez se hubiera llevado de la casa de su familia. Dos sillas distintas, tapizadas ambas con el mismo estampado de leopardo, flanqueaban un sofá a cuadros escoceses rojos, con una mesita de centro en medio. En el otro extremo de la sala había una pequeña mesa de comedor de madera con cuatro sillas y, a la derecha, una ventanilla que comunicaba con la cocina. Al echar una ojeada a las revistas en la mesita de centro, vi que podía escoger entre los números atrasados de Glamour y Cosmopolitan. Elegí Cosmopolitan y me enfrasqué en un artículo sobre lo que les gusta a los hombres en la cama. ¿Qué hombres? ¿Qué cama? No había tenido un encuentro íntimo con un hombre desde que Cheney salió de mi vida. Estaba a punto de calcular el número exacto de semanas, pero la idea me deprimió antes de empezar siquiera a contar.
Lisa apareció de nuevo al cabo de cinco minutos, bajando al trote por la escalera en vaqueros y una sudadera con el logo de la Universidad de California en Santa Teresa. Se sentó en una de las sillas tapizadas.
Dejé la revista.
– ¿Es ahí donde estudiaste? -pregunté señalando la sudadera.
Bajó la mirada.
– Es de la chica con quien comparto la casa. Trabaja allí de secretaria, en la Facultad de Exactas. Yo estudio a tiempo parcial en el City College; me estoy sacando la diplomatura de técnico radiográfico. La gente del St. Terry se ha portado muy bien conmigo en cuanto al horario: me permiten ajustarlo más o menos a mis necesidades. ¿Ha hablado con la compañía de seguros?
– Brevemente -respondí-. Da la casualidad de que antes colaboraba con La Fidelidad de California, así que conozco a la componedora, Mary Bellflower. Conversé con ella hace unos días y me lo explicó por encima.
– Es muy amable. Me cae bien, aunque no estamos en absoluto de acuerdo por lo que se refiere a la demanda.
– Eso deduje. Sé que ya lo has hecho media docena de veces, pero ¿te importaría explicarme qué ocurrió?
– No, ni mucho menos. Era un jueves, justo antes del fin de semana del día de los Caídos. No tenía clase, pero había ido a la universidad para hacer un trabajo en el laboratorio informático. Cuando acabé, fui a buscar el coche al aparcamiento. Paré en la salida con la intención de doblar a la izquierda por Palisade Drive. Aunque no había mucho tráfico, puse el intermitente y esperé a que pasaran varios coches. Vi acercarse la furgoneta de los Fredrickson, a unos doscientos metros. Conducía él. Llevaba puesto el intermitente de la derecha y aminoró la velocidad, así que pensé que iba a doblar para entrar en el mismo aparcamiento del que yo salía. Antes de arrancar, miré a la derecha para asegurarme de que no venía nadie en ese sentido. Ya a medio giro, me di cuenta de que él iba más deprisa de lo que yo pensaba. Intenté acelerar, con la esperanza de esquivarlo, pero me embistió en el costado. Es un milagro que no esté muerta. La puerta del acompañante quedó hundida y el poste central del bastidor se torció. Con el impacto, el coche se desplazó de lado unos cinco metros. A causa de la sacudida, me golpeé la cabeza tan fuerte contra la ventanilla que se rompió el cristal. Todavía voy al quiropráctico por eso.
– Según el expediente, rechazó la atención médica.
– Bueno, sí. Por raro que parezca, en ese momento me encontraba bien. Puede que tuviera una conmoción. Estaba alterada, claro, pero no había sufrido lesiones. No tenía ningún hueso roto, ni sangraba. Sabía que me saldría una magulladura enorme en la cabeza. Los auxiliares médicos opinaron que debían examinarme en urgencias, pero lo dejaron en mis manos. Me sometieron a un par de pruebas para asegurarse de que no padecía pérdida de memoria ni visión doble, o cualquiera de los síntomas que les preocupan cuando está en juego el cerebro. Me instaron a visitar a mi propio médico si surgía alguna complicación. El cuello no se me agarrotó hasta el día siguiente. Me pasé todo el día tirada en casa de mi madre, poniéndome hielo en el cuello y tomando analgésicos caducados que ella guardaba desde una intervención dental de hacía un par de años.
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