Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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– ¿Es de grado medio, entonces? Viene a ser algo muy parecido, ¿no?

Solana se encogió de hombros.

– La formación es distinta y, claro está, una enfermera diplomada de grado superior gana mucho más que alguien de mi humilde origen. Tengo a mi favor que la mayor parte de mi experiencia ha sido con ancianos. Procedo de una cultura en la que se respetan la edad y la sabiduría.

Solana siguió en esa línea, improvisando a medida que hablaba, pero no tenía por qué molestarse. Melanie se creyó todo lo que dijo. Quería creérselo para poder huir sin sentirse culpable ni irresponsable.

– ¿Su tío necesita atención las veinticuatro horas del día?

– No, no. Nada de eso. Al médico le preocupa que no pueda arreglárselas solo durante su recuperación. Aparte de la lesión del hombro, tiene buena salud, así que posiblemente necesitaremos a alguien sólo durante un mes poco más o menos. Espero que eso no sea un problema.

– Casi todos mis empleos han sido temporales -contestó Solana-. ¿Qué responsabilidades tenía usted pensadas?

– Las de siempre, supongo. El baño y el aseo personal, un poco de cuidado de la casa, la colada y quizás una comida al día. Algo por el estilo.

– ¿Y la compra y el traslado a la consulta del médico? ¿No necesitará que alguien lo lleve a su médico de cabecera?

Melanie se reclinó.

– No lo había pensado, pero estaría bien que usted se ocupara de ello.

– Claro. También suele haber otros recados, o al menos ésa es mi experiencia. ¿Y el horario?

– Lo dejo en sus manos. Lo que usted considere mejor.

– ¿Y la paga?

– Estaba pensando en algo del orden de los nueve dólares la hora. Es la tarifa habitual en la Costa Este. No sé aquí.

Solana disimuló su sorpresa. Tenía previsto pedir siete cincuenta, que ya era un dólar más de lo que cobraba normalmente. Enarcó las cejas.

– Nueve -repitió, insuflando a la palabra un infinito pesar.

Melanie se inclinó.

– Me gustaría poder ofrecerle más, pero él lo pagará de su propio bolsillo, y es todo lo que puede permitirse.

– Entiendo. En California, cuando se busca asistencia sanitaria cualificada, eso se consideraría poco.

– Lo sé y lo siento. Tal vez podamos subirlo un poco. No sé, a nueve y medio, por ejemplo. ¿Qué le parece?

Solana se lo pensó.

– Bueno, quizá podría acomodarme, en el supuesto de que estemos hablando de turnos de ocho horas, cinco días por semana. Si es necesario trabajar en fin de semana, la tarifa subiría a diez por hora.

– Me parece bien. Llegado el caso, puedo aportar unos cuantos dólares para sobrellevar el gasto. Lo importante es que él reciba la ayuda que necesita.

– Como es natural, las necesidades del paciente son prioritarias.

– ¿Y cuándo podría empezar? Es decir, suponiendo que a usted le interese.

Solana guardó silencio por un instante.

– Hoy estamos a viernes, y tengo unos cuantos asuntos pendientes. ¿Qué le parece a principios de la semana que viene?

– ¿Sería posible el lunes?

Solana se movió en su asiento con aparente inquietud.

– En fin, quizá pueda reorganizar mi agenda, pero dependería más de usted.

– ¿De mí?

– ¿Querrá usted que le rellene un formulario?

– Ah, no creo que sea necesario. Ya hemos hablado de lo básico, y si surge alguna otra duda, ya la aclararemos en su momento.

– Agradezco la confianza, pero le conviene disponer de la información en papel. Es mejor para las dos que pongamos las cartas sobre la mesa, por así decirlo.

– Eso es muy responsable de su parte. De hecho, tengo formularios. Espere un momento.

Se levantó y cruzó la sala hasta el aparador, donde tenía el bolso. Sacó unas hojas plegadas.

– ¿Necesita un bolígrafo?

– No hace falta. Rellenaré la solicitud en casa y se la traeré mañana a primera hora. Así dispondrá del fin de semana para comprobar mis referencias. Hacia el miércoles ya debería tener todo lo que necesita.

Melanie arrugó la frente.

– ¿No sería posible adelantarlo y empezar a trabajar el lunes? Siempre puedo telefonear desde Nueva York.

– Supongo que sí. Es más una cuestión de que usted se quede tranquila.

– Eso no me preocupa. Seguro que todo está en orden. Sólo de tenerla aquí ya me siento mejor.

– La decisión es suya.

– Bien. Y ahora, ¿qué le parece si le presento al tío Gus y le enseño la casa?

– Estupendo.

Cuando se dirigieron al pasillo, Solana vio que Melanie volvía a manifestar cierto nerviosismo.

– Lamento que la casa esté patas arriba. El tío Gus no se ha preocupado mucho de cuidarla. Típico de hombres solos. Da la impresión de que no ve el polvo y el deterioro.

– Puede que esté deprimido. Los ancianos, en especial los hombres, parecen perder el interés por la vida. Se nota en la poca atención que prestan a la higiene personal, la indiferencia al espacio donde viven y los limitados contactos sociales. A veces también se producen cambios de personalidad.

– No lo había pensado. Debo advertirle que puede ser una persona de carácter difícil. En realidad es un encanto, pero a veces se impacienta.

– Dicho con otras palabras, tiene mal genio.

– Exacto -confirmó Melanie.

Solana sonrió.

– Eso no es nuevo para mí. Créame, los gritos y las pataletas me dan igual. No me lo tomo de manera personal.

– Es un alivio.

Solana conoció a Gus Vronsky, y si bien apenas le habló, mostró por él un vivo interés. No tenía sentido intentar congraciarse con el anciano. Era Melanie Oberlin quien la contrataba, y pronto se iría. Fuera como fuese aquel viejo, malhablado o desagradable, Solana lo tendría para ella sola. Dispondrían de tiempo de sobra para resolver sus diferencias.

Ese viernes por la tarde, en el comedor de su pequeño apartamento, se sentó a la mesa redonda de formica que empleaba como escritorio. La cocina era minúscula, sin apenas encimeras suficientes para preparar la comida. Tenía un frigorífico de tamaño reducido, una cocina de cuatro fogones que parecía tan insuficiente como un juguete, un fregadero y armarios de pared baratos. Como extendía los cheques para el pago de las facturas en esa mesa, solía tenerla cubierta de papeles, y, por lo tanto, no servía para comer. Su hijo y ella comían sentados ante el televisor, colocando los platos en la mesita de centro.

Tenía delante la solicitud para el empleo de Vronsky. Al lado había dejado la copia de la solicitud que había sacado del expediente de la Otra. A cinco metros, el televisor sonaba a todo volumen, pero Solana apenas lo oía. La sala de estar era, de hecho, la sección más larga del salón comedor en forma de ele, y no existían grandes diferencias entre ambos espacios. Tiny, su Tonto, estaba arrellanado en el sillón reclinable, con los pies en alto, la mirada fija en la pantalla. Era duro de oído, y normalmente subía el volumen a niveles que hacían contraer el rostro a Solana e incitaban a los vecinos a aporrear las paredes. Al dejar el colegio, el único trabajo que encontró fue de mozo en un supermercado cercano. No duró mucho. Consideró que el empleo era poca cosa para él y lo dejó al cabo de seis meses. Luego lo contrató una empresa de jardinería para cortar césped y podar setos. Se quejaba del calor y juraba que tenía alergia a la hierba y al polen de los árboles. A menudo llegaba tarde al trabajo o llamaba para decir que estaba enfermo. Cuando se presentaba, si no contaba con la debida vigilancia, se marchaba en cuanto le venía en gana. Lo dejó o lo despidieron, eso depende de quién contara la historia. Después de eso buscó trabajo alguna que otra vez, pero no fue más allá de la entrevista. Debido a sus dificultades para hacerse entender, a menudo sentía frustración y la emprendía contra unos y otros a bulto. Al final desistió de todo empeño.

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