Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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Las pocas fotografías en blanco y negro que había tomado el agente de tráfico en su momento no eran de gran ayuda. En lugar de eso, recurrí al juego de fotos, en color y en blanco negro, que Mary Bellflower había sacado del lugar del accidente y de los dos vehículos. Las hizo un día después del choque, y en sus imágenes se veían los fragmentos de vidrio y metal en la calzada. Examiné la calle en los dos sentidos, preguntándome quién era el testigo y cómo encontrarlo.

Regresé a la oficina, volví a consultar el expediente y encontré el número de teléfono de Millard Fredrickson.

Su esposa, Gladys, contestó al sonar el timbre por tercera vez.

– ¿Qué hay?

Al fondo, un perro ladraba incesantemente en una gama de frecuencias que inducía a pensar en un perro de una raza pequeña y temblorosa.

– Hola, señora Fredrickson. Me llamo…

– Un momento -dijo. Tapó el micrófono con la palma de la mano-. Millard, ¿puedes hacer callar a ese perro, por favor? Estoy intentando hablar por teléfono. ¡He dicho que hagas callar a ese perro! -Retiró la palma y reanudó la conversación-. ¿Con quién hablo?

– Señora Fredrickson, soy Kinsey Millhone…

– ¿Quién?

– Soy investigadora y estoy estudiando el accidente que sufrieron usted y su marido el pasado mes de mayo. Quería saber si me permitirían mantener una charla con ustedes.

– ¿Tiene que ver con el seguro?

– Está relacionado con el juicio. Me interesa escuchar su versión de lo ocurrido, si son tan amables.

– Mire, ahora mismo no puedo hablar. Tengo un juanete que me está matando y el perro se ha vuelto loco porque mi marido ha comprado un pájaro sin consultarlo conmigo. Le dije que no pensaba andar limpiando la mugre de un bicho que vive en una jaula, y me importa un comino si está forrada con papel o no. Los pájaros son asquerosos. Están llenos de piojos. Todo el mundo lo sabe.

– Claro, me hago cargo -dije-. Yo esperaba quedar con ustedes mañana a primera hora. ¿Qué tal a las nueve?

– ¿Qué día es mañana, martes? Déjeme ver el calendario. Es posible que tenga hora con el quiropráctico para un reajuste. Voy dos veces por semana, y para lo que me ha servido… Con tanta pastilla y demás porquería, ya debería estar bien. Un momento. -La oí pasar las páginas hacia atrás y hacia delante-. A las nueve estoy ocupada. Parece que estaré aquí a las dos, pero no mucho rato. Tengo fisioterapia y no puedo permitirme llegar tarde. Estoy haciéndome un tratamiento con ultrasonidos, para ver si me alivian el dolor lumbar.

– ¿Y su marido? También querría verlo.

– No puedo hablar por él. Tendrá que proponérselo usted misma cuando venga a verme.

– Bien. Seré lo más breve posible.

– ¿Le gustan los pájaros?

– No mucho.

– Bien, estupendo.

Oí un gañido de sorpresa muy agudo, y Gladys colgó bruscamente, tal vez para salvarle la vida al perro.

Capítulo 12

El martes por la mañana, en la oficina, fotocopié la solicitud de Solana Rojas y guardé el original en un sobre al que puse la dirección de Melanie. El anticipo de quinientos dólares era lo que solía cobrar por un día de trabajo, así que, en interés de ambas, decidí concentrarme en ello de inmediato y sacarle el máximo provecho posible al dinero.

Sentada ante mi escritorio, examiné la solicitud de Solana, que incluía el lugar y la fecha de nacimiento y los números de la Seguridad Social, del carnet de conducir y de la licencia de enfermera. En su dirección de Colgate constaban las señas de un apartamento, pero yo no conocía la calle. Tenía sesenta y cuatro años y gozaba de buena salud. Divorciada, sin hijos menores a su cargo. Había obtenido el diploma de estudios universitarios generales en el City College de Santa Teresa en 1970, lo que significaba que había vuelto a estudiar a los cuarenta y tantos años. Había pedido plaza para la escuela de enfermería, pero la lista de espera era tan larga que tardó otros dos años en ser aceptada. Dieciocho meses después, tras completar los tres semestres preceptivos en el currículo de enfermería, ya tenía su título.

Estudié su historial profesional y me fijé en que incluía varios empleos como enfermera privada. El más reciente, durante un periodo de diez meses, había sido en una clínica de reposo, donde sus obligaciones abarcaban la aplicación y el cambio de vendas, la colocación de catéteres, irrigaciones, enemas, extracción de muestras para análisis clínicos y administración de medicamentos. Según el historial, cobraba ocho dólares y medio la hora. Ahora pedía nueve. Bajo el encabezamiento «Antecedentes» afirmaba que nunca había sido declarada culpable de un delito, que en ese momento no estaba en espera de juicio por un delito penal y que nunca había cometido un acto violento en el lugar de trabajo. Eso era una buena noticia, desde luego.

En la lista de empleos, empezando por el presente y retrocediendo en el tiempo, se incluían direcciones, números de teléfono y, cuando correspondía, nombres de los supervisores. Vi que las fechas de empleo constituían una progresión ininterrumpida desde el año de su titulación. De los pacientes ancianos que había atendido como enfermera privada, cuatro habían ingresado después en residencias de la tercera edad con carácter permanente, tres habían muerto y dos se habían recuperado lo suficiente para volver a vivir sin ayuda. Había adjuntado fotocopias de dos cartas de recomendación que decían poco más o menos lo que cabía esperar: bla, bla, bla, responsable; bla, bla, bla, competente.

Busqué el número del City College y pedí a la telefonista que me pusiera con la secretaría de la universidad. La mujer que atendió la llamada estaba acatarrada y el hecho de atender el teléfono le provocó un acceso de tos. Esperé mientras se esforzaba por controlar el ataque. La gente no debería ir al trabajo cuando está resfriada. Probablemente se enorgullecía de no faltar ni un día mientras los demás a su alrededor contraían las mismas enfermedades de las vías respiratorias superiores y agotaban su permiso por enfermedad anual.

– Disculpe. ¡Uf! Lo siento. Soy la señora Henderson.

Le di mi nombre y le expliqué que estaba verificando los antecedentes de Solana Rojas en relación con un contrato de trabajo. Deletreé el nombre y le di la fecha en que había obtenido el título de enfermera en el City College.

– Sólo necesito que me confirme si esta información es exacta.

– ¿Puede esperar un momento?

– Claro -contesté.

Mientras yo escuchaba villancicos, la mujer debió de coger una pastilla para la tos, porque cuando volvió al aparato, oí el ruido de la gragea contra los dientes.

– No estamos autorizados a dar información por teléfono. Tendrá que presentar su solicitud en persona.

– ¿No puede darme siquiera un simple sí o no?

Hizo una pausa para sonarse la nariz, una operación desagradablemente húmeda acompañada de un graznido.

– Exacto. Debemos atenernos a una política de protección de datos personales de los estudiantes.

– ¿Qué tiene esto de personal? Esa mujer busca trabajo.

– Eso dice usted.

– ¿Por qué habría de mentir sobre algo así?

– No lo sé, querida. Eso tendrá que explicármelo usted.

– Pero ¿y si tengo su firma en una solicitud de empleo, autorizando la verificación de su historial académico y profesional?

– Un momento -dijo molesta. Tapó el micrófono con la palma de la mano y, en susurros, habló con alguien a su lado-. Siendo así, no hay problema. Traiga la solicitud. Haré una copia y la presentaré junto con la instancia.

– ¿Puede sacar el expediente para ganar tiempo y tener la información a mano cuando yo llegue?

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